La fuga de Joaquín El Chapo Guzmán el 11 de julio pasado llevó al Partido Acción Nacional (PAN) a solicitar la renuncia de prácticamente todos los titulares del gabinete de seguridad del priista Enrique Peña Nieto. Cuando, en 2001, el capo escapó del penal de Puente Grande en Jalisco, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) exigió básicamente lo mismo y que el gobierno del panista Vicente Fox asumiera “responsabilidad absoluta” en los hechos.
En los dos casos, con casi tres lustros de diferencia, la fuga del Chapo se convirtió en pretexto para que el partido opositor acuse de incompetencia a la gestión en turno, pero no para asumir responsabilidad sobre el trabajo que cada gobierno —tanto los del PRI como los del PAN— realizaron para fortalecer las instituciones y combatir la corrupción, lo que ha sido clave para las hazañas del capo.
“Las organizaciones criminales han aprendido que tenemos instituciones débiles,que los pleitos entre los distintos partidos políticos son muy fuertes y que no hay cooperación o colaboración no sólo entre partidos, sino entre las distintas fuerzas de seguridad de los distintos niveles de gobierno porque todo está cruzado por los intereses políticos”, explica en entrevista el investigador y especialista en el estudio del tráfico de drogas, Luis Astorga.
En su nuevo libro, ¿Qué querían que hiciera? (Grijalbo), expone la tesis sobre cómo cualquier política de seguridad está destinada al fracaso cuando los intereses partidistas están por encima, como ocurre en México.
Según Astorga, la transición política abrió espacios a las organizaciones criminales: los conflictos entre partidos por los puestos de poder evitaron el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y procuración de justicia.
“Durante el tiempo de hegemonía del PRI, el negocio del tráfico de drogas estuvo subordinado al poder político. La palabra subordinación es importante. No es lo mismo tener un acuerdo entre iguales a estar subordinado a una fuerza superior. La fuerza superior te impone las reglas del juego, cuando es un acuerdo entre iguales se negocia. Se trata de una subordinación estructural y por eso las opciones que se tenían durante el régimen autoritario para los criminales eran: salir del negocio, ir a la cárcel o morirse. Se les controlaba y se les protegía pero tenían que tener claro de qué lado estaba la fuerza”, explica el investigador.
El fin de la hegemonía priista inició a nivel local y estatal en la década de 1980 hasta llegar veinte años después a la transición en la Presidencia, con la victoria del panista Vicente Fox en el 2000.
Para entonces, dice Astorga, el mapa político del país ya era completamente diferente y lasorganizaciones criminales miraron el fin de la subordinación y la oportunidad para adquirir más autonomía respecto del poder político.
“Con el pretexto de que era un asunto del gobierno federal muchas autoridades locales se cruzaron de brazos. Ya sea por miedo, por contubernio, por ignorancia. Las organizaciones criminales aprendieron que los conflictos políticos estaban por encima de cualquier cosa. Vieron que había una debilidad institucional que no estaba siendo atendida, ellos sabían que tenían un armamento poderoso, dinero, que las policías locales estaban débiles.Aprovechan las circunstancias y notan los niveles de impunidad: ven como si una organización criminal equis ataca a las fuerzas de seguridad locales, no hay detenidos, ninguno es enjuiciado y mucho menos condenados. Miran que son libres para hacer más”.
La clave de la tesis de Astorga es que no hay forma de que exista una política de seguridad de Estado si las instituciones están debilitadas por los intereses partidistas, si la misma política de seguridad se utiliza con esos fines y es nula la coordinación entre niveles de gobierno.
“Si no existen estas condiciones y además hay grupos criminales fuertes, tenemos un escenario ideal para que esas organizaciones criminales vayan por más posiciones de poder, que incluso van más allá de sus propios intereses económicos y que implica un mayor interés en intervenir en asuntos políticos. Es decir, en elecciones, en poner a candidatos , financiar campañas. ¿Esto a qué nos lleva? Esas organizaciones compiten directamente por las atribuciones del estado: en el monopolio de la violencia, en el control territorial, en la aplicación de impuestos y en la cuestión electoral”.
Por eso es que el investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) sostiene que no importa quién esté en la presidencia o qué partido si la política de seguridad se hace y ejecuta sólo desde el poder central, sin acuerdos con las otras fuerzas políticas, distintos niveles de gobierno, empresarios y sociedad civil.
“Como presidente puedes diseñar la política de seguridad más genial de la historia, si no cuentas con esas herramientas, difícilmente puede prosperar. Todos los actores deben reconocer que son parte del problema y que la solución sólo se dará si pasa por la coordinación, colaboración y corresponsabilidad. Lo que no hemos tenido en México”.
No sólo estamos hablando de una política de seguridad sin colores partidistas, también se trata, explica Luis Astorga, de “limpiar” las mismas posiciones de poder.
“Si estos actores pudieran sentarse en la mesa para diseñar política de seguridad de Estado, también sería necesario que dijeran ‘no vamos a meter las manos por ninguno de nuestros miembros sobre el cuál haya información suficiente y bien documentada sobre sus vínculos con el crimen y que sea juzgado’. Eso es un escenario ideal que no se ha dado y que permitiría limpiar las mismas posiciones de poder. Pero como no ha pasado y no sabemos si será posible que ocurra, por eso digo que los partidos políticos no tienen visión de Estado y en ese tema no deberían jugar con fuego”.
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