Los efectos del discurso presidencial en México, que dice públicamente que a los narcotraficantes y criminales se les deben proteger sus derechos “porque también son seres humanos”, empiezan a verse y sentirse en las acciones de un crimen organizado cada vez más cruel, retador y desafiante, que está rompiendo con todos los parámetros y códigos conocidos en la violencia endémica que padecemos desde hace ya 16 años los mexicanos.
Si el jefe del Estado mexicano le anuncia desde la sede misma de su poder, que su gobierno renuncia a hacer uso del monopolio de la fuerza y aplaude y celebra que los militares y guardias huyan despavoridos y no los enfrenten, el mensaje que llega nítidamente a los sanguinarios capos, sicarios y demás fauna criminal que hoy deambula en el territorio nacional, es que con esta administración hay “China libre”, se puede hacer y decir lo que quieran y manden los criminales: desde masacrar a niños y mujeres afuera de una escuela primaria en Salamanca, asesinar a granjeros y vendedores de pollo y sus familias en Guerrero, hasta subir videos donde humillan y persiguen a las Fuerzas Armadas del país o, ¿por qué no?, entrar a una iglesia y asesinar a un guía de turistas que se gana la vida honestamente y luego acribillar a sangre fría a los dos sacerdotes que intentaban defenderlo, y de paso llevarse los cuerpos en una camioneta como si se tratara de animales sacrificados.
No es que el narco y sus ejércitos armados hayan crecido de pronto o se hayan vuelto más de la minoría violenta que son y han sido desde que comenzó la torpe guerra contra el narco de Felipe Calderón. Eventualmente los cárteles de la droga se fragmentaron y pulverizaron como efecto de la política calderonista y la de Enrique Peña Nieto de perseguir “objetivos” y detener a capos importantes, a los que sustituyeron sicarios menores y quizás más crueles y sanguinarios que sus antiguos jefes.
Pero con López Obrador esa fragmentación no sólo continuó sino que se alentó con la inacción del gobierno federal y su política absurda de “abrazos, no balazos”, en la que la orden expresa al Ejército, la Marina y la Guardia Nacional de no combatir ni confrontar a los criminales e incluso huir si es necesario cuando se los topan de frente, ha hecho que las fuerzas del narco parezcan y actúen como si fueran superiores a la fuerza del Estado, algo que aunque no es real ni en número ni en capacidad de fuego, sí es lo que se ve y se percibe en el campo y en amplias regiones del país, donde los criminales actúan a sus anchas y con total libertad e impunidad porque saben que ni la Federación, ni los estados y mucho menos los municipios a los que tienen cooptados y controlados, los enfrentarán.
Por eso el artero crimen de los sacerdotes jesuitas Joaquín Mora y Javier Campos, y del guía de turistas Pedro Palma, ha conmocionado tanto a México y al mundo: porque nos confirma que, a fuerza de tanto repetir desde Palacio Nacional que el Estado no iba a perseguir y mucho menos a confrontar ni detener a los criminales armados por respeto a “sus derechos”, se terminó haciendo de este país una suerte de sociedad distópica, una anarquía en la que se está imponiendo la ley del más fuerte y en la que los criminales sí usan la violencia y la fuerza de las armas para amedrentar, extorsionar, secuestrar o matar a los ciudadanos indefensos, mientras el Estado sólo patrulla y se hace el disimulado, y sólo actúa y reacciona cuando las masacres y crímenes más horrendos ya ocurrieron y como reacción al clamor de justicia de las víctimas.
Lo más grave es que nadie puede convencer al presidente López Obrador de que su estrategia para enfrentar al crimen está equivocada y completamente fuera de la realidad. Cuando dice que él actúa “diferente” y que está “combatiendo las causas de la delincuencia desde la raíz”, el Presidente confunde la política social, sus ayudas económicas a la población, con la política criminal y de seguridad de un gobierno. La primera está bien y, eventualmente puede ayudar a reducir las causas de la pobreza y evitar el enganchamiento de jóvenes al crimen organizado, pero la segunda no depende de los apoyos sociales y debe ejecutarse bajo una lógica simple y llana: el Estado tiene la obligación de utilizar y reivindicar el monopolio de la fuerza y perseguir, combatir y procesar a todo aquel que viole la ley de manera flagrante, como lo hace el crimen organizado y armado.
Una cosa no excluye a la otra, López Obrador puede seguir con su política social y creer que con ello está incidiendo para que a futuro –en el mediano o largo plazo— cambien las condiciones de vida de los sectores más marginados y eso reduzca la base social y humana del narcotráfico; pero no puede renunciar, de manera tan cínica y negligente, a su responsabilidad primaria, esa que juró cumplir y hacer cumplir en la Constitución, que es garantizar que la fuerza del Estado, los miles de millones de pesos (104 mil millones de pesos este año) que hoy como ningún gobierno de la historia invierte en el Ejército y las Fuerzas armadas, son para proteger y defender a la población de los criminales cada vez más crueles e inhumanos.
Si persiste en ese grave error, de ponerse del lado de los criminales y sus derechos y no de parte de los ciudadanos que respetan la ley, el Presidente estará condenado a la ignominia de la historia y nunca podrá quitarse la sospecha de ser un gobierno aliado o liado con los narcos, por más que exija pruebas de esos señalamientos. Y si las cosas siguen como van, y este país se sigue hundiendo en la anarquía, el horror y la putrefacción, a la gente que se dice buena, la que paga impuestos y respeta la ley, no le quedará otra que defenderse de los malos, esa minoría violenta y armada que hoy nos tiene atemorizados y sometidos. Parece una película distópica y una anarquía, pero en eso se está convirtiendo México con sus autoridades omisas, incapaces o cómplices y su sociedad callada y agachada.
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