Queridos todos: A raíz de mi “Tercera carta a Andrés Manuel López Obrador” hubo un sinnúmero de ataques y de violencia verbal de parte de ustedes, incluyendo el presidente, hacia mi persona, las víctimas y la ciudadanía que las palabras de esa carta representan en su llamado a detener la violencia y fortalecer las regiones y las autonomías indígenas.
Lo lamento. Es señal, quiero creerlo así, de que en medio de tanto ruido, no la leyeron con atención. De lo contrario sería señal de ceguera ideológica o de analfabetismo funcional que debe preocuparles, porque ambas, lejos de distinguir, de aclarar, de precisar, ahondan y abonan a la violencia. No quiero pensar con Bertolt Brecht que hemos llegado hoy en México a esos tiempos terribles en que hay que defender lo obvio.
No sé de dónde, en toda esa carta, el presidente y ustedes pudieron inferir que soy su enemigo, que pertenezco a esa anacrónica y violenta clasificación de “conservador” o “fifí”, que quiero sentarlo “en el banquillo de los acusados” y, lo peor, que soy un defensor de la política de las balas y de la sangre. “No se trata –escribí en esa carta, citando a Jacobo Dayán–, de cuántos balazos o cuántos abrazos hay que dar para detener el horror. Las dos estrategias están equivocadas. Se trata de saber cuánto Estado se necesita para construir la justicia y la paz (…)”.
Mentir, ocultar la verdad y malversar la palabra no sólo es, decía Platón, un crimen contra la lengua; daña también a las almas.
Yo nunca he pertenecido a partido alguno. He sido siempre un crítico del poder, de sus traiciones y sus desmesuras. Desde 2011, en que a raíz del asesinato de mi hijo Juan Francisco salí a caminar con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, no lo he hecho para beneficio de ningún partido, sino de las víctimas de este país ensangrentado y humillado por los criminales y la corrupción de la clase política.
Al pasado, enquistados aún en el Estado y en empresas, hay que traerlo al presente con la verdad para juzgarlo, y no utilizarlo para difamar a quienes lo único que buscamos es la paz y la justicia. México –repito palabras de mi tercera carta a AMLO–, la casa de todos, está en llamas, ensangrentada, secuestrada por la injusticia, el crimen y violencias de todo tipo y yo no dejaré de llamar a la nación a apagarla, a sanarla de sus llagas, a limpiar sus calles de sangre y a hacerla digna.
A los gobiernos –sean de la ideología que sea– hay que empujarlos a realizar lo que prometieron o a encarar sus traiciones. Cuando la ciudadanía se une para hacerlo, los gobiernos reaccionan y retoman sus compromisos –la democracia no termina en las urnas, allí empieza–. A los criminales hay que decirles, tomando de la mano a nuestros hijos e hijas y caminando juntos por nuestras calles, nuestras carreteras, nuestros recintos, que este país es nuestro, que ésta es nuestra casa y que no permitiremos que la conviertan en un rastro.
En estos momentos, donde continúan matándonos, secuestrándonos, asesinándonos, despareciéndonos de formas cada vez más viles, en que la patria está arrasada, no es tiempo de ponerse del lado de quienes hacen la historia bajo el peso de la violencia, como afirmaba Camus, sino de quienes la padecen; tiempo de estar a la altura de lo que nos sucede; tiempo de detener el horror por encima de cualquier cosa; tiempo de rescatar el presente de los que hoy están aún con nosotros para salvar su futuro y el del país.
La caminata, la marcha, la peregrinación, como quieran llamarla, a la que convocamos para enero –diremos en su momento la fecha y el cómo– no es, por lo mismo y como algunos de ustedes, malversando mis palabras, suponen: una protesta. Es un llamado al presidente López Obrador a que una a la nación y retome la agenda de paz y justicia con la que se comprometió como prioridad de la nación; es un llamado a él y a cada uno de nosotros para que dejemos de insultarnos, descalificarnos, difamarnos, confrontarnos, polarizarnos. Es también una propuesta –abandonada por el presidente– de una política de Estado prioritaria y sustentada en la Justicia Transicional que muchas organizaciones trabajaron con la Secretaría de Gobernación y a la que –no sabemos por qué– la propia Segob dio la espalda; una justicia que implica una gran Comisión de la Verdad y un mecanismo extraordinario de justicia que teja las instituciones del Estado creadas para ello y que hoy están dispersas, abandonadas, cuestionadas, poco claras: el Sistema Nacional de Atención a Víctimas, el Sistema Nacional de Búsqueda, la CNDH, las policías y los programas sociales de la Presidencia. Respaldarse en un modelo de seguridad militarizado es insistir en el mismo error del pasado.
No normalicemos la violencia, no la justifiquemos en nombre de nada. “En tiempos de desorden –escribió Bertolt Brecht–, de confusión organizada, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer normal ni imposible de cambiar”. Nos vemos en el camino.
Querido presidente: me alarma que al descalificarme hayas dicho: “¡Qué flojera!” e: “Imagínense que voy a estar esperando aquí y la prensa conservadora, fifí, y, nuestros adversarios, dándose vuelo… yo haciéndole el caldo gordo a los conservadores ¡El gran encuentro! ¿Cuántos días de notas en la prensa fifi, sobre la marcha y el encuentro para que me sienten en el banquillo de los acusados (las cursivas son mías) y todo México se dé cuenta ¡Qué barbaridad! Vilipendiado el presidente, hasta que alguien le dijo sus verdades”.
Las primeras palabras recuerdan el “Ya me cansé” pronunciado el 7 de noviembre de 2014 por Murillo Karam ante el sufrimiento de la tragedia de Ayotzinapa. Las siguientes se parecen a las que Díaz Ordaz consignó en sus memorias imaginando lo que hubiese sucedido de haberse dado el diálogo público que pedía el Comité Nacional de Huelga la noche del 27 de agosto de 1968: “Y en este ambiente de desaforados, el presidente de la República sentado en el banquillo de los acusados, contestando preguntas y aguantando injurias y burlas (las cursivas son mías). Después vendría la presión física para que firmara algún documento”.
La lengua nunca es inocente y tu lapsus, presidente, es, por decir lo menos, desafortunado. México no es tu enemigo. Tu único enemigo, el enemigo de todos, el que nos quiere humillar, destruir y ver divididos, el que tiene ensangrentada y asolada nuestra casa, se llama violencia e impunidad. Únenos contra ellas, presidente. No te aísles, no te dejes aislar y escucha el sufrimiento y las propuestas hechas desde una patria que no puede soportar más fracturas y ya sólo tiene tiempo para la dignidad.
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