Ni México tiene el monopolio de los demonios, ni Estados Unidos acapara el monopolio de los arcángeles.
Viene a cuento esta reflexión después de lo sucedido con la captura y liberación en los Estados Unidos del general Salvador Cienfuegos.
Por el lado que se le vea, el caso del ex secretario de la Defensa Nacional del gobierno de Enrique Peña Nieto es atípico, fuera de todo sentido común y del que difícilmente se conocerán los entretelones de una negociación tan sui géneris.
Primero, porque para las autoridades judiciales norteamericanas existían las suficientes y contundentes pruebas que les permitieron detener al general Cienfuegos en el aeropuerto de Los Ángeles.
Esas evidencias habría sido recolectadas –de acuerdo a lo revelado por los servicios de inteligencia norteamericanos- a lo largo de diez años en los que se sospechaba de presuntos vínculos entre el general mexicano y el crimen organizado.
Eso significaría que la sobrevigilancia sobre Cienfuegos se dio desde finales del sexenio de Felipe Calderón, transitó por toda la administración de Enrique Peña Nieto y casi los dos primeros años de Andrés Manuel López Obrador.
Por eso decimos que en el momento en que se le detuvo, las presuntas pruebas ya habían pasado la prueba del ácido de todos los organismos norteamericanos vinculados a las fuerzas armadas y a los servicios de inteligencia, como la DEA, el FBI y la CIA.
El golpe de la captura de quien fuera el más alto mando castrense sacudió las entrañas del sistema político mexicano y colocó al general Cienfuegos como par de otros famosos detenidos en Estados Unidos, como Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, Rubén “El Menchito” Oseguera y Édgar “El Diablo” Veytia.
¿Qué sucedió en las semanas que transcurrieron entre la detención y la liberación del general Cienfuegos?
La versión oficial es que se trató de una negociación diplomática de muy alto nivel que comandó el secretario de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard.
De acuerdo con esa narrativa, el General Secretario Luis Crescencio Sandoval se reunió con el presidente López Obrador para externarle la molestia de los altos mandos de la Secretaría de la Defensa por lo que consideraban era una pobre actuación del gobierno mexicano en los días inmediatos a la detención.
No sería la primera vez. Cuestión de recordar el severo discurso de tinte golpista que el general Carlos Gaytán Ochoa pronunciara frente a 500 militares de alto rango, cuestionando la efectividad y las prácticas del gobierno de la Cuarta Transformación.
Tras su dura conversación con el General Sandoval, el inquilino de Palacio Nacional habría instruido a Marcelo Ebrard no solo a protestar oficialmente por la afrenta que significó el desconocer por anticipado la detención, sino a buscar la repatriación del acusado para que enfrentara en México su juicio.
La pieza que no cuadra en ese ajedrez es que el sistema norteamericano funciona distinto al mexicano. No es presa fácil de las presiones políticas o diplomáticas, cuando se trata de procesar a personaje de muy elevado perfil.
Esas negociaciones solo suelen suceder cuando las autoridades norteamericanas evalúan que el beneficio que lograrán será digno del canje –como en el caso de rehenes- o también si estiman que lo que se generará tras el juicio podría significar un peligro para el Estado.
¿Qué sabría el general Cienfuegos sobre las operaciones norteamericanas en territorio mexicano? ¿Qué evidencias habría mostrado a sus fiscales norteamericanos como para obligar a desistirse de sus muy delicados cargos y devolverlo a México sin acusación alguna?
Sobran quienes apuestan a que el general Cienfuegos no es manco y que jamás fue ingenuo de saberse investigado por los norteamericanos. Las operaciones encubiertas, y en algunos casos en la frontera de la ilegalidad, se hacían de mutuo consentimiento.
De ahí que el general Cienfuegos también acumulara evidencia de los desplantes de algunos organismos estadounidenses. Y en el momento oportuno, luego de su detención, las puso sobre la mesa.
Solo así puede explicarse, más allá de la negociación diplomática que fue el pretexto perfecto, que el duro y difícilmente negociable sistema judicial de los Estados Unidos imputara el nombre del ex secretario de la Defensa y acabara por retirarle los severos cargos.
Sea como fuere, el presidente López Obrador y su canciller Ebrard se anotaron la victoria y de paso tranquilizaron, al menos temporalmente, lo que ya parecía una tormenta con nubarrones verde olivo.
Lo dicho, ni allá está todos los arcángeles ni acá todos los demonios.
Fuente.-Ramon Alberto Garza/
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