"Que queda sin castigo", es la definición que el diccionario da de impune. Y es, también, el mayor problema al que México se enfrenta, como bien sabemos todos los que hayamos vivido aquí durante los últimos años.
Pero, ¿qué pasaría si ni siquiera hubiéramos llegado aún al problema de la impunidad? Es decir: ¿Qué pasa si tenemos un problema anterior, mucho más profundo y más grave? ¿Qué pasa si lo que tenemos es un problema de omisión?
Voy a tratar de ser lo más claro que me sea posible, porque el asunto que quiero tratar aquí es absolutamente aterrador: para que pudiéramos hablar de impunidad, tendríamos que hablar de la existencia de un crimen y, al mismo tiempo, de una autoridad que está en disposición de castigar ese crimen, aunque no lo consiga.
Ya sabemos: el director de una paraestatal, por ejemplo, compra una empresa quebrada y previamente desahuciada, porque aquella empresa que la paraestatal ha decidido comprar le ha pagado previamente, al señor mencionado, a sus jefes y a sus colaboradores más cercanos, sobornos multimillonarios.
Ahora bien, ¿qué pasa si lo que tenemos es una autoridad que no solo no castiga el crimen —ya sea por fallas en el debido proceso, por corrupción o por negligencia—, generando una situación de impunidad, sino una autoridad que no desea castigar el crimen, es decir, una autoridad que está conforme con evitar su debida actuación, así como cualquier castigo a los culpables, generando una situación de omisión generalizada?
Esto también lo sabemos: son los años ochentas, por ejemplo, y casi todo lo que alguna vez perteneciera al Estado está en rebaja, unas rebajas a las cuales, sin embargo, solo pueden presentarse los amigos personales de los gobernantes, quienes reciben préstamos multimillonarios para comprar, con el dinero del Estado —dinero que, obviamente, no será devuelto nunca—, aquellas partes que el Estado se ha amputado a sí mismo.
Pero sigamos cavando: ¿Qué sucede si esa autoridad que alguna vez fue negligente y que después fue omisa, de pronto, por una razón u otra, está conforme con alguno de los crímenes que se hayan cometido, pues este le representa una ganancia futura? Esto, por supuesto, va mucho más allá de la inoperancia, la complicidad o la corrupción de los cuerpos encargados de impartir y asegurar justicia, porque lo que genera es lo que podríamos llamar un Estado Manifiesto.
¿A qué me refiero cuando digo Estado Manifiesto? A un Estado que no solo no cumple con el principal de sus cometidos —aquel, de hecho, para el cual fue concebido en primera instancia—: brindar seguridad a sus ciudadanos y garantizar que, en caso de ser víctimas de un delito, serán reparados de alguna manera y el culpable será, a su vez, castigado, sino que lo traiciona a través del sobreentendimiento, es decir, no castiga por el simple y sencillo —pero, sobre todo terrorífico— motivo de que, aunque esto no sea expresado de manera clara, aquel —el delito— le significará algún tipo de ganancia.
Y esto es precisamente lo que no sabíamos: sierra norte de Oaxaca, un par de docenas de líderes territoriales, sociales e indígenas son asesinados, por ejemplo, durante años, con las armas del crimen organizado: tanto las de los talamontes como las de los narcotraficantes o las bandas asociadas a estos. Del otro lado del Istmo de Tehuantepec, entre San Andrés Tuxtla y Coatzacoalcos, sucede exactamente lo mismo: el crimen organizado asesina a docenas de seres humanos y el Estado no aplica, por sobreentendimiento, ningún tipo de justicia: en los crímenes está preconfigurada su ganancia.
Es la fase superior del necrocapitalismo, en la que ya no solo son alcanzados y resignificados por esta ideología de muerte y exterminio —para la cual, la multiplicación del dinero no debe reparar ni siquiera en las posibilidades presentes o futuras de la vida— los gobiernos, sino que es alcanzada la estructura misma del Estado, dándose lugar al Estado Manifiesto, al interior del cual el necrocapitalismo puede actuar de manera libre y sin trabas. Ahora bien, la ganancia que el Estado obtendrá, obviamente, va mucho más allá de la corrupción de los gobiernos o de la de sus propios funcionarios, pues se trata de una ganancia estructural.
Insisto: es pavoroso, pero es así como ahora mismo está funcionando la rueda por la que estamos siendo triturados: sin los líderes que defienden un determinado territorio, sin los ambientalistas que luchan por la conservación de un bosque o una selva en particular, sin los dirigentes indígenas que protegen una cierta concepción del mundo, de la sociedad y de la humanidad, ¿quién habrá de oponerse, llegado el momento, a los proyectos extractivos o de supuesto desarrollo que los Estados, junto con las megaempresas privadas, que en esta fase del necrocapitalismo funcionan, en realidad, ya no como Estados sino como otros Estados Manifiestos, pretendan llevar a cabo en el corto, mediano o largo plazo?
Ahora bien, el Estado Manifiesto no solo es cómplice por sobreentendimiento de los crímenes que están desangrando lugares como el Istmo, lo es también de los crímenes que desplazan pueblos, de los que dan lugar a la migración, a la estigmatización de esta y a la reconversión de los seres que huyen en delincuentes, así como lo es también de la transmutación de los cientos de miles de adolescentes y jóvenes que se suman al crimen organizado o que son orillados al crimen común y de los casi diez feminicidios que se cometen a diario en este país.
Y es que, en realidad, el Estado Manifiesto no solo saca tajada del actuar del crimen organizado, también alimenta la rueda: genera el vacío de oportunidades y la aridez de vida práctica, emocional y económica que da lugar, también, a los crímenes llamados comunes y a las diversas violencias cotidianas, crímenes y violencias que le permiten debilitar los tejidos que deberían estarse oponiendo a su actuar presente o que deberían oponerse, algún día, a su actuar futuro.
El Estado Manifiesto alimenta, abandonando las políticas que previenen el crimen en sus cimientos, a la misma estructura que después utiliza como estrategia de razia, aunque la sorpresa no está en lo inesperado del ataque sino del atacante: quien debía protegernos decide que hay ciudadanos y no ciudadanos, seres que asegurar y seres que no conviene asegurar, peor aún, que conviene desproteger absolutamente.
Este es el Estado que Andrés Manuel López Obrador y su Gobierno heredaron o, mejor dicho, al interior del cual están atrapados. Y es, al mismo tiempo, el mayor y el principal de sus retos: en la lucha por desmontarlo, mucho antes que en el combate contra la omisión o la impunidad, es en donde nos estamos jugando el futuro, pero es también donde otros: los sobreentendidos, se están jugando la vida.
A un año de la histórica elección de 2018, hay que entender esto y hay que dejarlo muy claro: además de los programas, las políticas específicas, los proyectos y las reformas, el reto del actual Gobierno es la recomposición del Estado.
Y en esta recomposición, que pasa por poner fin a la utilización de las matanzas de seres humanos, nos lo estamos jugando todo.
Una transformación verdadera, no cambia el rostro de un Gobierno: cambia el de un Estado.
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