El presidente López Obrador no se cansa de despotricar contra los “36 años de neoliberalismo”. Sin expresarlo abiertamente, ofrece su admiración por los sexenios que concluyeron en 1976 y 1982. Si José López Portillo se proclamó el último presidente de la Revolución Mexicana, quien ahora ocupa esa silla se ubica en un plano superior: AMLO se considera el igual de aquellos que gestaron Independencia, Reforma y Revolución, el artífice de la Cuarta Transformación.
López Obrador cree entender la película que vivió de cerca como adulto (cumplía 29 años cuando JLP terminaba su desastroso sexenio). Comparte el rechazo echeverrista hacia el sector privado, la pasión lopezportillista por el gasto público. Con las mayorías en las cámaras, como ellos tuvieron, doblega las leyes cuando éstas le estorban. Tiene una clara visión sobre lo que debe ser México, y no duda en seguir la ruta trazada en su mente.
López Obrador no sólo cree que su ruta es la correcta, rechaza a los que la cuestionan. Aquellos que no están de acuerdo con sus ideas son neoporfiristas fifís que se parapetan tras papeles y un escritorio. Son producto de la educación privada o, peor, de escuelas extranjeras que enseñen malas mañas. Porque nadie como él ha recorrido México, desde sus ciudades hasta sus rincones más marginados. Porque es imperativo ver la pobreza en la cara, y en forma repetida, para poder hablar de mayor bienestar. Los modelos económicos no entienden el hambre.
No deja de ser irónico que un apasionado de la historia obligue al país a la tragedia de repetirla. Porque la película del estatismo ya la vimos, y no tuvo un final feliz. López Obrador no entiende que la crisis que vivió a partir de 1983 fue por el desastre acumulado hasta 1982. No sabe que la política económica que tiene como eje al libre mercado fue una respuesta ante el colapso.
El presidente ordena, ignorando o haciendo caso omiso de las consecuencias. Manda aumentar la producción petrolera, creyendo que el gobierno puede hacerlo más rápido y a menor costo que las multinacionales privadas. Ordena construir una refinería, al parecer ignorando las astronómicas pérdidas financieras acumuladas por Pemex Refinación. Espera, igual, producir gasolina con mayor eficiencia y más barata que aquella que se produce en el Golfo de Estados Unidos. Una visión errada, pero que sus funcionarios comparten y siguen con entusiasmo. No se trata de dinero, sino de soberanía. Se trata de gritar con orgullo que México es autosuficiente, la dignidad nacional no es un elemento contable.
Pero contra esa pared se estrellaron Echeverría y López Portillo: los recursos no multiplican por decreto. El gobierno no es buen administrador ni el petróleo es palanca de desarrollo. No es una cuarta transformación ni será preámbulo de mayor bienestar, sino de un retroceso que ojalá no sea tan grave como el que abrió las puertas al “neoliberalismo”. Un retroceso producto de creencias sin sustento, pero con poder.
fuente.-Sergio Negrete/(imagen/internet)
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