A mediados de 2016, como sabemos todos, Enrique Peña Nieto recibió en Los Pinos a Donald Trump. Hasta ese día, el entonces candidato republicano había aseverado, en diferentes foros, que los mexicanos éramos malos, abusivos, criminales y violadores; dichos, todos estos, sobre los cuales cimentó después su retórica racista.
Quizá por esto, como pocas veces se había visto, desde todo el espectro político, medios de comunicación y sectores de la sociedad, la decisión del Ejecutivo, encabezada por el excanciller Videgaray, amigo personal del yerno de Trump, fue criticada y fue leída, incluso, como el mayor error en la historia de la presidencia de nuestro país.
Pero lo peor no fue invitar a Los Pinos a un candidato que, además de agredir e insultar a los mexicanos, les colgó una diana en la espalda. No, lo peor fue que, al hacerlo, se le otorgó, al empresario norteamericano, la condición de presidenciable que tanto había buscado y el cual se le había resistido por múltiples motivos: ni siquiera era, según diversos sectores de votantes, analistas y expertos, alguien de quien se pudiera hablar en serio.
Enrique Peña Nieto y el excanciller Videgaray —quien, preocupado por aprender y superarse, terminó volviéndose el verdugo de sus compañeros de clase—, convirtió así lo que hasta entonces era una farsa en lo que terminaría siendo una fuente de problemas reales, constantes e interminables para nuestros connacionales. Y es que gracias a su error, que en sí mismo debería alcanzar para que el expresidente y el ex secretario de Relaciones Exteriores ocupen el mismo sitio que Santa Anna, lo que había sido un racimo de dichos se convirtió en uno de hechos.
Sobrevino la cascada con la que tanto se había amenazado: deportaciones masivas, detenciones ilegales que, gracias a jueces afines al presidente, se convirtieron en legales, anulación de partidas presupuestales específicas, desaparición de traductores en juzgados y centros de detención, multiplicación de jaulas para adultos y niños —donde ni siquiera se permite que los hijos compartan espacio con los padres—, desconocimiento del español como segunda lengua oficial en cientos de pueblos y ciudades, restricciones escolares, de servicios de salud e, incluso, embargos de propiedades y cuentas bancarias.
Todo esto, además de la insistencia diaria sobre el muro y la multiplicación de los señalamientos racistas, porque claro, junto a las políticas públicas, la retórica —que ha servido a Trump para esconderse de los problemas durante todo su mandato— continuó viva: todo lo que pasa es culpa de ellos. El presidente no dejó de ser candidato: es problema de los otros, de los bárbaros del sur, de esos que vinieron a destruir la América blanca: ellos son los criminales, los que traen las drogas, los que destruyen a nuestros niños.
Por debajo de las políticas racistas —la detención y encarcelamiento de latinos se ha elevado un 38% durante los últimos tres años—, la farsa continuó todos los días. Pero, desgraciadamente, al revés de lo que dice la vieja sentencia, ésta terminó por repetirse en forma de tragedia. ¿Por qué? Porque muchos de los que votamos por AMLO y por su partido, aunque lo hiciéramos sin estar del todo convencidos, también lo hicimos para que nunca más se repitieran errores como el de darle a Trump una baza electoral.
Para que no se reciclara, pues, el tremendo error de permitirle a nadie convertirnos en su caja registradora de votantes. Pero resulta, trágicamente, que ha pasado de nuevo: cuando Trump se vio abajo en las encuestas, a tres semanas de lanzar su campaña de segundo término, el presidente y candidato republicano amenazó a nuestro país con aplicar un 5% de aranceles a la mayoría de nuestros productos, si no éramos capaces de contener la migración que llega a los Estados Unidos.
Esta solicitud, que debe llamarse por lo que es: una amenaza, sin embargo, no resultó, en un principio, como Trump deseaba: por el contrario, puso a su propio partido a jalarse los cabellos: nadie ha estado, históricamente, tan en contra de los aranceles como los republicanos; unos aranceles que, además, según la mayoría de los economistas del país vecino, jugarían en contra de la economía de su país antes que de la nuestra: no es lo mismo aplicar aranceles a China que al país donde compras la mayor parte de materias primas de tu industria, donde está la mayoría de tu maquila y donde se siembra parte importante de tu canasta básica.
Desgraciadamente, el Gobierno mexicano, después de una primera reacción digna y soberana, en forma de carta, reaccionó como Trump esperaba, deseaba y necesitaba. Y tras esta reacción, marcada por la ansiedad y una visión cortoplacista, es decir, tras la capitulación que debió ser valentía, no por ser irresponsables sino por todo lo contrario, Trump triunfó: evitó los supuestos aranceles al tiempo que se presentaba como un político que consigue lo que quiere. Otra vez, las encuestas, que lo colocaban por debajo de sus rivales, lo elevaron por encima incluso de Jon Biden.
Pero dejemos a Trump y hablemos de nosotros: la verdad es que AMLO y sus negociadores, encabezados por un canciller que parecería actuar más como candidato precoz que como funcionario, no solo han reciclado la farsa como tragedia, perdiendo una oportunidad histórica para nuestro país, han hecho algo aún más grave: han traicionado al pueblo. Y es que debe quedar claro que Trump no solo exige detener centroamericanos, también demanda la detención del flujo mexicano.
Aunque nadie quiera verlo, un Gobierno extranjero ha solicitado la detención, a nuestro país, de nuestros conciudadanos, no solo de nuestros hermanos de lengua, identidad y vida cotidiana. Y ahí está la Guardia Nacional —contraviniendo, además, las funciones para las cuales fue creada—, lista para cumplir con lo que se le ha demandado, sin darse cuenta de que cada detenido, cada imagen que muestre a un soldado —lo dijo AMLO: sí son soldados— sometiendo a un migrante es un voto más para Trump.
Visto lo anterior, casi está de más añadir que la repetición de la tragedia lo es también por otros asuntos: el Gobierno mexicano ha dejado claro que, durante los últimos seis meses, no hizo sino mentir a todos los migrantes que llegan a México.
Demasiado pronto se pasó de las visas humanitarias, el libre tránsito y el apoyo a albergues, a los dichos del canciller Ebrard: “No queremos que atraviesen nuestro país”.
Con razón, Tonatiuh Guillén renunció al INM: lo contrataron para que ayudara a los migrantes y le acabaron pidiendo que los encarcelara.
Así, ni sorprende que su sucesor, antes, estuviera encargado de las cárceles mexicanas.
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