¿Por qué el país no llora a los desparecidos de Tierra Blanca como a los de Iguala? Quizá porque el número sí impacta: 43 es un camión completo; cinco caben en un Volkswagen. O porque los jóvenes de la Normal de Ayotzinapa están más organizados y tienen más voz.
Quizá simplemente porque a este país ya se le acabaron las lágrimas, la capacidad de asombro, las fuerzas para luchar. Lo que pasó en Tierra Blanca, Veracruz, tiene tantas coincidencias con lo sucedido en Iguala que lo que extraña es que sea tratado de manera tan distinta.
Los casos de Iguala y Tierra Blanca están hermanados por tres condiciones: la falta absoluta de confianza en las instituciones estatales; gobiernos envueltos en escándalos de corrupción y, la peor, policías municipales entregados al servicio de grupos del crimen organizado. En los últimos nueve años han desparecido más de tres mil personas en Veracruz, según fuentes oficiales; más de cinco mil, de acuerdo a organizaciones no gubernamentales. En el mejor de los casos es uno diario. Han asesinado periodistas y activistas de derechos humanos más que en ningún otro estado del país. Lo inexplicable, como bien planteaba Roberta Garza el martes pasado, es que el Gobernador Javier Duarte siga en su puesto. Ambos deberían ser procesados e investigados, pero en México para los políticos el único castigo es el destierro del paraíso.
No hay lucha posible contra el crimen organizado mientras no se toque a la estructura política que lo sustenta. De nada sirve atrapar una y otra vez a “El Chapo” (y construir hermosas telenovelas para regodeo del respetable con actores como Sean Penn y Kate del Castillo reeditando Camelia la Tejana reloaded) si no se toca a la clase política, al sistema judicial y a la estructura empresarial que permite, protege y da vida a estas organizaciones. Guzmán Loera ha ido tres veces a la cárcel y nunca ha llegado detrás de él un solo político, jefe policiaco, un empresario o alto mando militar. En la narrativa gubernamental, da igual que el gobierno sea panista, priista o perredista, los malos son elementos químicamente puros y perfectamente aislables, como si se tratara de tumores adheridos a la nada y no de un cáncer surgido de la propia sociedad, alimentado y protegido por el poder.
Lo terrible de Iguala y Tierra Blanca no es solo la desaparición de los jóvenes. En pocos casos como en estos podemos ver la mano de las instituciones del Estado manejadas por y manejando a el crimen organizado; al poder político que está al mismo tiempo detrás y a merced de los grupos criminales; un verdadero viaje al centro de la impunidad.
Fuente.-SinEmbargo
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