Ningún analista, futurista, tarotista o cartomanciano pudo prever hace doce meses lo que sería el 2020: el año en el que casi lo perdimos todo. O quizás mejor dicho, el año en el que millones lo perdieron todo… hasta la vida.
La pandemia del covid-19 vino a trastocar lo que solíamos conocer como “la normalidad”.
La certeza de la vida se descubrió tan frágil como un virus mutado en algún laboratorio chino, contagiado por un respiro.
La dramática realidad nos obligó a modificar todos los patrones de conducta para instalarnos en una “nueva normalidad”.
El trabajo y los estudios se trasladaron de la oficina y de la escuela al hogar.
La emergencia obligó a las naciones a endeudarse, colapsando sus finanzas públicas, retrocediendo cinco años o incluso una década en el crecimiento y las expectativas.
Los patrimonios personales -si existían- fueron consumidos frente al súbito despido o para pagar la lucha por la supervivencia de un familiar internado en hospitales colapsados por el drama mortal.
El hambre regresó a instalarse en los estómagos vacíos de millones de seres humanos, que viven hoy la disyuntiva de morir por el contagio o perecer por falta de comida.
En México, por desgracia, el drama fue mucho peor.
La erráticas políticas públicas del gobierno de la Cuarta Transformación no atendieron a tiempo la emergencia. El presidente Andrés Manuel López Obrador y su epidemiólogo Hugo López-Gatell lo minimizaron todo. Hasta que el destino los alcanzó.
Durante meses desdeñaron la pandemia, a la que calificaron como una simple variante de la influenza. Descartaron el cubrebocas como indispensable protección y despreciaron las pruebas para evaluar la verdadera dimensión del contagio nacional. Manipularon los reportes.
Y las consecuencias fueron que cerramos el 2020 como una de las naciones con el peor manejo de la crisis sanitaria.
Concluimos el año con hospitales saturados y con las principales metrópolis en semáforo rojo. Aunque a su inventor López-Gatell ahora le parezca “irrelevante”.
Vergonzosamente registramos 10 muertes por cada 100 contagiados, la peor cifra del planeta.
Duplicamos con casi 120 mil muertos el peor escenario anticipado por los irresponsables de enfrentar la pandemia, instalándonos como el cuarto país con más decesos.
Pero si a alguien atacó el virus con severidad extrema fue al gobierno de la Cuarta Transformación, que vio dar un giro radical en el discurso algún día esperanzador del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Por supuesto que no podemos desmerecer la lucha contra la corrupción, exhibida en los casos de Ancira, Lozoya, Collado, Robles y Medina Mora. Pero ninguno de esos grandes casos está juzgado o sentenciado. Y las promesas de colaboración no acaban de aterrizarse.
Puesto contra la pared por los efectos de una pandemia que de facto canceló muchos de los proyectos de la transformación nacional, el inquilino de Palacio Nacional tomó distancia de la ortodoxia y se acercó al radicalismo.
Y cuando los gobiernos de todo el mundo aplicaban las fórmulas más lógicas para enfrentar la crisis, aquí nadamos a contracorriente. Y sin diálogo prudente se alejaron del gobierno los altos funcionarios moderados, los técnicos y más preparados.
La urgencia de controlarlo todo dio paso a funcionarios con visiones divorciadas de la ortodoxia, más radicales, activistas a contracorriente. Salvo honrosas excepciones, los que llegaron no son mejores que los que se fueron.
El virus mutó el púlpito de La Mañanera en un espacio más hostil, menos amigable, con escasos puentes y abundantes confrontaciones.
La desesperación –natural por la circunstancia extraordinaria- cobró su factura en el estado de ánimo presidencial. El ceño se frunció, el insulto se instaló, la descalificación fue usada para desacreditar.
Y las erráticas políticas públicas, sumadas a la ausencia de una auténtica intención de escuchar para revisar el rumbo, instaló a la nación en el umbral de la desesperanza. Cada quien muestra sus datos, pero no coinciden.
El 2020 será recordado en México como el año en el que se inició la militarización de la vida nacional. El verde olivo se adueñó de todos los rincones.
También como el año en el que la condescendencia con la familia de un capo fue más relevante que tenderle la mano a los empresarios prestos a construir sobre el drama de la pandemia o a los gobernadores que buscaban en medio de la crisis un diálogo que nunca se dio.
Fue 2020 el año en el que la Oposición mostró su mediocre y opaco rostro, incapaz de estar a la altura de la emergencia, impotente para hacer frente con propuestas sensatas y legítimas a un gobierno cada día más radicalizado, que desacredita instituciones y hace de la decisión unipersonal el epicentro de los grandes temas nacionales.
Doce meses en los que, cuando más se necesitaba de su talento y de sus propuestas originales, los liderazgos empresariales se fracturaron en una lucha de egoísmos regionales y camarales que solo los debilitó. Ciudad de México contra Monterrey contra Jalisco.
Por eso decimos que el 2020 es el año en que lo perdimos todo y sin esperanza suficiente en el horizonte inmediato podríamos repetir la dosis de fracasos y retrocesos en el 2021.
Durante meses nos vendieron el eslogan de que juntos haríamos historia. La nueva realidad global, agravada por un manejo cuestionable del quehacer nacional, pulverizaron la promesa.
Si unidos y sin pandemia la tarea era descomunal, divididos en crisis sanitaria y económica el reto se ve inalcanzable. Sobre todo cuando millones ya lo perdieron todo… o casi todo.
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