- El crimen en nuestro país tiene un doble rostro: el que viene de las organizaciones criminales y se denomina delito, y el que viene del Estado y se denomina violación a los derechos humanos.
MEXICO D.F 06/Oct/2014 Esto último fue, en el fondo, lo que motivó a Felipe Calderón a entrampar la Ley General de Víctimas en una controversia constitucional durante los últimos meses de su mandato. No quería aceptar –aún se niega a hacerlo– el crimen de Estado. La ley se promulgó, sin embargo, a comienzos de la administración de Enrique Peña Nieto. Pero el gobierno, cada vez que se refiere a ella, la reduce al delito.
En medio de los 100 mil muertos, de los 30 mil desaparecidos, de los cientos de secuestrados y de las constantes y graves denuncias de los organismos nacionales e internacionales por las violaciones a los derechos humanos, no sólo no sabemos todavía cuántos de esos crímenes corresponden al Estado, sino que los gobiernos, que administran a éste, continúan negándolos o endilgándoselos a la delincuencia con la que conviven casi de manera natural.
México vive así –se ha dicho muchas veces– un Estado fallido, un Estado penetrado, un Estado delincuencial o un narcoestado. Sea lo que fuere aquello que esas tipificaciones no logran todavía definir, en realidad se trata de una nueva forma del totalitarismo, o de esa “dictadura perfecta” a la que un día se refirió Mario Vargas Llosa.
En su libro Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben señala que la finalidad última de Auschwitz y de los campos de concentración nazis no era el asesinato masivo que en ellos se practicaba, sino la creación de un género de ser humano que el argot concentracionario llamó “musulmanes”; tal vez –dice Agamben entre las varias hipótesis que plantea para tratar de entender el epíteto– porque en el imaginario de la época el “musulmán” era un ser fatalista, un ser sometido a un destino ciego, a un determinismo.
Esos seres que, a fuerza de brutalización, habían perdido cualquier dignidad, se convertían en una especie de animales tan dóciles que podían usarse para cualquier cosa. Eran absolutamente explotables. Jamás se resistían a nada. Agamben vio en ellos una continuación de la figura de “el hombre sagrado” –hombres a los que, en el derecho arcaico romano, el Estado no protegía y cuya tortura, asesinato o explotación no constituía un crimen en el sentido de la ley–. Vio también en ellos una de las condiciones, a mayor o menor grado, de la existencia del Estado, que en sí mismo reúne la soberanía –el poder de destruir la vida, el uso legítimo de la fuerza– y el gobierno –el conjunto de dispositivos o de instituciones para gestionarla.
En México, tanto el delito, que el Estado dice perseguir pero que no castiga o lo hace de manera selectiva, como la violación de los derechos humanos, que el Estado niega, parecen ir en la misma dirección de la construcción del “musulmán” de Auschwitz. El delito, las cruentas y espantosas dimensiones que en México ha adquirido, y su sistemática impunidad, han ido acostumbrando a una gran porción de mexicanos a vivir en una dócil indefensión. Lejos de protestar, muchos comienzan a ser indiferentes ante el crimen que otros padecen, y, por lo mismo, a aceptar fatalmente que un día también se les asesine, secuestre, torture, desaparezca o extorsione impunemente. La abdicación del Estado a su deber de protegernos bajo instituciones y programas mientras duremos con vida, ha ido creando la percepción, en muchos de nosotros, de que vivir es estar sometido a la fatalidad, al “así son las cosas”, al “ni modo”, al “qué le vamos a hacer”.
Por otro lado, la violación de los derechos humanos parece dirigirse a quienes se niegan a aceptar la situación. Quien se revela a la indefensión que producen el delito, la impunidad o el abuso de poder, es, en muchos casos, criminalizado y sometido a dosis de confinamiento, de aislamiento y de tortura, a veces física, a veces psicológica. Los casos de José Manuel Mireles y de sus 383 autodefensas, en Michoacán; el de Nestora Salgado, en Guerrero, y el de Mario Luna, en Sonora, por nombrar sólo los más sonados mediáticamente, lo expresan bien. Todos ellos se rebelaron ante la indefensión. A todos ellos también se les fabricaron delitos para cubrir la violentación de sus derechos. Su confinamiento y su reducción a una condición criminal guarda un mensaje: o aceptan vivir en la indefensión y de manera dócil como todos, o los obligamos a ello.
Esta forma del totalitarismo o de la dictadura es nueva en su apariencia, pero no en su naturaleza. Es una forma inédita de la violencia de Estado que ha perdido la máscara ideológica de su razón de ser. La maquinaria estatal de México, que en sus órdenes institucionales pretende –es lo que nos dice todos los días– regular de manera racional y legal los conflictos, se revela cada día más compatible con una violencia extrema de nuevo cuño que día con día borra los logros del proceso civilizatorio y nos va convirtiendo en materia esclava o en animales de rastro. El Estado en su debacle va dejando de ser un aparato jurídico y político para convertirse en una máquina de sumisión y destrucción sometida a imperativos ya no políticos, como en el nazismo, el sovietismo o las juntas militares, sino absolutamente económicos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.