Durante estos días se ha comenzado a discutir la posibilidad de una nueva reforma en materia electoral, impulsada (ahora) por Morena. Su vocero más visible ha sido el diputado Pablo Gómez Álvarez, pero no han sido pocas las ideas, propuestas, ocurrencias y disparates que se han puesto sobre la mesa.
En principio, se trata de planteamientos que no sorprenden. Parecería que estamos frente a una reincidente regla no escrita, que fortalece una tradición tan lamentable como sacrosanta, que bien podría ser escrita así: en México las leyes electorales tienen que modificarse, sí y siempre sí, después de cada elección presidencial. No importa que el último proceso electoral se haya realizado razonablemente bien o que, simple y sencillamente, se requiera de tiempo para consolidar los cambios trazados en años pasados.
De lo que se trata es de reformar por reformar, de armar una transformación a la medida de la nueva coyuntura política, de impulsar una grandilocuente y rimbombante revolución electoral que, por enésima ocasión, cambie las reglas de un juego que no se le permite madurar. Da igual que muchas de las propuestas carezcan de toda lógica —como por ejemplo, la eliminación de los 32 institutos y tribunales locales, así como las 300 juntas distritales del Instituto Nacional Electoral (INE), según planteó el diputado Gómez—. Poco vale que esté en riesgo el funcionamiento y autonomía de un complejo sistema que se ha construido paulatina y colectivamente más allá de diferencias ideológicas a través de los últimos años.
Rechazar de antemano una reforma así no implica posicionarse del lado del conservadurismo, ni mucho menos apostar por el mantenimiento del statu quo. Todo lo contrario. Resulta necesario realizar un diagnóstico serio y técnicamente sólido sobre nuestras autoridades electorales, los procesos de designación de sus integrantes, los costos de nuestra democracia —incluidos, por supuesto, los recursos de los partidos políticos— y la distribución y coordinación de competencias, el papel de las nuevas tecnologías, entre muchas cuestiones que ameritan una reflexión amplia y pausada.
Hoy, más que nunca, es indispensable criticar y repensar los procedimientos, vías y formas del ejercicio de los derechos de participación política en el país. Pero todo cambio al ordenamiento debe ser producto de la deliberación y el consenso cimentado a partir de la regla de oro de la democracia moderna: las mayorías de hoy deben tener la posibilidad de convertirse en las minorías de mañana —y viceversa—, siendo todos los actores políticos corresponsables del mantenimiento de instituciones que trasciendan personas y gobiernos.
Y es que, precisamente, sería tramposo y hasta cierto punto antidemocrático impulsar una reforma electoral ideada desde una visión tan cortoplacista como monolítica. Si bien a Morena le basta un puñado de legisladores de oposición para modificar la Constitución a su antojo, la historia reciente muestra que, tarde que temprano, los errores de las reformas electorales terminan jugando en contra de la fuerza política que en su momento la diseñó y ejecutó.
El ensañamiento contra el INE de algunos de quienes hoy apoyan una nueva reforma electoral es producto de una ambiciosa irresponsabilidad democrática, alimentada por la incesante tentación de mantener el poder a toda costa. Se busca descabezar a la autoridad nacional porque, paradójicamente, ha cumplido con su papel de garante, porque —más allá de sus tropiezos— ha tomado decisiones que afectan a todos los partidos por igual.
En ese sentido, resulta curioso, por decir lo menos, que la discusión sobre la nueva reforma electoral que impulsa Morena se haya centrado en la purga INE y no en el Tribunal Electoral (TEPJF), ese órgano que, como dice el diputado Gómez, puede siempre modificar o revocar las decisiones de aquél. Y es que, una vez que Andrés Manuel López Obrador consiguió la presidencia de la República y su partido arrasó en las pasadas elecciones, la judicatura electoral ha dado un drástico viraje en sus criterios, sin la necesidad de reformar leyes o trastocar atribuciones. Desde el bochornoso fallo del fideicomiso “Por los demás”, parecería que se inauguró una renovada e idílica relación de la mayoría de la Sala Superior con el partido que actualmente gobierna.
Lejos quedó aquella vigorosa protesta que, con toda razón, realizó Morena cuando la mayoría del Congreso alteró la designación de los magistrados de Sala Superior mediante la llamada #LeyDeCuates. Hoy los jueces electorales pueden estar tranquilos. Se han alineado. Y muy seguramente no sufrirán las amenazas que pesan sobre sus colegas consejeros.
De ahí que plantear la eliminación del INE por el supuesto carácter político de los integrantes del Consejo General (su presunta falta de independencia e imparcialidad), resulta un argumento que puede exactamente trasladarse, y quizá con mayor peso, hacia los magistrados del TEPJF. Sin embargo, en esta ocasión, aunque tal parece que se les viene la noche a las autoridades electorales, queda claro no todos los gatos son pardos.
En democracia, no vale ni el triunfalismo acrítico ni el pesimismo irreflexivo. No son pocos los problemas que tiene nuestro barroco sistema electoral. Pero resulta evidente que hoy en día estamos mejor que hace varios sexenios, que poco a poco se han ido forjando condiciones de estabilidad democrática y fortaleciendo órganos electorales que han permitido que, entre otras cosas, el día de hoy Morena sea, por mandato ciudadano, el partido dominante.
Se ha dicho que la –autoproclamada- cuarta transformación desprecia lo técnico, que su relación con el derecho no es ni la más pacífica, ni la más saludable. Las aberraciones orquestadas por sus operadores jurídicos, los amparos que tienen en suspenso una de las principales obras del sexenio, y los pronunciamientos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que han tumbado leyes hechas con mucha prisa y poco seso, dan prueba plena de ello.
Tal vez, pero solo tal vez, vaya siendo tiempo de asimilar que el discurso morenista ha sido muy efectivo para fortalecer los ánimos y avivar la esperanza por el cambio, lo cual le ha permitido justificar un sinfín de cuestionables decisiones tras los más de 30 millones de votos que obtuvieron. Pero también queda claro que, bajo las actuales condiciones políticas y las enmarañadas estructuras que durante años han regido este país, resulta imposible disociar cualquier transformación significativa de la técnica jurídica, de un diligente ejercicio del derecho.
La transformación será aún más difícil si la llamada 4t, en vez de concentrarse en los problemas apremiantes del país, se empeña en reproducir las viejas prácticas que tanto criticó. Reformar por reformar el pantanoso campo del derecho electoral será contraproducente. Descabezar a las autoridades electorales para imponer nuevas cuotas y cuates no es una de las transformaciones que México necesita.
Fuente.-Juan Jesús Garza Onofre. Investigador en el departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante, España. Twitter: @garza_onofre.
Javier Martín Reyes. Profesor Asociado en la División de Estudios Jurídicos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Twitter: @jmartinreyes.
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