Ya en el hotel, por la tarde, encontraríamos a Joel, el chico mexicano que nos había arreglado la cita por 100 dólares. Recomendación del amigo del amigo, pues es necesaria una computadora de Estados Unidos para poder hacer la cita en cualquier farmacia. Hay quienes ya pueden hacerlo desde México, pero con algunas aplicaciones sospechosas.
Cuando llegó nos platicó -orgulloso- que, aunque trabaja en una agencia de sistemas informáticos, desde el inicio de la peregrinación de mexicanos a Estados Unidos por el turismo "vacunacional", había pedido permiso para dedicarse a esta labor que le consume casi todas sus horas.
"No, para qué les cuento me voy a casar y ya saqué para el anillo, la boda y la luna de miel. La verdad es que me está yendo súper bien. Pero bueno, la verdad es que yo sólo quiero ayudar", agregó al final, como para que no pensáramos que sólo le interesaban los ingresos.
Mientras, no dejaba de mandar mensajes por correos a otros mexicanos que buscaban una dosis.... como yo.
Dentro del servicio que ofrece está el acompañarte a la farmacia designada, una CVS como a 2 kilómetros del aeropuerto, un lugar en medio de la nada. Estaba prácticamente solo cuando llegamos y nos recibió una joven en un escritorio de plástico.
-A qué hora es su cita -me preguntó.
-A las doce -le respondí, mostrándole el registro impreso y batallando para disimular mi nerviosismo.
Pidió una identificación y mostré mi licencia de conducir -mexicana y permanente-, ya casi ilegible de tanto viajar en la cartera. Me preguntó si tenía alguna de Texas y que si tenía seguro médico. Para ambas, la respuesta fue "no" y con seguridad mi cara fue de niño regañado al que están a punto de cachar en una mentira.
Pero no. Sin verme siquiera, me extendió una cartilla para pasar a la zona de aplicación.
Estaba contento, pero no podía cantar victoria todavía. Caminé entre desodorantes, shampoos, rasuradoras, jabones y al final del pasillo tomé mi lugar en la fila, de tan sólo tres personas... todas ellas paisanas, por cierto.
Otra joven de descendencia oriental llevaba el control para pasar a pequeñas tiendas de lona. Aún sin creerlo, con carnet en mano y el pulso acelerado, tenía enfrente a la enfermera quien, antes que nada, me mostró el frasco con la dosis.
De repente -¡ea!- el pinchazo tan ansiado... ¡que ni siquiera sentí!
Ahora, a esperar sentado 20 minutos para observar reacciones y para pensar en lo afortunado que soy. Una lágrima se me escapó recordando el año de cautiverio en casa.
Pensé en los mexicanos, conocidos o no, que no han aguantado esta pandemia.
Y en cómo un piquete ligero que molestó un poco en el brazo puede ser una verdadera esperanza de vida.
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