La
guerra antidrogas, tal y como la aplicó en su sexenio el presidente Felipe
Calderón, sin planeamiento, sin objetivos claros, sin metas y plazos a
alcanzar, sin un sustento jurídico para el accionar de las fuerzas armadas y
sobre todo sin el conocimiento pleno del enemigo y sus potenciales y
debilidades reales.
Fue lo
que fue por la inexistencia de una política de defensa nacional que permitiera
establecer de manera coherente y sólida los escenarios probables y posibles
para haber enfrentado semejante reto.
Al final,
de los seis cárteles que había al inicio del sexenio panista la cifra pasó a
cerca de 60 grupos atomizados, ligados de una u otra forma a las grandes
organizaciones criminales y extendidos en zonas en las que la actividad
criminal era mínima.
El
desorden imperante en el combate al narcotráfico no terminó con el final del
sexenio blanquiazul; el descontrol y los errores tácticos y estratégicos para
enfrentar al crimen organizado y abatir los niveles de inseguridad en todo el
país siguieron recayendo en las fuerzas armadas.
Ya sea
porque cuentan con el personal, con las armas, con el despliegue y la
disciplina que los cuerpos policiacos no tienen o bien porque en el diseño de
las políticas de seguridad y defensa persiste una terrible confusión que acaba
mezclando una con otra, lo cierto es que a militares y navales se les cargó la
mano, se les saturó de misiones, se les expuso al contacto directo con el
crimen organizado y se les permitió hacer uso excesivo de la fuerza para
aplacar al delincuente.
El
resultado ha sido una de las etapas más oscuras en cuanto al irrespeto a los
derechos humanos en el país, exhibiendo a fuerzas armadas y federales como
abusadores incontenibles de las garantías individuales en aras de la falsa
premisa de amedrentar al delincuente mediante la mano dura.
Una política
de defensa nacional hubiera servido, de entrada, para delimitar las aristas de
la zona de acción de militares y marinos, perfilando todos los aspectos
inherentes al cómo, cuándo y por qué de un eventual despliegue castrense que
evitara o respondiera –en el caso mexicano– a lo que hoy ya muchos analistas
dentro y fuera del país califican como insurgencia criminal.
Los
lineamientos de una auténtica política de defensa nacional nos hubieran
permitido establecer panoramas, niveles de análisis y respuesta ante riesgos y
amenazas exclusivamente en el terreno bélico, sin tener que emplear a la tropa
para atender asuntos de seguridad pública que hoy ya son tema de una agenda de
seguridad nacional, porque la presencia y expansión del narco es factor de
inestabilidad, desbalance y erosión social, económica y hasta cultural en
varios puntos de la geografía nacional.
¿Cómo
responder a estos cambios sin sobredimensionar el problema y sin trasladarlo a
niveles de manejo más complejos y que requieren de una política de defensa
nacional que hoy es inexistente?
Al
inicio de su mandato, el presidente Enrique Peña Nieto habló sobre la necesidad
de contar con una Política de Defensa Nacional como punta de
lanza que redimensionara y definiera de manera más precisa el rumbo de sus
ejércitos de tierra, aire y mar de cara a los riesgos y amenazas en una nación
azotada por la violencia criminal y además circundada por una enorme
inestabilidad en el plano internacional.
En
febrero de 2013, a menos de dos meses de haber asumido el poder, Peña Nieto
ordenó a sus secretarios de Defensa, Salvador Cienfuegos Zepeda, y de Marina,
Vidal Soberón Sanz, elaborar una Política de Defensa Nacional que llenara ese
vacío y respondiera a las necesidades y urgencias en el ámbito local y en el
terreno internacional.
Sedena
y Marina, sus expertos, integraron paneles de trabajo integrados hasta por diez
elementos de cada institución.
Los
grupos de análisis se redujeron a seis por cada institución y en el tramo final
de la elaboración del instrumento ordenado por el presidente los aspectos
relativos a la actuación de tropas mexicanas en el extranjero y a la presencia
de soldados de otros países en nuestro territorio, ocuparon la agenda de
discusión.
El documento
final, con definiciones y alcances en los que destacaron los analistas de la
Marina, se acercó mucho a lo que el presidente y su gabinete de seguridad
esperaban y les urgía.
En
febrero de 2015, el general de Brigada Guillermo Almazán Bertotto, director del
Colegio de Defensa Nacional dela Sedena, impartió una conferencia ante alumnos
de la Universidad Iberoamericana en la que habló acerca de las limitaciones en
materia bélica –pese al ambicioso proceso de modernización bélica en marcha–
del territorio nacional y de la inexistencia de una verdadera política de
defensa nacional.
Bertotto
reconoció ante los alumnos de la UIA que “no tenemos capacidad para ejercer
soberanía nacional en las aguas territoriales que tiene México; nuestra
aviación de combate son cinco aviones y se compraron en 1984, eran 12, aparte
de que tres se estrellaron los demás se han ido deteriorando y solamente nos
quedan cinco”, dijo.
Lo que
ahora buscamos como ejército, indicó, es “potenciar en México una cultura de
defensa, que tampoco tiene. Se requiere una proyección de fuerza para respaldar
la política exterior en un momento dado”, señalaba.
Nuestro
país sigue comprando muchos de sus insumos, como son barcos, aviones y
vehículos del exterior, dijo. Aquí no hemos desarrollado a las empresas
privadas para que provean al ejército de bienes bélicos que se puedan comprar o
que se puedan exportar, explicaba ante los atónitos asistentes.
En
nuestro país, agregaba, “no tenemos la capacidad para fabricar cañones, tanques
o vehículos blindados y o nos sentimos muy cerca de Estados de Unidos, muy
protegidos por ellos, o no hemos tenido la visión para poder desarrollar y
multiplicar un crecimiento económico a partir de bienes para la defensa
nacional”, sentenciaba Bertotto.
Por eso
no se entiende ahora la inmovilidad y la falta de acciones para darle luz verde
y aplicación a un texto que fue concluido y entregado al Comandante Supremo de
las Fuerzas Armadas a finales del 2015 y hoy, con la violencia incontenible en
Tamaulipas, con el baño de sangre en Guerrero, con los focos rojos encendidos
en Oaxaca, Chiapas, Estado de México, Veracruz, Michoacán, Colima y Sinaloa,
por citar algunas entidades, se ha quedado en la congeladora de los proyectos
vitales para el país en el corto y mediano plazos.
¿Esperará
el presidente Peña el mejor momento (político) para difundir el documento y
hacerlo oficial y comenzar a redefinir los caminos que deberán seguir las
fuerzas armadas en los décadas por venir?
¿Le
interesa el tema al presidente?