En 2018, escribí una columna en la que describía al futuro presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, o AMLO, como una versión de izquierda de Donald Trump. Los lectores no estaban convencidos. La comparación entre los dos hombres, escribió una persona en los comentarios, “es absurda”. Otro dijo que la columna era “asombrosamente ignorante”.
Permítanme retractarme. AMLO no es solo otra versión de Trump. Es peor, porque es un demagogo y un operador burocrático más eficaz.
Eso volvió a quedar claro cuando los mexicanos salieron a las calles el 13 de noviembre en marchas contra los esfuerzos de AMLO para desmantelar el Instituto Nacional Electoral (INE). Durante tres décadas, el organismo independiente, pero financiado por el Estado (que antes se llamaba Instituto Federal Electoral) ha sido crucial para la transición de México de un gobierno de partido único a una democracia competitiva en la que los partidos en el poder pierden elecciones y aceptan los resultados.
Entonces, ¿por qué el presidente, que ganó la elección de manera abrumadora y mantiene un alto índice de aprobación —en parte por un estilo político que se sustenta en el culto a la personalidad y por programas de transferencias de efectivo a los pobres, su principal base electoral—, iría tras la joya de la corona de los organismos civiles del país? ¿No se supone que López Obrador debe representar a las fuerzas de la democracia popular?
La respuesta de AMLO es que solo busca democratizar al INE al hacer que sus integrantes sean elegidos por voto popular después de que instancias bajo su dominio nominen a los candidatos. También reduciría el financiamiento del instituto, le quitaría el poder de elaborar padrones de votantes y eliminaría las autoridades electorales estatales. De manera trumpiana, AMLO llamó a sus críticos “racistas”, “clasistas” y “muy hipócritas”.
La realidad es distinta. AMLO es producto del viejo partido gobernante, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que dominó casi todos los aspectos de la vida política mexicana desde finales de la década de 1920 hasta finales de la década de 1990. Ideológicamente, el partido estaba dividido en dos alas: los tecnócratas modernizadores contra los nacionalistas estatistas. Sin embargo, el partido estaba unido en su preferencia por la represión, la corrupción y, sobre todo, el control presidencial como medio para perpetuar su permanencia en el poder.
AMLO puede haber pertenecido al ala estatista, pero sus ideas sobre la gobernabilidad salen directamente del manual del viejo PRI, solo que esta vez a favor de su propio partido, Morena. “Constantemente, su impulso ha sido recrear la década de 1970: una presidencia poderosa y sin contrapesos”, me escribió el lunes Luis Rubio, uno de los analistas más importantes de México. “Por lo tanto, ha intentado debilitar, eliminar o neutralizar toda una red de entidades que se crearon para ser controles del poder presidencial”. Eso incluye la Corte Suprema de Justicia de la Nación, las agencias reguladoras del país y la comisión de derechos humanos de México. El INE y el banco central se encuentran entre las pocas entidades que se han mantenido relativamente libres de su control.
¿Qué significaría que AMLO se saliera con la suya? Su mandato presidencial de seis años termina en 2024 y es poco probable que permanezca formalmente en el cargo. Pero hay una antigua tradición mexicana de gobernar tras bambalinas. Llenar el INE con personas cercanas es el primer paso para regresar a los días de votos manipulados que caracterizaron al México en el que crecí, en las décadas de 1970 y 1980.
Pero también implica un deterioro más profundo, de tres maneras importantes.
La primera es el papel cada vez mayor de las fuerzas armadas durante el sexenio de AMLO. “El ejército ahora está operando fuera del control civil, en abierto desafío a la Constitución mexicana, que establece que el ejército no puede estar a cargo de la seguridad pública”, escribió la analista política mexicana Denise Dresser en la edición vigente de Foreign Affairs. “A partir de órdenes presidenciales, los militares se han vuelto omnipresentes: construyen aeropuertos, administran los puertos del país, controlan las aduanas, distribuyen dinero a los pobres, implementan programas sociales y detienen a inmigrantes”.
La segunda es que el gobierno mexicano a todas luces se ha rendido ante los cárteles de la droga que, según una estimación, controlan hasta un tercio del país. Eso se hizo evidente hace dos años, después de que el gobierno de Trump regresara a México a un exsecretario de Defensa, el general Salvador Cienfuegos, quien había sido arrestado en California y acusado de trabajar para los cárteles. AMLO liberó al general con rapidez. Ocho de las ciudades más peligrosas del mundo ahora están en México, según un análisis de Bloomberg Opinion, y 45.000 mexicanos huyeron de sus hogares por temor a la violencia en 2021.
Y, por último, el nuevo estatismo de AMLO funciona incluso peor que el anterior. Un intento de reforma del sistema de salud de México ha provocado una escasez catastrófica de medicamentos. Ha invertido bastante en la empresa petrolera del Estado, PEMEX, que se las ha arreglado para perder dinero a pesar de los precios históricamente altos de la materia prima. El gasto en bienestar aumentó un 20 por ciento respecto al gobierno de su antecesor, pero su gobierno eliminó uno de los programas de combate a la pobreza más exitosos de México, que vinculaba la asistencia a mantener a los niños en la escuela.
Los defensores de AMLO pueden argumentar que el presidente sigue siendo popular entre la mayoría de los mexicanos debido a su preocupación por los más pobres. A menudo, ese ha sido el caso de los populistas, desde Recep Tayyip Erdogan en Turquía hasta los gobiernos de Kirchner en Argentina. Pero la realidad tiene una forma de pasar factura. Lo que los mexicanos enfrentan cada vez más con AMLO es un ataque a su bienestar económico, seguridad personal y libertad política y al Estado de derecho. Si los mexicanos no tienen cuidado, este será su camino a Venezuela.
Autor.-/Bret Stephens ha sido columnista de Opinión en el Times desde abril de 2017. Ganó un Premio Pulitzer por sus comentarios en The Wall Street Journal en 2013 y previamente fue editor jefe de The Jerusalem
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