Todos los escenarios negativos que Enrique Peña Nieto y su gabinete de seguridad intentaron evitar, minimizar o controlar se han complicado, se desmoronan y colocan al presidente, a sus colaboradores y a los ciudadanos entre la espada y la pared.
Las estadísticas extraoficiales, las de un sector de la escasa prensa crítica, hablan de más de 64 mil homicidios cometidos en los primeros tres años del mandato peñista.
Los números oficiales, los del INEGI, los de Gobernación, los del CISEN, los de la Presidencia de la República, mencionan poco más de 54 mil muertes violentas. Para el caso es lo mismo, por abismal que sea la diferencia; la situación está fuera de control.
El tráfico de armas, de municiones, de cargadores, de granadas, de equipo táctico y de toda clase de materiales de guerra es incesante de norte a sur.
Lo mismo ocurre con el trasiego de drogas y el flujo de dinero que alimentan desde México y Sudamérica la glotonería enfermiza de los norteamericanos en sus calles y en sus instituciones financieras.
La captura de capos históricos o su eliminación física en nada ha detenido o alterado el negocio del narcotráfico en México y sus consecuencias en territorio estadunidense. Las misiones cumplidas y sus discursos sólo tienen valor mediático.
La trata de personas, la extorsión, el cobro de piso, los secuestros y la proliferación de grupos delictivos están bajo control y a la baja únicamente en los discursos y cifras oficiales.
Enviar más tropas, colocar nuevos mandos, mandar a más generales y construir nuevos cuarteles en Guerrero no ha disminuido en nada la violencia, porque ésta tiene orígenes y naturaleza complejas e históricas no resueltas.
Acapulco y otras ciudades del estado viven la pesadilla de la descomposición institucional y el asedio de la delincuencia como resultado de una dinámica de retroalimentación y desgaste político y social no atendido.
Los datos desnudan la ineficacia del gobierno, de sus estrategias, de sus herramientas y de sus alcances no para solucionar en un sexenio el tema de la inseguridad, sino para sentar las bases, sólidas, creíbles, reales, atendibles, que posibiliten salidas a largo plazo (las únicas reales) en esta agenda cada día más complicada y compleja.
A Peña Nieto y a su gente (y a todos los mexicanos) el tema de la inseguridad se nos fue acumulando pero no de manera silenciosa y lenta.
Los miles de muertos y desaparecidos, los cientos de miles de desplazados, estallaban en nuestras manos, en las calles, en los basureros, en las notas de primera plana, en los espacios noticiosos, en los recuadros e infografías que iban relatando –al principio de la masacre– el tamaño de la tragedia.
Luego, con el regreso del régimen priísta, volvió también la censura o la censura consensuada (en algunos muchos casos) y se pactó que la carnicería fuera relegada, que no se hablara más de ella para no invocarla, para no ensuciar con estridencias a un México que, más que moverse, se estremecía.
Peña ignoró el tema pensando que negarlo y acomodarlo en un anecdotario administrado mediante pactos con la gran prensa nacional, bastaría para darle el tiempo suficiente de cuajar las reformas que lo harían trascender sobre sus antecesores.
Ni una cosa ni la otra.
El tamaño de la debacle en materia de seguridad es apenas descriptible. Haber enviado a la congeladora el tema ha significado retrasos graves, tal vez insalvables, como la atrofia en la reforma policial, el enredo en la aplicación de las reformas penales, la degradación misma del sistema carcelario (la fuga del Chapo Guzmán es un descarnado y cínico ejemplo del fenómeno de la corrupción rampante), el interminable y explosivo clima de violencia que permea a estados como Guerrero, Michoacán, Chiapas, Veracruz, Tamaulipas, Sinaloa, Nayarit, Colima, Estado de México, Quintana Roo, Coahuila, Zacatecas y Chihuahua, por mencionar algunos.
Hablar menos del tema, maquillar cifras, acomodar conceptos y recategorizar fenómenos no detuvo el problema, no disminuyó la expansión del crimen, no recompuso ni limpió a la las instituciones afectadas; sólo sirvió para acomodar el polvo y la basura debajo de una alfombra que desde hace tiempo no oculta los excesos y aberraciones del sistema.
Uno de los excesos y aberraciones es el de seguir creyendo con fe ciega que militarizar y navalizar la seguridad no sólo es un principio de autoridad básico y urgente, sino que es también deseable y efectivo para controlar el problema de la criminalidad. Nada más falso y peligroso.
Está plenamente demostrado que la llegada de militares y marinos al frente de corporaciones policiales como cabezas de sector y responsables de estrategias regionales anti crimen, ha sido un rotundo fracaso. Los casos de Chihuahua, Sinaloa, Veracruz, Tamaulipas, Coahuila, Michoacán y ahora Guerrero, son perfectos botones de muestra.
En el imaginario presidencial persiste la idea retrograda de la saturación de fuerzas en escenarios de crisis como vía de control y camino al reajuste a través del uso de la fuerza como ultima y principal razón. Más policías, más militares, más gendarmes para dar mayor seguridad. Falso también.
Tal propuesta, tal perspectiva sólo se traducirá en mayores violaciones a los derechos humanos, en mayor divorcio entre la población y sus fuerzas armadas y policiales, en mayor desgaste y desprestigio, escenarios que ya fueron vividos hace apenas un sexenio con desastrosos resultados para todos.
El régimen va en declive. La crisis económica lo hace chocar aquí y allá contra obstáculos que escapan a su control.
Las agendas ocultas que eran administradas con cierta eficacia para no desequilibrar el buen paso de las reformas transexenales, emergen sin maquillaje; la inseguridad no fue atendida como se debía, las voces que exigían ser escuchadas para encajar en el esquema fueron ignoradas, las fórmulas, las viejas fórmulas para contener el problema siguen vigentes: Militarizar, enviar más tropas, construir más cuarteles, colocar más generales, acceder a mas agendas, expandir controles, incidir más en el diseño de políticas de seguridad, asumir más funciones en materia policial servirá para modificar la percepción de inseguridad por la vía de la presencia fuerte de un Estado intolerante, pero nada más.
El problema, los problemas de fondo nunca han encontrado solución de esta manera.
Más bien, al contrario.
Fuente.-LaSillaRota
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