Como si la relación entre México y Estados Unidos fuese la existente entre Alemania e Inglaterra, avanza en el Congreso de la Unión una peculiar reforma a la Ley de Seguridad Nacional, aprobada ya en el Senado de la República y turnada a la Cámara de Diputados, que tiene como propósito regular y acotar el papel de los agentes del FBI, la DEA y distintas fuerzas del orden federales de Estados Unidos (y se entiende, por supuesto, que de otros países), en su incursión en territorio mexicano.
Se afirma que a esa iniciativa legal la anima la “búsqueda de proteger la seguridad nacional y la defensa de la soberanía del país”. A nivel retórico, de narrativa políticamente correcta, se escucha como una acción atendible e incluso loable. Al revisar, empero, los efectos legales y los mensajes políticos de esa pieza normativa en proceso de ser integrada a la Ley de Seguridad Nacional, las cosas, empero, apuntan en un sentido distinto. Existen, por supuesto, elementos que me permiten sustentar esta aseveración. Veamos.
Primero. Desde mucho tiempo atrás la seguridad nacional de México tiene fuertes ataduras a la de Estados Unidos, no sólo porque es el país con el que comparte la mayor frontera, sino porque lo que sucede en México en términos de gobernabilidad y estabilidad incide en la propia seguridad nacional de Estados Unidos. Hay, pues, una resolución simbiótica por compartir problemas comunes como el crimen organizado, la producción y trasiego de estupefacientes y todo tipo de drogas, así como trata y tráfico de personas y muchas otras conductas delictivas de alto impacto que es un asunto compartido entre países, guste o no. La deportación del general Salvador Cienfuegos a México fue motivo de una airada polémica y de resistencias de la DEA y de la fiscalía en Estados Unidos, que cedieron por tratarse de un tema de seguridad nacional para México y Estados Unidos (ver mi texto sobre el tema en Proceso 2299), lo que genera un acto sin precedente en la relación bilateral entre ambos países. Ese asunto dejó entrever el tamaño de los retos que México tiene frente a sí como para que Estados Unidos haya decidido optar por esa inédita vía dejando en libertad al general secretario de Enrique Peña Nieto, que está libre y no ha sido procesado en México (no hasta donde es de conocimiento público).
Segundo. A nivel de percepción pública y de conocimiento de los tomadores de decisiones en México en materia de seguridad existen indicios puntuales del nivel de infiltración de los grupos delincuenciales en los aparatos de seguridad y de administración de justicia en los ámbitos federal y locales. No es, en modo alguno, una afirmación que busca generalizar, pero sí de marcar una tendencia que no surge de la 4T, sino que ha venido incubándose y creciendo desde muchos años atrás. Esta circunstancia obedece a dos factores: a) La colusión de buena parte de quienes desempeñan esas labores por obtener beneficios indebidos y/o b) La amenaza por la integridad física de los servidores públicos y sus familias quienes saben que no pueden contar con la certeza de que haya una distinción entre buenos y malos en las corporaciones de seguridad que puedan garantizar su debida protección. De esta suerte, sus seres queridos se convierten en su principal vulnerabilidad. Como lo han señalado distintas encuestas, la seguridad sigue siendo el principal pasivo del gobierno (del actual y de los anteriores). Si a lo anterior se suma la corrupción en las más altas esferas del gobierno mexicano, por lo menos en el pasado inmediato, las cosas se complican todavía más. Aquí en Proceso (ediciones 2152 y 2154) documenté cómo recursos en especie y económicos destinados al gobierno de México no fueron registrados en los procesos de entrega-recepción del gobierno de Felipe Calderón al de Enrique Peña Nieto y tampoco el Congreso de Estados Unidos hizo una labor de revisión y rendición de cuentas de los recursos asignados al país, los que, paradójicamente, fueron probablemente destinados a satisfacer propósitos ajenos al interés público en un caso lamentable por la acción del gobierno de Calderón y la omisión de su contraparte norteamericana.
Tercero. En ese contexto, la presencia de agentes del orden extranjeros es una práctica de vieja data. La eventual reforma a la Ley de Seguridad Nacional va muy probablemente a ser letra muerta (“acátese, pero no se cumpla”, decía la vieja conseja) porque la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas, reconocido por México en arreglo a lo dispuesto por el Artículo 133 constitucional y publicado en el Diario Oficial de la Federación el 20 de febrero de 1965, tiene mayor jerarquía normativa que una ley secundaria, salvo que sea contraria a la Constitución, que no sería el caso. Se busca reformar una ley, no una modificación constitucional, por lo que no sería aplicable ese supuesto normativo. Por otro lado, sería ingenuo, por decir lo menos, pensar que el gobierno de Estados Unidos o de cualquier otra potencia mundial haría del conocimiento de la autoridad mexicana quiénes son y dónde están sus agentes que operan evidentemente encubiertos. Sería tanto como condenarlos a la pena de muerte por la ausencia de confianza. Y ello no es gratuito. La encuesta mundial de Gallup sobre seguridad y derecho señala que México es el país donde menos se confía en la policía en América Latina, después de Venezuela lo que no es poca cosa. Si se cumpliera esa ley una vez aprobada, varios de quienes están al frente de las instituciones mexicanas tendrían en su poder información valiosísima para ser vendida a los grupos delincuenciales, lo que no sería novedad alguna.
Cuarto. Lo que sí se logrará con esa ley es enviar un mensaje de animosidad del Estado mexicano a los Estados Unidos y aquí sí aplica: no somos iguales. La interdependencia entre ambos países está sellada por una asimetría económica y social, donde no se advierten por ningún lado las ventajas de semejante iniciativa si se toma en cuenta que Estados Unidos cuenta con mucho mayores elementos de presión sobre México que éste sobre aquél. Recuérdese cómo Trump logró que el gobierno mexicano tuviera una política más activa para reducir la migración de Centroamérica y de otros países a Estados Unidos con la amenaza de subir aranceles. No sólo podría recurrir de nueva cuenta a esas medidas sino de revivir la abolida certificación de la lucha contra las drogas de los ochenta, con una reedición mucho más severa, las medidas para repatriar a muchos mexicanos de Estados Unidos, tan sólo por citar algunos casos de muchos otros, que podría poner en práctica para doblegar al gobierno mexicano. No hay duda de que el sentido común en muchas ocasiones es el menos común de los sentidos, donde en nombre de la soberanía se dan pasos hacia una relación tensa que a nadie conviene, particularmente a la parte más débil que es México y sus ciudadanos, sin que haya ninguna necesidad de ello. l
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