Existe entre las y los expertos en temas de delincuencia una distinción “tradicional” en sus análisis, respecto de la estructura y lógica de la criminalidad en el país: se habla de la delincuencia común, por un lado, y de crimen organizado, por el otro.
La primera forma, se argumenta, tiene qué ver con delitos como el robo a transeúnte, el robo a casa habitación, el robo de autopartes, y otros delitos que atentan contra la familia o contra la libertad personal y la seguridad sexual, como la violación o el incumplimiento de responsabilidades familiares. La segunda, el crimen organizado, está dirigida al tráfico de estupefacientes, tráfico de armas, trata de personas, secuestro, extorsión, entre otros.
Pese a lo anterior, hay ciertas prácticas delincuenciales en las que la línea divisoria ya no es tan clara; y hay territorios en los cuales la delincuencia organizada literalmente organiza y administra a las formas más visibles del crimen. No es extraño pues, ver, en distintas regiones del país, que los ladrones de autopartes, son al mismo tiempo “halcones” del narco; y en ocasiones, al mismo tiempo “tiradores de droga”.
No es poco común, tampoco, que los “cobradores de piso” y extorsiones, sean al mismo tiempo quienes se dedican al robo en transporte público, al robo en casa-habitación o de plano, participan en actos delincuenciales mayores como la vigilancia de casas de seguridad o de “resguardo” de personas secuestradas.
A lo anterior debe agregarse el efecto de la corrupción policial; desde esta perspectiva debe subrayarse que no son pocos ni tampoco se trata sólo de “eventos aislados”, episodios en los que son las policías municipales, estatales, ministeriales y hasta elementos de fuerzas federales, quienes se dedican al “levantón” de personas (en sentido estricto es el delito de desaparición forzada), y su posterior entrega a grupos del crimen organizado, para quienes trabajan o con quienes mantienen pactos de impunidad y connivencia.
¿Hasta dónde y con qué profundidad se está dando este fenómeno?; ése es un asunto de Inteligencia policiaca y militar sobre el que ya deberían estar trabajando todas las autoridades del Estado; porque si ya “la superficie” del problema está a la vista de todos, la realidad podría ser mucho peor de lo que se percibe.
Quizá esto no sea tan evidente en las grandes ciudades; pero sí lo es ya en ciudades medias y pequeñas (donde hay menos de 100 mil habitantes), y en las cuales los delincuentes comunes constituyen la “primera frontera” de reclutamiento del narco, y en las cuales, organizacionalmente hablando, lo más eficaz y económico para el crimen organizado es controlar el mayor tramo posible de actividades ilícitas.
Hay regiones donde, por ejemplo, si bien el crimen organizado no ejecuta directamente cierto tipo de delitos, sí cobra lo que podría llamarse “licencias de trabajo”; es decir, los delincuentes comunes tienen que pagar una cuota al “jefe de plaza” del grupo delincuencial que controla la ciudad o la región para poder “trabajar”.
Lo anterior significa que las policías municipales, cuando no están cooptadas o infiltradas por el crimen organizado, están totalmente desbordadas; pues hoy, cuando enfrentan a un ladrón, en realidad podrían estarse enfrentando, sabiéndolo o no, a poderosas estructuras criminales.
¿Cómo explicar, si esto no estuviese ocurriendo así, que haya personas que han sido detenidas reiteradamente por la autoridad, por delitos como el robo, posesión y venta de drogas, lesiones, amenazas, etc., y meses después son capturados porque actuaron como matones sanguinarios?
Si todo esto es así, entonces la hipótesis relativa a que la gente delinque predominantemente por hambre o pobreza no se sostiene; tema de la mayor relevancia porque es la hipótesis de trabajo de la presente administración. Y dado que cada día hay más muertos y más violencia en las calles, bien valdría la pena explorar otras narrativas y explicaciones. En ello va en juego la vida de las personas y la viabilidad del Estado mexicano.
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