Esta es la historia de la vida —y la muerte— del Grillo. Cuando me concedió dos largas entrevistas en Apatzingán ya era notoriamente conocido como uno de los sicarios más despiadados de esta parte de la Tierra Caliente michoacana.
Gente cercana a él me lo describió como un “psicópata excepcional” quien, asesinando, había aniquilado la compasión dentro de él. Encarnaba la cara más fea del conflicto interno mexicano. Pero ésta no había sido la suya siempre. Su integración al crimen organizado sucedió apenas al alcanzar la mayoría de edad. Le dieron a escoger: integrarse o morir.
¿En qué momento, entonces, dejó de ser víctima, si es que alguna vez lo fue? ¿Dónde exactamente se ubica esa frontera invisible y porosa entre lo perdonable y lo que jamás podrá serlo? ¿Pudieron haberlo salvado medidas de intervención, de desmovilización? ¿A sus víctimas? ¿Merecía apoyo?
Sin dar respuestas, la historia del Grillo condensa las mismas preguntas incómodas que formarán un debate constante, quizás dominante, en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador: el perdón y el castigo. Debate en el que chocarán reclamos de justicia contra una visión funcionalista de la construcción de paz, y que pondrá a prueba la elasticidad moral de la sociedad mexicana.
Son las siete. La noche comienza a caer en el parque. Trae consigo una brisa que expulsa al calor, creando condiciones perfectas. Los primeros visitantes se han ido a cenar, pero varios aún disfrutan de lo que pinta como un domingo distendido. Hay movimiento: contracíclico, tímido.
El juego es el siguiente: caminas con tus cuates, en grupos de dos, tres, cuatro, alrededor de los bordes del parque. Las chavas hacen lo mismo, pero en sentido contrario. Forzosamente, los caminos se cruzan una y otra vez. Hay miradas cargadas de hormonas insatisfechas; la presión del deseo es alimentada por la incapacidad de articular. Una minoría afortunada logra darse la mano, compartir una banca, palabras de afecto, el ensayo de un beso, quizá. Rituales adolescentes, aquí y en incontables otras comunidades de la República.
Su juego, el del Grillo, es matar.
¿Por qué?
Tal vez por ninguna razón en lo absoluto. De todas maneras, no puede expresarla. Tal vez no necesite explicarlo. Tal vez sólo somos nosotros los que nos lo preguntamos, cuando lo único que se necesita es hacerlo. Así de sencillo: acostumbrarse. Poca filosofía detrás. Pero trayectoria, sí. Y preparación: equilibrar la psique. Y órdenes de arriba del cerro, donde reside la decisión sobre la vida y la muerte en la Tierra Caliente, donde los amos de la guerra se atrincheran, buscando permanecer siendo la excepción de su propia ley.
“Tendrás todo lo que deseas si lo buscas sin dudar, si concentras tu mente en ello, si lo visualizas”. Grillo recita la ley de la atracción, memorizada en los seminarios mediante los cuales La Familia buscó crear un ejército bajo el escudo de Dios.
Aunque habla a corto plazo, ya le han pagado. Micha antes, micha después. Un bono de desempeño que complementa el salario base del sicario. La posibilidad de poder ganar algo distinto de casi nada. Le han dado instrucciones y una foto. Una cara. Pasó la noche en una casa de seguridad.
Casa de seguridad suena elegante. Como el D.C. profundo, como Denzel Washington en una película mediocre de espías. Pero aquí son casas grises de tabique, sin pintar, sin terminar, agrupadas en decenas, cientos, miles, dependiendo del lugar. Las moradas de los económicamente jodidos. Así que se siente en casa.
Adentro hay un viejo colchón, sin sábanas, sobre el que espera, viendo las paredes desnudas, matando tiempo en Facebook, subiendo una publicación de su Santita, la Santa Muerte, la patrona mística de los emisarios de la muerte.
Había chavas. Bellezas locales. El vecindario tenía algo que ofrecer. Y estaban coqueteándole. Pero no se animó. Tenía que estar en el lugar indicado al día siguiente, astuto, profesional. Grillo se tomaba en serio sus encargos. Tiempo atrás podría haberlo visto como un juego profundo, pero de ninguna manera como un juego de niños.
Ahora camina. Tiene una .38 escondida en la parte trasera de sus pantalones. La usará, como lo ha hecho antes. Ahora será con el güey de la foto. No sabe quién es. Y no le importa. Habrá hecho algo, seguramente. Una deuda sin saldar. Un intento de extorsión disfrazado de civilidad no correspondida es una buena teoría. A estas alturas todavía cree en los valores de La Familia. Y aún cree que cuando sube al cerro y baja con un nombre que debe ser tachado de la lista de la muerte, existen razones para que estén ahí. Cree que hay lógica, necesidad y justicia detrás de ello. Que sólo mueren aquellos que se lo merecen. Al menos es lo que se repite a sí mismo. Mejor que acabar en la lista él mismo, en cualquier caso. Una vez que estás dentro, estás dentro para siempre.
El tipo del parque carece de rostro, excepto por el rostro de la fotografía, que sólo es una señal. Eso es suficiente para identificarlo.
Pero necesita estar seguro. Dice su nombre cuando está a un par de pasos de distancia. El sujeto da la vuelta. Y con ello sella su sentencia de muerte. Grillo la entrega. Dos tiros a la cara. Siempre dos tiros. Tiene que estar seguro.
La cara cae, y Grillo se inclina hacia ella. Parte de lo que hace, de su ritual. Justo como lo recreó en el callejón polvoso tenuemente iluminado de su barrio en Apatzingán —La A— donde nos sentamos junto a la cruz de hierro levantada por otra de sus víctimas, eliminada de la misma manera.
Todo listo, no hay vida alguna que vaya a volver a éste.
Se aleja. Un poco más rápido que antes, pero no corriendo, usando el pánico que ahora envuelve el parque para cubrirse. Tiene mucho tiempo que ha aprendido a mantenerse bajo control.
Te acostumbras. A todo. Salvo al olor de la sangre; nunca logró ignorarlo por completo. A no sentir asco cuando era su turno de cortarle la oreja a algún tipo amarrado. Necesitaba hacerse —parte de la chamba. Nunca le gustó cómo la sangre se precipitaba e inundaba la habitación con su penetrante tufo a hierro. Y tampoco le agradaban los gritos. También inundan tu memoria, y permanecen. No es su estilo, prefiere matar rápidamente, de forma honorable. Dos tiros en la cara. Nada de cortar carne, nada de prolongar, nada de eso.
Toda profesión viene con sus propias trampas.
Pero ahora se ha convertido en una piedra. Lo han entrenado para eso, o es lo que me dice ahora que nos sentamos en un cuarto tan genérico y marginal como los de sus casas de seguridad. Sólo dos sillas rojas de plástico, el logo de Coca-Cola estampado en ambas, para acentuar el vacío, el barato ventilador blanco cómplice del calor inexorable aún a las 11 p. m., y las palabras portadoras de cierta vacuidad desagradable al salir de la nada.
Yo: tratando de maniobrar sus sensibilidades, los detonantes, posiblemente peligrosos, que pueblan su memoria. Sin saber en qué estado se encuentra. Él: disfrutando la atención inesperada, un poco perplejo que su historia genere el interés del güero. Mi nerviosismo da paso al sentimiento banal, familiar ahora —pero sin perder la capacidad de asombro. Nosotros: siendo interrumpidos por el enorme guardia nocturno a quien la presencia del sicario no agrada, y quien, careciendo de palabras, azota la reja de metal una y otra vez.
No lo culpo. Grillo tenía cierta fama en esa parte del pueblo. E incluso, de no haberla tenido, no era el tipo de persona que quisieras tener cerca. El cristal se había quedado con lo mejor de él, sus ojos se habían retirado hacia el interior de su cráneo, su piel morena lucía como invadida por una niebla gris, y era tan delgada que se sostenía precariamente a sus protuberantes pómulos y parecía que podía reventar en cualquier momento. Apenas de 24 años, su cuerpo desnutrido se arqueaba como el de un jorobado. Se parecía a Su Santita, el tatuaje que le había dedicado como altar en la totalidad de su espalda —dibujado con poca destreza, formado por gruesas y raídas líneas negras.
Y aun así nos entendimos. Le compro una Coca. Él proporciona palabras.
Grillo cruza una avenida cercana, concurrida a esa hora del día. Sigue el sentido del tráfico un momento, y aún puede ver la escena del asesinato —su escena— cuando se sienta en un banco de plástico en una taquería. Un solo foco cuelga de un alambre en el marco de metal, su luz reflejada sobre el mantel de plástico cubre el lugar con una pátina rojiza. La seriedad de la expresión del vendedor recuerda a la de un cirujano espinal mientras saca tiras de la masa de intestinos que burbujean en el caso de metal, como si todavía tuvieran que aceptar su destino. Las pica con un instrumento más parecido a un machete que a un cuchillo de cocina.
Grillo pide cinco de tripa.
Los pide con todo y el vendedor les coloca la mezcla de cilantro y cebolla. Grillo termina de prepararlos con cucharadas de salsa roja y les exprime un limón. A unos 150 metros de ahí la noche se llena de patrullas y ambulancias, oscilando nerviosamente entre el rojo y el azul.
Grillo devora los tacos, paga y, como dictan sus modales, dice provecho al resto de los comensales, quienes observan la escena sin saber de qué se trata la conmoción, ignorantes sobre su autoría. Camina a un 7/eleven cercano por el postre: una bebida de yogur, sabor fresa.
Es el final de su turno.
Conocí a Grillo en el ocaso de su profesión. Debido a ello, su vida pendía de un hilo. Todo mundo lo sabía —él también.
Aguarden: él aún lo sabe.
Grillo entregaba muerte, avanzaba en la lista nombre por nombre. Había —sigue habiendo— tal cosa durante ese tiempo en la Tierra Caliente: una lista de gente a exterminar. Los de arriba del cerro no paraban de actualizarla. Sólo los malos, decían; sacrificios necesarios para los dioses del orden y la paz social. Pero también aquellos que no pagaban. Se tenía que poner el ejemplo. Y después más nombres, más y más. Por transgresiones distintas y percepciones de falta de respeto. Una palabra fuera de contexto o de lugar, una palabra que llegara a los oídos equivocados. O si no subías al cerro cuando te mandaban llamar.
Cuando te mandan llamar, vas o vas. Sentido común.
El negocio estaba en auge. Y para hacer la chamba La Familia necesitaba un pequeño ejército de muchachos como Grillo.
A los 19 años fue deportado después de que a las autoridades del otro lado no les pareció que se volviera pandillero. Llegó a La A en 2010, fresco. Conocían su pasado de robos callejeros con cuchillo, antes de que escapara a la seguridad del norte. Lo recogieron y le dieron una opción: únete a nosotros o vuélvete un nombre en la lista.
En ese entonces La Familia estaba intoxicada por sus propios valores, y se encargaba de que todos lo supieran. Seguro, estamos matando. Feo. Y sí, somos delincuentes. Pero comprendan, aquí hay un cáncer y el doctor anda fuera, borracho. Nosotros somos la quimio, y la aguja la insertamos nosotros mismos. Picará tantito, pero las cosas están de la chingada, ¿así que qué más se puede hacer? La forma era cortar, destazar, quemar, amputar y después rellenar, lo que hiciera falta. Ser creativos, y después colocar la creación en algún lugar público. Cuerpos como lienzos para demostrar el poder absoluto. Con su raterismo, no recibían mayor lástima de la población cuando el tratamiento descrito fue aplicado a ellos. Carne a cambio de orden.
Funcionaba. El mensaje se extendió, dándole a la Tierra Caliente la fama de un agujero negro lleno de terror y sin escape —local, nacional, internacionalmente. Pero generó, también, suspiros de alivio. Finalmente podías dejar tu puerta abierta de nuevo. Y los medios sencillamente estaban fascinados: una narcosecta creando su propio reino. Así, tal cual, se creó una marca distinta a cualquier cosa hasta entonces nacida del narcosurrealismo mexicano. Ni desde entonces. La creación maestra.
No eran estúpidos. Grillo tampoco. Se unió a ellos y se ganó la vida matando en el nombre de los valores Familiares.
Hasta creía en ellos. Quizás por la ausencia de una familia propia. En algún lugar de la ciudad, una abuela, no ajena a la propagación del chisme, soportándolo apenas. Antes, una tía asesinada frente a su casa. Dos tiros a quemarropa. Tampoco había pagado.
Su propio estilo, básicamente. Algo para encogerse de hombros, en otros casos, cuando te es ajeno. Pero traumático aquí. Corrió hacia la escena, el cuerpo aún en el piso.
La Familia se volvió su familia. Por un momento, al menos, era su prótesis de pertenencia. Suficiente para tatuarse el código numérico que significa L F M en su antebrazo derecho.
Vieron algo en él, dice. No un asesino cualquiera, sino uno que podía ascender en los rangos. Volverse algún día jefe de plaza, quizás con algo de suerte un patrón. O tal vez sólo había sido la misma promesa de gloria, poder y vida lujosa.
La realidad es distinta. Duermes sobre las piedras, diluvia sobre ti, los alacranes salen y tienes chinkungunya o zika o el virus que vaya a surgir. Como novato te pagan siete varos al mes, que ni siquiera puedes gastar en chupe o compañía femenina porque tus comandantes suelen ser unos cabrones que no respetan tus días feriados ni fines de semana, que es cuando podrías presumir lo que has logrado.
Eso y el pequeño milagro de que estos muchachos, con su delgadez de oblea, puedan realmente empuñar sus pesadas Kalashnikovs yugoslavas para hacer la guerra en vez de, digamos, desplomarse y mandarlo todo al carajo.
Pero Grillo no nota nada de esto, todavía no. Sobresale. “Le dijo al patrón: la mayoría de ellos no sirven para nada. Se ve que el único chingón es Grillo”. El Dragón lo dice. Y El Dragón no es un cualquiera. Sus palabras pesan.
Es un antiguo soldado de elite, traído de Guatemala. Donde él y sus hermanos de armas del hijo bastardo de la contrainsurgencia estadunidense, los kaibiles, masacraron aldeas indígenas y todo aquello que les oliera a comunismo durante los ochenta.
El Dragón es un chingón también.
Después vinieron los acuerdos de paz, la desmovilización, el desempleo. Y habilidades que no se estaban utilizando. Una ineficiencia vergonzosa. Pero el mercado no deja que nada se desperdicie. La Familia envió emisarios al sur. Trajeron con ellos a los quema villas, los corta gargantas, los moradores de la selva. Llegaron a hacer lo suyo en Michoacán. Aunque principalmente a enseñar a Grillo y los otros muchachos a volverse un poco como ellos.
El Dragón se vuelve el padre de Grillo en esa nueva familia suya. “Tuvo fe en mí”.
Le enseña a caminar.
“Me acercó a él. Me enseñó movimientos estratégicos, combate cuerpo a cuerpo”.
Le enseña a manejar esos juguetes.
“Me hice profesional en el manejo de las armas. Me entrenaron como francotirador, a manejar granadas y explosivos”.
Lo vuelve un pistolero hecho y derecho a los 19 años. Un hombre.
“Me encantaba conocerlo todo, cómo estábamos avanzando y cómo crecía nuestra influencia en las comunidades”.
Avanza en la organización y lidera células de 15 combatientes en confrontaciones con grupos rivales y fuerzas del Estado. Un sicario de elite en formación, llega incluso a fungir de guardaespaldas de los meros meros de La Familia.
Y gana algo extra matando a pedido.
La muerte es un bien demandado. La vida, dorada.
Hasta que deja de serlo. Las cicatrices que atraviesan su espalda lo demuestran, dos docenas de líneas de tejido, visibles aún. El cable eléctrico cortó su piel y llegó a su carne. En lo profundo de La Muerte, de su Santita. Lo azotaron por horas, le quemaron agujeros con cigarros.
Todavía puede protegerlo. Pero sólo un rato más.
Los asuntos Familiares habían salido mal, un divorcio la había dividido. El primer grupo, más pequeño, se mantenía leal a uno de los apás y a la marca original de La Familia. Este apá era José de Jesús Méndez, El Chango. Al cofundador de La Familia se lo habían chingado en serio. O eso dice su madrina, notablemente deprimida por lo que había sucedido, aguatando las lágrimas, con su Nescafé sin tocar en frente de ella. No culpa al otro apá, Nazario —Chayo, el fantasma, el más loco— tanto como culpa a Servando —La Tuta, El Profe—. Fue él quien escogió a Chayo e inclinó el equilibrio de poder, volviendo al Chango una cosa del pasado.
El fantasma todavía no inicia su cacería cuando El Chango intenta apoderarse del imperio. Con Nazario contra la pared, o mejor dicho entre las llamas de Tierra Caliente, se niega a enviar refuerzos. Es el último, desesperado, esfuerzo de Calderón por terminar con ellos, por salvar su legado, y los Black Hawk sobrevuelan donde realmente duele, al sur del río, la última línea de defensa. Hay muchas bajas y, como parte de esa oleada, Nazario finge su propia muerte.
El Chango intenta el golpe. Para muchos, traición pura y simple. Del tipo que desgarra a cualquier familia. La madrina dice que todo es un pretexto, por supuesto. Juego de poder, geopolítica: control de recursos, humanos y naturales, por el medio que sea necesario.
A vuelo de pájaro.
Abajo en la tierra es hijos contra hijos, línea contra línea.
Grillo se vuelve Templario, miembro de la línea de Nazario y Servando antes de siquiera poder considerar deshacerse del tatuaje de su antebrazo, que apenas se había hecho hace algunos meses.
Hace una semana habría estado echando copas y quizás peleando con alguno de los muchachos del Chango por haber hecho trampa en el póker, pero nada más. Todos habrían salido como hermanos. Ahora estaban intentando volarse los sesos.
Ese era el nivel de estrés. Y bajo estrés las cosas se ponen feas.
Feas como participar en una redada sorpresa en la noche en una casa de seguridad en la montaña, donde matan a 14. No lo vieron venir, estaban dormidos cuando los atacaron. No los conocía. Carecían de rostro aun cuando vio cómo los quemaban en una pira de madera, alimentada de gasolina para que hiciera lo que tenía que hacer.
“Con toda esa muerte a tu alrededor ya no sientes nada. Si lo hiciera me volvería débil”.
Eso, muchacho. Allí está esa piedra.
Feo como ver a 20 de tus hermanos —aquellos que aún lo son— caer en una batalla de cuatro horas en la montaña, quemados y lanzados al río. No por sus hermanos vueltos enemigos, sino por su propio comandante. “Ni siquiera tuvieron un funeral. No valíamos nada. Estábamos peleando sin reconocimiento por una causa que nadie conocía”.
Y entonces piensas: “Hey, ¿y toda esa mierda sobre la vida lujosa, sobre La Familia, sobre nuestra importancia, sobre luchar por una causa? ¿Dónde está eso ahora? “Antes luchábamos por algo. Después fue sólo porque [los changos, los más locos, los profes] querían chingarse unos a los otros. Pero nosotros poníamos los muertos”.
El ascenso estelar del sicario estrellándose, la vida había dejado de ser dorada.
Grillo escapa, de vuelta a La A. Su muerte ahora es demandada. Y lo sabe. No hay de otra. La deserción se paga con la pena capital. Hizo un juramento de sangre al respecto.
“Esta es mi tierra. Mis abuelos y mis tíos están enterrados aquí. Y aquí es donde voy a morir”.
Las rocas se vuelven el refugio de Grillo. Duerme entre ellas, en el punto más alto de su barrio, desde donde ve las luces del valle abajo. Piensa que lo mantendrá a salvo, que la vista le dará tiempo de reaccionar, como lo harán los vecinos que le avisarán si algún extraño entra. El sicario fugitivo da por sentada la solidaridad.
“Son mi gente”.
Pero nadie viene.
Por ahora.
La sentencia de muerte ha sido suspendida. Abajo, el divorcio hostil ha devenido en una guerra civil. Y mientras Grillo puede estar en una situación difícil, Los Templarios —aquellos que aún no usan la playera blanca de las autodefensas como señal de inocencia o reformación— están siendo aplastados. Las sangrientas traiciones familiares, siendo como son, no dejan tiempo para que nadie se preocupe por una pequeña presa como él.
Por ahora. Habrá tiempo.
Extrañas alianzas se forjan alrededor de las armas —autodefensas genuinas, templarios con playeras blancas, guachos, azules— recorren Tierra Caliente buscando templarios aún en activo. Derraman balas. En el corazón del territorio de La Familia. En cráneos. A falta del Santo Nazario, en sus altares.
Arranco un casquillo de AK-47 de la pared. “Chinga tu madre, Chayo, ya yegó La Ruana” (sic), el grafiti en otro altar anuncia una venganza largamente deseada. El aire del valle está lleno de polvo. Tan denso que casi podría ocultar a Grillo, sus traiciones, sus crímenes.
Casi.
Pero Grillo no puede escapar del abismo.
Lo levantan los guachos. Un periódico local llena de adornos su nota sobre Grillo, puro color y miseria, esposado, arrinconado en una banqueta, escondiendo su rostro de la cámara. Entregado por “su gente”.
Un templario más fuera de las calles. Un templario utilizable. A los guachos no les sirve para nada. Pero seguramente a alguien más sí. A Los Viagras.
Ahora bien, Los Viagras no escogieron la testosterona por nombre sólo porque sí. Captura la esencia de su modelo de negocios: Puro adelante. De matones de zetas a matones de La Familia a matones de los templarios. Toda una carrera. El nombre captura, también, su aspiración de volverse algún día la mera verga.
Las condiciones eran ideales. El Estado había fracasado en dos ocasiones en sus intentos de controlar a los michoacanos con acción militar directa, resultando en ríos teñidos de rojo por la sangre de policías muertos entre otros desastres. Así que ahora, con los ojos del mundo colocados sobre el corazón del territorio, necesitaban intentar algo distinto. Y al no poder conquistar decidieron dividir el desmadre en partes menos palpables, y esperar a que el problema de imagen se solucionara, aunque fuera por un momento.
Resultó que en este narcomundo vuelto guerra civil todos, el gobierno federal incluido, necesitan a los puros adelantes. Y Los Viagras eran los tipos indicados. Sólo necesitaban armas, vehículos, inteligencia, apoyo operacional. Y entonces tienes a templas matando a templas, templas lanzando a templas a zanjas, debilitándose mutuamente. Y el costo disminuye, sobre todo el mediático. Porque es el bien contra el mal y tú estás del lado correcto, de alguna manera.
Geopolítica en su mejor expresión.
Como parte del botín, Grillo se encuentra atado en la parte trasera de una camioneta militar, siendo transportado a lo que asume es una base, el bote, o alguna otra instalación estatal. Pero cuando las puertas se abren y sus ojos se ajustan a la luz, se encuentra frente a un patio que nada tiene de oficial, lleno de tipos armados que tampoco tienen nada de oficiales y que toman el control y se lo llevan a un cuarto trasero.
Paredes grises, pelonas, sin yeso ni pintura, otra vez. Sólo que esta vez a él le toca recibir. Lo atan a una silla, lo dejan solo un momento en el ocaso. Sabe qué es lo que sigue. La golpiza comienza. Dos de ellos lo rodean. Le escupen palabras y saliva. Luego los cigarros.
El cable. Por horas. Las cicatrices.
Nada de esto siquiera hace falta a estas alturas. No hay nada más en Grillo que pueda quebrarse. Está listo para renunciar a todo. La lealtad que tuvo ya lo ha abandonado. Desde que mataron a El Dragón, una baja más de la paranoia que reina en la narcovida —pero imperdonable para él. No hay nada más en él desde que botaron esos cuerpos al río, desde que se dio cuenta de que a la causa que servía no era más que una estafa.
Así que accede.
De ese momento en adelante la situación es tranquila, para sus estándares: caravanas de pick-ups en la sierra buscando a Servando, esquivar un par de tiros, nada grave. Había tiempo y ambiente para posar —aún guardaba las fotografías— con viejos amigos y armas nuevas, con playeras azules, el color de la Fuerza Rural, la fachada del día.
Cuando terminan con él, lo lanzan al agua.
Pero no tardan en levantarlo de nuevo.
“En cualquier otro lado del mundo los psicópatas son un problema. Pero aquí son un activo”, dice el consultor del grupo que lo jala esta vez. Nominalmente a cargo, lidera un experimento tambaleante: las autodefensas de Apatzingán. Grillo es valioso para ellos. Un psicópata, quizás, pero útil. Lo tienen bajo control, desarmado. Les provee el conocimiento esencial de la estructura templaria, y mantiene su vida a cambio. Ese es el trato. Es la única protección que le queda.
Por el momento, un consejo dota de precaria cohesión a la plétora de actores abriéndose camino en la Tierra Caliente postemplaria. Pero disputas internas la están destruyendo. El debate se centra en las maneras válidas de conseguir financiamiento para sueldos y gasolina.
“Todos son narcos”, dice el consultor. También lo dice Grillo. Pero dentro de ese espectro está ocurriendo una guerra cultural: trabajar o robar. Mantener las operaciones limpias o volverse lo mismo que oficialmente están combatiendo: depredadores, extorsionadores. No existe razón, de acuerdo a los adelantes, para desocupar una posición que está, ya y forzosamente, siendo ocupada por nuevos actores —entre ellos agentes de la PGR.
Un día, en el consejo, las armas reemplazan a las palabras. Puestas sobre la mesa, anuncian el regreso al pasado, de más de lo mismo. Es el fin del diálogo, el fin de la estructura. Sigue el reacomodo de fuerzas, de nuevo desatadas. Después de una breve interrupción, la narcoguerra de baja intensidad vuelve con más fuerza. Una nueva lista de la muerte, un nuevo ciclo de asesinatos actualizado al día. Es el fin de la protección del Grillo.
Regresa a las rocas.
Me invita a que lo acompañe, me muestra el camino, junto a la cruz de hierro, hasta llegar a su último refugio. Platicamos un rato más. Después, mientras me da la espalda, se eleva el humo del foco que le sirve como pipa improvisada de piedra.
Su mente se desvanece, pero me quedo, dando sorbos de mi lata de cerveza. Rompo el silencio con preguntas, busco provocar el diálogo, detalles al menos. Pero se siente extraño. Yo atento y él completamente ido. Los intervalos se vuelven eternos; el tiempo, esquivo. Digo que me tengo que ir. Miradas extrañas. Los taxis —tendría que haberlo sabido— evitan el área. Con más razón a las tres de la mañana. Parte del motivo son los amigos del Grillo, a quienes vemos cuando llegamos a la parte donde comienza el pavimento. Solían hacer, me dice Grillo, lo mismo que él. Pero ahora son independientes. Sus motos son el nuevo símbolo de la inseguridad de La A. Son los motosicarios los que me sacan de ahí.
Grillo se queda atrás.
“Esta es mi tierra. Mis abuelos y mis tíos están enterrados aquí. Y aquí es donde voy a morir”.
Y ahí muere, seis meses después, baleado en una esquina. Todo cubierto por un fino polvo café salvo por la alberca de sangre que brota de su cabeza. Un tiro. Limpio. Lo habría aprobado. Sin cortar, sin prolongar. La manera honorable.
La nota roja le dedica una fotografía y ocho líneas de texto. He visto escenas como ésa miles de veces, pero nunca había sentido familiaridad.
Estoy sentado en mi escritorio, incomprensiblemente lejos, viendo la lluvia inglesa. Pero venden whisky en la tienda de abarrotes. Camino.
Falko Ernst
Investigador de International Crisis Group.
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