Milos Zeman de República Checa le cuesta nominalmente a sus ciudadanos 12,258 dólares al año. Sebastián Piñera de Chile, $190,466. Emmanuel Macron de Francia, $207,962. Vladimir Putin de Rusia, $146,068. Jimmy Morales de Guatemala, $220,555. Mauricio Macri de Argentina, $130,620. Andrés Manuel López Obrador de México, $68,472 dólares anuales.
Por supuesto, lo que nos cuesta un presidente es mucho más que su sueldo nominal; si no, pregúntenle a Emmanuel Macron, cuyo maquillaje pasa factura al contribuyente francés por un total de 26 mil euros por trimestre (según publica el semanario Le Point). El costo real incluye, entre muchas otras cosas, comidas, viajes, ropa, seguridad privada, vehículos y —penosamente— malas ideas, traducidas en muy costosas políticas públicas.
Pero el punto con el costo nominal o real sigue siendo el mismo: ¿es mucho?, ¿es poco?, ¿es justo?, ¿es sustentable?, ¿es congruente? ¿Cuál sería el parámetro correcto para establecer lo que nos debe costar un presidente?
Por ejemplo, ¿por qué Lee Hsien Loong, primer ministro de Singapur, percibía 1,700,000 dólares al año, mientras que Barack Obama, presidente de Estados Unidos, solamente ganaba 400 mil dólares?
¿Por qué Evo Morales, de Bolivia, gana 11 veces más que el salario mínimo de su país; mientras que la paga de Sebastián Piñera de Chile se multiplica por 33.6, la de Jimmy Morales de Guatemala por 50 y los honorarios de Peña Nieto ascendían a 102 veces más?, o ¿por qué el sueldo de Rajoy es la mitad del que fue el de Bachelet y el de Peña Nieto? ¿Por qué AMLO ha reducido su sueldo en un 60% y por qué Donald Trump decidió recibir solo un dólar de los 400 mil que le correspondían al año?
¿Cuál es la lógica? ¿Cuál es el valor para definir el costo del presidente de la República?, ¿de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación?, ¿de los legisladores?, ¿de los funcionarios públicos federales, estatales y municipales?
¿El referente debería ajustarse en función del salario mínimo de cada país?, ¿de su producto per cápita?, ¿de su producto nacional bruto?, ¿de los diferenciales socioeconómicos de desigualdad o de pobreza?, ¿de pagos similares a los colegas de la misma región?, ¿de la inteligencia de los legisladores o de los caprichos de los gobernantes?
Es muy complejo diagnosticar el precio sombra o precio social de nuestros presidentes. No existe un mercado en condiciones de competencia perfecta que refleje los costos sociales, privados y de oportunidad. Ello ha provocado que el debate en la materia sea poco serio, equívoco y hasta esquizofrénico.
Yo le pregunto estimado lector: ¿Cuál es el precio que estaría usted dispuesto a pagar por que el número de secuestros se acercara a cero?, ¿por que el nivel de corrupción fuera “el óptimo”?, ¿por que nuestra educación fuera la más competitiva del mundo o por que pudiéramos transitar por las calles libremente, sin miedo y con seguridad?
Una verdadera transformación debe poner los caballos por delante de las carretas (y no viceversa como se ha venido haciendo).
Para ello no debemos de olvidar que los servidores públicos son los empleados de la ciudadanía, quienes con sus contribuciones fiscales (impuestos, aportaciones, contribuciones de mejora y derechos) pagan sus funciones (y a veces, disfunciones).
Debemos reiterar que los funcionarios públicos deben servir y no servirse. Ofrecer resultados y que su sueldo se calcule en función de los buenos o malos resultados que logren. Es momento de que el servidor público reciba grandes “bonos” por entregar cuentas positivas y que sea despedido por lo contrario.
En suma, el tema no es solo de forma y de demagogia política. El tema es de fondo. No hay presidente más costoso que el burdo e ineficaz (aún cuando se autopague un dólar anual por su “trabajo”). Ni más barato que el que nos brinde prosperidad incluyente y paz pública. Un presidente nos debe costar lo que vale en productividad y bienestar para el país. En resultados.
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