Pocos pueden presumir de un mejor septiembre que el de Roselyn Keo. Sin haberse puesto jamás delante o detrás de una cámara, ha tenido la oportunidad de posar en la alfombra roja de una premiere internacional, de copar los titulares de revistas y webs de medio mundo y acaba de lanzar su primer libro, The sophisticated hustler (La estafadora sofisticada). ¿Su talento? Cometer un crimen mediático y, sobre todo, querer contar hasta el último detalle del mismo.
El auge y posterior caída del grupo de strippers que timaron a algunos de los hombres más ricos y poderosos del sector financiero estadounidense llega ahora a la gran pantalla convertida en una de las películas que más expectación han levantado en los últimos tiempos. Jennifer Lopez y Constance Wu encabezan el reparto de Estafadoras de Wall Street (Hustlers), que se estrena el 22 de noviembre en España con rumores de Oscar para la artista latina y una crítica entregada. Una historia tan real como inverosímil que salió a la luz pública gracias a las confesiones de Keo (interpretada por Wu), recogidas por la periodista Jessica Pressler en New York Magazine. Calificadas como unas Robin Hood contemporáneas, así consiguieron estas mujeres poner en jaque a los peces más gordos del estanque de Wall Street.
Rosie, como prefiere ser llamada Roselyn Keo, es hija de unos refugiados camboyanos que llegaron a Estados Unidos en busca del sueño americano y que, como la mayoría, fracasaron en el intento. Con 17 años, la joven ya había abandonado el instituto después de que sus padres se marcharan del hogar familiar y la dejaran tanto a ella como a su hermano en manos de sus abuelos. Vivía en Nanuet, un pequeño pueblo situado a cuarenta minutos en coche al norte de Nueva York y trabajaba como camarera en una cafetería situada junto a un club de striptease. Animada por las propuestas de los empleados del local a los que servía café cada madrugada, Rosie decidió cruzar la calle, mentir sobre su minoría de edad y comenzar a bailar sobre una tarima facturando, solo en propinas, hasta mil euros por noche.
Keo no tardó en subir a primera división y convertirse en una habitual de los clubs más exclusivos de Manhattan, frecuentados por ejecutivos “infelices” del sector financiero dispuestos “a divertirse, emborracharse y pasarlo bien con las chicas”. En uno de los locales conoció a Samantha Barbash (a la que da vida Jennifer Lopez en el filme), una de las strippers más veteranas y demandadas de la escena neoyorquina. A tenor de las descripciones dadas por su aprendiz, la treinteañera conjugaba un cerebro digno de Wall Street con un cuerpo digno de Jessica Rabbit. Todas querían trabajar junto a ella para poder beneficiarse de su poder de atracción de clientes, teniendo en cuenta el hecho de que, al contrario que en la mayoría de clubs del mundo, aquí eran las propias chicas las que pagaban por poder trabajar en ellos.
“Las mujeres son valoradas, por encima de todo, por su belleza, y los hombres por su dinero, su éxito y su poder. Las normas que rigen un club son las mismas normas que rigen el mundo”. Lorene Scafaria, directora de Estafadoras de Wall Street, resumía así en la revista Time el músculo argumental de un filme que ha conseguido que los espectadores se identifiquen con unos personajes que enarbolan aquello de «Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón». Cuando Keo volvió a trabajar tras su baja maternal, la crisis financiera de 2008 había dejado notar sus devastadores efectos también en las tarimas. Ni la asistencia ni las propinas podían compararse con las conseguidas unos meses atrás. Por eso era tan importante la labor de atracción de clientes de Barbash (también conocida como Foxx), que para entonces ya se había retirado del pole dance para dedicarse por completo a las relaciones públicas. Su nivel de vida, sin la necesidad de bailar o mantener relaciones sexuales con los clientes, era un enigma para Rosie, que no dudó a la hora de formar parte del exclusivo círculo de confianza de la bailarina.
El sistema delictivo era siempre el mismo: una de las chicas quedaba con la víctima/cliente en cuestión para cenar con él, seducirlo y emborracharlo. El resto del grupo se unía después a la cita, llevándolo al club y ofreciéndole drogas para después exprimirle la tarjeta de crédito. Si alguno se mostraba reticente a dejarse llevar y participar en esta segunda fase, Barbash se encargaba de drogarlo contra su voluntad, ofreciéndole lo que ella denominaba como bebida especial, y que en realidad era una mezcla de cocaína, ketamina y MDMA. Si querían sexo, la propia Rosie contaba con un listado de prostitutas a las que ella misma había formado para asegurarse de que cumplían con el plan establecido. Las facturas de algunos clientes podían llegar a cifras cercanas a los 300.000 euros semanales. “¿De verdad era tan terrible que unos tipos de Wall Street se despertaran con deudas mientras algunas mujeres podían pagar su alquiler, pagar a la niñera y comprarse unos Louboutin?”, se pregunta hoy Keo, que ejercía como cerebro administrativo y contable de la estafa.
La stripper asegura que eran las propias víctimas las que, debido a su estado de drogadicción, les ofrecían los datos de sus cuentas bancarias, de la seguridad social y hasta “el apellido de soltera de sus madres”. Algunos clientes protestaron por los cargos realizados en sus tarjetas, pero terminaban callando por temor a que sus familias se enterasen de sus escapadas recreativas o que la atención de la prensa pusiera en peligro privilegiadas posiciones laborales. Durante años, la policía hizo caso omiso a las decenas de llamadas de víctimas que, sin pruebas reales, no parecían más que hombres arrepentidos por la juerga lujuriosa de la noche anterior. Los agentes antidroga que poco después desmantelarían la estafa aseguraron que tuvieron problemas para encontrar denunciantes, ya que algunos “se sentían avergonzados por haber sido timados por mujeres”.
En 2014, un hombre calificado como Fred en el artículo de Pressler se atrevió a ir a la policía tras encontrar en su cuenta un cargo por valor de 15.000 euros. Pincharon su teléfono, llamó a la joven con la que había pasado esa noche y consiguió que esta admitiera que lo habían drogado. Tras llegar a un acuerdo con la policía, fue la misma joven la que destapó todo el esquema criminal. A esa denuncia se le unirían otras tres más durante las semanas posteriores. En el mes de junio, las cuatro strippers y un cómplice, el manager de uno de sus clubs habituales, fueron detenidos y acusados de haber robado 180.000 euros en apenas cuatro meses.
Ni Barbash ni Keo pisaron jamás la cárcel. Sí lo hicieron las otras dos jóvenes bailarinas que formaban parte del núcleo de timadoras, teniendo que pasar únicamente fines de semana en prisión durante cuatro meses. Gracias al éxito del artículo de Pressler y su posterior adaptación triunfal para la pantalla grande, esta hija de refugiados camboyanos condenada por conspiración, hurto mayor y asalto, sonríe en la alfombra roja junto a una estrella del tamaño de Jennifer Lopez. En las entrevistas más recientes ya advierte de su potencial futuro profesional como criminal redimida e icono aspiracional. «Estoy pensando en que Jordan Belfort y yo demos charlas motivacionales juntos… Viendo El lobo de Wall Street me decía, ‘Yo soy la loba de Wall Street». Su aullido se escuchará ahora en las salas de todo el mundo.
Las estafadoras de Wall Street
 
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