Juan Carlos Ramírez Abadía va sobrado de orgullo. Siempre habla con el “mi” por delante. El siniestro narcotraficante colombiano, conocido en el mundo de la droga como Chupeta, alardea de que su cocaína era la mejor del mercado. “Óptima calidad”, precisó en el testimonio ante el tribunal federal en Brooklyn donde se procesa al capo mexicano Joaquín El Chapo Guzmán. Pero para que el producto ilícito pudiera llegar al consumidor final necesitaba contar con una estructura perfectamente afinada para transportarlo, distribuirlo y recaudar los beneficios en la forma de capitalismo más salvaje y cruel imaginable.
Solo hay que fijarse en el rostro de Chupeta, de 55 años de edad, para entender que era un verdadero camaleón. El antiguo jefe del cartel del Norte del Valle tiene la cara completamente desfigurada tras las múltiples operaciones faciales que tuvo que hacerse para escapar de la justicia. A esa misma transformación vampiresca sometió a su negocio, hasta el punto de que describió la industria del narcotráfico como una ágil empresa en constante evolución para adaptarse a las condiciones de trabajo.
El cambio de táctica era una cuestión, explicó, de maximizar a la vez el beneficio y de garantizar su supervivencia. Ramírez Abadía fue uno de los líderes del negocio de la droga más violentos. Ordenó, en sus propias palabras, más de 150 asesinatos de rivales que se ponían en su camino y conservar así su poder. En menos de dos décadas pasó de la nada a vender más de 500 toneladas de cocaína en Estados Unidos, que movía principalmente a través del cartel mexicano de Sinaloa.
Chupeta empezó a trabajar con El Chapo porque era el más rápido y efectivo en ese momento. “Él buscaba la mejor calidad”, explicó. Eso fue a comienzos de los años noventa, tras un primer encuentro en un hotel de Ciudad de México. Les llevó dos meses definir el operativo. Guzmán le pidió a cambio una cuota del 40% por transportarle la mercancía hasta Los Ángeles. “Era más caro que los otros”, explicó, “pero garantizaba la protección de los cargamentos y de mis empleados”.
Ramírez Abadía se consideraba todo un empresario y un gran negociador. Entendió que la seguridad tenía un coste que debía pagar. El primer envío le llegó en menos de una semana, cuando el resto le hacía el trabajo en un mes o más. “No lo esperaba”, admitió. Esa droga se vendió en un 90% en Nueva York. Chupeta explicó como manipulaba el mercado para tener un mayor control. “Muchas veces la guardaba para que subiera el precio y obtener un mayor beneficio”, dijo.
“Invasión”
Llevó la innovación al transporte para evitar que le interceptaran los envíos. Empezó mandando aviones desde Colombia hasta México. Llegó a enviar hasta 14 aviones cargados con cocaína en una sola noche hacia pistas clandestinas, donde El Chapo tenía un equipo esperando formado por personal de descarga y tanques de queroseno para reabastecer las aeronaves. El trasiego llegó a ser de tal escala que los funcionarios que tenían a sueldo les comentaban que parecía una “invasión”.
En ese momento las autoridades estadounidenses y colombianas empezaron a estrecharle el cerco, así que para evitar los decomisos ideó con los capos del cartel de Sinaloa modificar el método para transportar la droga hasta México utilizando barcos pesqueros que navegaban en aguas del Pacífico. “Nadie las había utilizado antes”, explicó, “era una vía virgen”. Para demostrar su confianza en la nueva estrategia cargó un barco con 10 toneladas de cocaína. Después ideó hacerlo con semisubmarinos.
Juan Carlos Ramírez y Joaquín Guzmán entraron en contracto gracias a Ismael El Mayo Zambada, el actual líder del cartel de Sinaloa. Jesús El Rey Zambada, su hermano, también detalló en su testimonio la compleja estructura logística de la empresa. Controlaban todos los movimientos al detalle. La cocaína se clasificaba por origen y calidad en almacenes de Ciudad de México. Y se estableció una contabilidad rigurosa para seguir los pagos, incluidos a los sicarios y periodistas.
Llegó un momento en el que los arreglos mediante la corrupción con las autoridades colombianas y mexicanas dejaron de funcionar, lo que elevó el riesgo para el negocio. “Las incautaciones son la mayor tragedia para un traficante”, admitió. Chupeta, dice, ya era “súperrico” cuando las fuerzas del orden le pisaban los talones. Así que decidió de nuevo cambiar de táctica anticipando su arresto y desmontó toda la estructura de distribución en EE UU.
Entre bastidores
En lugar de enviarla hasta el mercado estadounidense, pensó que podría evadir la justicia vendiéndola directamente en altamar al cartel de Sinaloa. “Quería actuar entre bastidores”, explicó, “iba a ganar menos dinero pero pensé que así tendría menos problemas con las autoridades de EE UU”. Chupeta acabó abandonando Colombia. Operó desde Venezuela y después desde Brasil, donde fue arrestado en 2007 y de donde fue extraditado un año después.
El FBI estima que el 60% de la cocaína en el país llegó a ser suya. Ahora forma parte del programa de protección de testigos en EE UU, donde reside, y es uno de los principales cooperantes en la causa penal contra El Chapo. Las autoridades colombianas le confiscaron bienes por un valor superior a los 1.000 millones de dólares, incluidos cuadros de Botero. Con su testimonio corroboró la descripción que hizo también Miguel Ángel Martínez, alias El Gordo, sobre la estructura del cartel mexicano, del que fue gestor.
fuente.-Diario Español/
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