Mi abuelo y mi padre eran campesinos. Yo también lo fui. Teníamos una buena parcela y mi abuelo se ganó el derecho a trabajarla después de la Revolución. De mi abuelo fue la idea también de fundar el consejo agrónomo ejidal, independiente del comisariato, para que junto con los vecinos hiciéramos comunidad y sembráramos lo mismo cada temporada. Pensaba que eso nos ayudaría a conseguir semillas más baratas y mejores precios para vender la cosecha.
La mera verdad, eso funcionó bastante bien en otra época, pues a mi padre le ayudaron los apoyos para el campo. A mí ya nomás no me tocó beneficio, sino todo lo contrario. Con la entrada del Tratado de Libre Comercio se terminaron los subsidios y comenzó una feroz competencia de mercado: si plantabas algo y meses después, cuando cosechabas, había demasiada oferta en el mundo, el precio bajaba tanto que a veces era mejor vender estiércol. Nadie, nunca, nos advirtió ni nos preparó para la globalización y el neoliberalismo. ¡Por ésta!
¿Qué sembramos? ¿Por qué sembramos esto y no l’otro? Intentar adivinar qué pasaría durante la temporada era una apuesta, un volado, una pesadilla.
A veces decidíamos algo y luego llovía demasiado y se perdía parte de la cosecha. Otras veces elegíamos otra cosa y no llovía ni una gota. O nos caían heladas que quemaban las producciones.
Por eso y porque ya se puede vender el ejido, el nieto de don Anselmo decidió vender su terreno e irse a la ciudad. Al poco tiempo le siguieron otros. Y pues nos quedamos tres de 20.
Así no jala ninguna comunidad. La pobreza crece entonces desde la tierra que te daba de comer y te generaba felicidad. Todo se hace polvo, te entra en los pulmones y no te deja respirar como antes, cuando vivías contento, como niño, y cuando no tenías al lado una casa de descanso de una familia de la ciudad que viene a mostrarte todas las carencias que tienes. Ni carro ni vacaciones, ni alberca, ni televisores, ni tenis gringos, ni internet, ni drenaje, ni-ni madres.
La suerte o la virgen, que me vio tan desesperado, quiso que ese día yo me topara con los que preparan la ordeña. Eso fue hace como dos años. Vienen muy preparados. Traen equipo de primera: válvulas, perforadores, selladores, todo para que los huachicoleros puedan sacar gasolina de los ductos de Pemex y venderla al público.
Creo que les caí bien a los ingenieros o les di lástima. Qué importa.
El chiste es que me contaron que ganan hasta 150 mil pesos en efectivo por cada válvula que ponen. Al rato llegó el jefe a supervisar. Me dejó ver cómo sacaban para llenar dos pipas y muy derecho me preguntó si yo quería trabajo. “Se te mira el hambre y esos trapos que llevas de ropa”, me dijo. Acepté. Me dieron una camioneta, radios y me dijeron que sería halcón para avisar si venía alguien y que contratara a tres amigos míos. El pago sería de 12 mil pesos al mes para cada uno. De no tener ni pa’ frijoles a tener mucho en unas horas.
Apenas recibí ese dinero y nos fuimos en la camioneta a la ciudad y le compré a mis niños una hamburguesa, un helado y una tele grandotota, al chin chin. Vieran visto sus ojos de emoción. Y así, con lealtad, fui creciendo en el negocio. Halcón, ayudante de ordeña, chofer de pipa, vendedor y ahora jefe de zona. Ya tengo mis propias pipas y gano hasta 250 mil pesos a la semana. Sé que no me puedo salir, que estoy atrapado.
Pero prefiero morir joven y rico y con hijos barrigones que vivir muchos años viendo a mis chamacos que no tienen con qué carajos comer.
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