Fueron doce años de pifias, ensayos y rotundos fracasos en la lucha contra el narcotráfico, la expresión más violenta del crimen organizado, toda una simulación, farsa vil sin límites que se sostuvo en el discurso y se derrumbó en los hechos, imposible soportar el peso de la mentira oficial.
Apenas transcurrían los primeros veinte días del Gobierno del cambio, el de Vicente Fox, el hombre que había sacado al PRI de Los Pinos y que prometía encarcelar a los llamados “peces gordos” de la corrupción –otra de las farsas sexenales –cuando en el penal de Puente Grande, Jalisco, se preparaba todo para la fuga espectacular de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, quien se convertiría a la postre en el capo de los sexenios de Fox y Calderón, entonces figuras hegemónicas del PAN.
Detenido a principios de los años noventa en Guatemala –uno de sus feudos y escondites preferidos –Guzmán Loera fue trasladado al penal de Almoloya de Juárez, en el Estado de México, donde permaneció preso por varios años. Luego fue trasladado a Puente Grande y se asegura que ahí debilitó la dureza de la máxima seguridad y, a base de corrupción, sometió tanto a reos como a las propias autoridades del penal. Todos se volvieron empleados y cómplices del capo, quien vivía como rey: realizaba fiestas que duraban varios días, le suministraban cocaína, le autorizaban la introducción de mujeres de la vida galante y no le faltaba ni el Viagra para contrarrestar su debilidad sexual, su angustia cotidiana.
En Puente Grande todo se preparó para su fuga tan pronto arribó Vicente Fox al poder. Se dijo que “El Chapo” había planeado todo mediante un ardid largamente maquinado, aunque después aparecieron versiones en el sentido de que pagó una suma descomunal por su libertad y así había sellado un pacto con el Gobierno del cambio.
Guzmán Loera se fugó –o más bien le abrieron la puerta de la prisión –para que consolidara un proyecto criminal que en ese momento era importante: se trataba de construir un cártel –Sinaloa –que operara como una suerte de Federación de cárteles en el país y, así, se disminuyera la violencia.
Ya en libertad, Guzmán Loera trazó tres objetivos, los cuales fueron explicados durante una cumbre de capos celebrada en Monterrey, Nuevo León, a la que asistieron los Beltrán Leyva, Nacho Coronel, “El Mayo” Zambada, Juan José Esparragoza Moreno, “El Azul”, entre otros.
El plan de Sinaloa era acabar con la hegemonía de los hermanos Carrillo Fuentes –entonces todavía poderosos en el mundo del hampa –, exterminar a los hermanos Arellano Félix y al cártel de Los Zetas, éstos, los más sanguinarios de entonces.
El Gobierno de Vicente Fox siguió a pie juntillas los lineamientos marcados por los jefes del Cártel de Sinaloa: con todo el poder del Estado atacó hasta encarcelar a los Arellano Félix, desmembró a los Carrillo Fuentes y emprendió una fuerte andanada contra Los Zetas y el Cártel del Golfo. El Cártel de Sinaloa no fue tocado. Para entonces, el jefe de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) era Genaro García Luna, detenido en Dallas, Texas, el lunes 9. El Secretario de Seguridad Pública era Ramón Martín Huerta, quien después murió en un accidente aéreo presuntamente perpetrado por el crimen organizado. Sobre este caso nada se supo porque Fox ordenó silenciar el caso enviándolo a la reserva.
En el Gobierno de Vicente Fox el narcotráfico se instaló hasta en su oficina de Los Pinos. Nahúm Acosta Lugo, su jefe de giras, era socio y amigo de Arturo Beltrán Leyva, con quien hablaba por teléfono frecuentemente para informarle sobre los planes y pasos que daba el Presidente. Alfonso Durazo, el actual Secretario de Seguridad Pública, conocía muy bien a ese grupo de trabajo: era el secretario privado de Fox.
La Drug Enforcement Administration (DEA), como es costumbre, alertó a la PGR de la infiltración del narco en la oficina presidencial. Los agentes norteamericanos sugirieron interceptar los teléfonos de Los Pinos y de todos los funcionarios cercanos a Fox para conocer más detalles de la infiltración. Sin embargo, el entonces procurador General de la República, Rafael Macedo, se opuso. Nahúm Acosta fue destituido y procesado, pero extrañamente no se le comprobó nada. El manto de la impunidad lo cobijó. Luego apareció como jefe de prensa del Ayuntamiento de Agua Prieta, Sonora.
Durante todo el sexenio de Fox “El Chapo” Guzmán vivió impune, libre de persecuciones porque jamás se le persiguió pese a las presiones de Estados Unidos.
Cuando Felipe Calderón llegó al poder el plan para consolidar a Sinaloa como cártel hegemónico continuó su marcha. Calderón implementó la guerra contra el narcotráfico, pero sus resultados fallidos dan cuenta de que todo ese proyecto fue una farsa: el narcotráfico terminó fortalecido, los cárteles se internacionalizaron y se hicieron más fuertes mediante las alianzas estratégicas.
En 2012, el crimen organizado ya estaba diseminado por todo el país. Los grupos criminales habían pactado con alcaldes, gobernadores, mandos policiacos y con cuanta autoridad les garantizó impunidad. También ejercían el poder en los municipios, legislaban a nivel local y federal y nadie los procesó. Así se consolidó en México una suerte de mafiocracia, indestructible hasta ahora, entre otras razones, porque ningún Gobierno ha emprendido el desmantelamiento de la estructura política y financiera que la sostiene.
Genaro García Luna se convirtió en el hombre más poderoso del sexenio después de Presidente, a pesar de que públicamente se le acusaba de tener nexos con el crimen, en particular, con el Cártel de Sinaloa. Para consolidarse en el poder, despidió a viejos policías y a otros los encarceló, la venganza como arma letal. Fue el caso de Javier Herrera Valles, un agente federal de larga experiencia que se atrevió a denunciar los desatinos de la lucha contra el crimen ante el entonces Presidente Felipe Calderón.
Mediante sendas cartas, Herrera Valles denunció a García Luna de estar coludido con el narcotráfico y de implementar verdaderas torpezas con los Operativos Conjuntos contra el crimen, pues de acuerdo con Herrera, dicho plan era una verdadera pifia, una simulación, una farsa del poder.
Esto no sólo le costó el empleo a Herrera Valles sino su libertad. Fue encarcelado, se le acusó con testigos falsos de tener nexos con el crimen. Se le internó en el penal de El Rincón, en Nayarit, donde fue torturado. En una denuncia ante la CNDH el agente federal expuso que en una ocasión fue despertado en su celda. Unos militares lo llamaron. Lo pasaron a otra celda donde lo golpearon y luego lo introdujeron a un lugar nauseabundo donde el drenaje tenía fuga. La mierda inundaba aquel sitio asqueroso. Ahí lo encerraron. Con el paso de las horas el agua fue subiendo de nivel hasta que le llegó al cuello y, luego, a la boca. Herrera Valles nadaba en medio de aguas negras y excremento. Esta tortura, según dijo entonces, había sido ordenada por García Luna. Era parte de la venganza.
García Luna enfrentó la rebelión de los agentes federales que fueron despedidos, aparentemente por incompetentes, aunque luego se supo que el plan era quitar a la gente de experiencia. Le estorbaban en su plan de proteger al Cártel de Sinaloa. Los espacios fueron ocupados por policías inexpertos, formados al vapor, listos para el fracaso conveniente.
La Comisión de Seguridad Pública de la Cámara de Diputados recibió una carta donde los agentes inconformes exigieron la destitución de García Luna. La razón: sus nexos con el narco.
En una misiva los policías detallaron un episodio que explica el nivel de vínculo que tenía García Luna con el Cártel de Sinaloa. Expusieron que en una ocasión la camioneta del flamante Secretario de Seguridad Pública fue interceptada en la carretera de Tepoztlán, Morelos, por varios hombres armados. La escolta de García Luna fue maniatada, imposible zafarse. Fueron superados en número. El funcionario se bajó del vehículo y acató las instrucciones: lo llevaron a una casa de seguridad, localizada cerca de ese punto.
Ahí se encontraba Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas”, cabeza de una de las células más poderosas del Cártel de Sinaloa.
En la carta los agentes relataron que el capo le recriminó a García Luna por qué no había cumplido el pacto que tenían. Luego de un diálogo de varios minutos, García Luna regresó a su vehículo y siguió su camino. Estaba dispuesto a cumplir. Los Beltrán fueron posteriormente combatidos pero cuando rompieron relaciones con el Cártel de Sinaloa. La estructura de El Chapo, en cambio, se mantuvo intocada.
Otro episodio que puso en claro la protección que brindó García Luna al narcotráfico ocurrió a principios de 2012: un tiroteo entre agentes federales causó la muerte de varios policías en la terminal II del Aeropuerto de la Ciudad de México. Los policías se disputaban un botín: un cargamento de media tonelada de cocaína que había llegado, procedente de Lima, Perú, en un avión de Aeroméxico.
Los agentes que sobrevivieron dijeron que el principal responsable de esas operaciones era Luis Cárdenas Palominos, cercano colaborador de García Luna, hoy empleado de la Iniciativa Privada.
Ahora que García Luna está preso en Estados Unidos por recibir sobornos del narcotráfico, según el expediente, el ex Presidente Felipe Calderón quiso deslindarse de su policía consentido aduciendo en su cuenta de twitter que nada sabía de sus nexos con el crimen.
Calderón no puede alegar desconocimiento porque la prensa nacional lo alertó con denuncias periodísticas sobre estos presuntos nexos de su policía preferido y él las ignoró. Es más, lo cobijó con la impunidad. Era claro que se trataba de un acuerdo de cúpula para beneficiarse con el dinero del narcotráfico y para ello otorgaron protección haciendo la guerra al crimen, una guerra fallida que dejó más muertos que buenos resultados, pues el narco ahí sigue galopante en todo el país.
El Gobierno de la Cuarta Transformación tiene la gran oportunidad no sólo de colaborar con Estados Unidos en el caso de García Luna sino de integrar, por su cuenta, un Maxiproceso contra Sinaloa y su red política y financiera que, todo indica, estaría encabezada por los expresidentes Vicente Fox y Felipe Calderón, en cuyos gobiernos Sinaloa se consolidó como cártel.
Esperemos que al Presidente Andrés Manuel López Obrador no le tiemble la mano para actuar ni a Alfonso Durazo se eche para atrás con vagos argumentos. Aquí no se trata de soltar balazos sino de aplicar la ley. Así de simple. De no hacerse nada, el país seguiría envuelto en una impunidad atroz. Y esto si le costaría y muy caro al actual Gobierno. El peor error ante un problema –decía Confucio—es saber qué hacer y no hacerlo.
fuente.-Ricardo Ravelo/
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