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miércoles, 20 de marzo de 2019

"24 HORAS en un SUBMARINO": 2 RETRETES y 100 METROS CUADRADOS para 66 PERSONAS...sin espacio para llorar (a solas...)



AQUÍ SE viene llorado, porque no hay donde llorar a solas”. Con la presteza que da haberlo hecho un millón de veces, la sargento primero Rebeca Sánchez se descuelga cinco metros por un agujero no mayor que una alcantarilla. Abajo bulle ya una actividad frenética, mientras en cubierta varios marineros se preparan para soltar amarras.

Esta zamorana de 35 años es una de las seis mujeres que viven cuatro meses al año en El Tubo, como se le llama familiarmente. Si estuviera en tierra firme, sería un zulo o un piso patera. Como navega sumergido, es el Mistral, uno de los tres submarinos S-70 de la Armada española.

En menos de 100 metros cuadrados habitables, compartiendo una ducha y dos retretes, conviven 66 personas. La mayor distancia que se puede recorrer a bordo son 50 pasos, de un extremo a otro de un pasillo de medio metro de ancho. Cada vez que te cruzas hay que ceder el paso, echarte a un lado o pasar de canto. Esquinas y salientes están forrados de gomaespuma (“chichoneras”) para amortiguar los inevitables golpes.

El 'Mistral' sale a mar abierto desde la base naval de Cartagena. CARMEN SECANELLA

“La vida a bordo es muy diferente a la de un buque de superficie”, explica Sánchez, que pasó dos años embarcada en la fragata Reina Sofía. “No hay esa separación [entre jefes y subordinados]. Aquí la intimidad no existe, más que nada porque el espacio no lo permite. Aquí estamos todos juntos y nos conocemos mucho mejor de lo que nos gustaría”.

Los tripulantes no se ponen de acuerdo sobre a qué huele el submarino: “A espacio cerrado. A humedad herrumbrosa. A gasóleo. A humanidad”.

Es imposible ignorar el aliento ajeno, esquivar el roce involuntario de los cuerpos. Pese a esta intimidad forzada, todo el mundo se llama de usted, no con el rango y el apellido, fórmula habitual en el Ejército, sino con el don y el nombre de pila (el capitán de corbeta Garrido es don Jorge; la sargento Sánchez, doña Rebeca), como si el trato respetuoso y distante pudiese compensar la inmediatez física.

El Mistral (S-73) es un animal subacuático. En la superficie parece lento y torpe. Desde lo alto de la vela, la torreta inundable que corona la nave, encaramado en un frágil sillín y rodeado de mástiles y antenas, el comandante Jorge Garrido, de 41 años, dirige la maniobra de salida de la base naval de Cartagena (Murcia). Sus órdenes se transmiten por un tubo de latón, el único sistema de comunicación que nunca falla, hasta el vientre de este cetáceo de 1.700 toneladas de acero que un experimentado timonel pilota a ciegas.

Un tripulante en la sala de máquinas. CARMEN SECANELLA

Bajo un sol que no calienta la fría mañana de principios de año, sale a mar abierto por el eje de un canal dragado de 100 yardas (91,4 metros) por banda, corrigiendo el rumbo a cada paso para no desviarse. Si lo hace, se podría topar con una imaginaria mina a la deriva o, peor aún, recibir un suspenso por parte de sus calificadores.

Se trata de un ejercicio. Como el alarmante grito de “¡Hombre al agua!” cuando Óscar (un muñeco que se ha bañado en los siete mares) salta por la borda. “¡Avante 6!”, el submarino gira a toda máquina sobre sí mismo mientras un oficial anima al supuesto náufrago con un megáfono (“¡Aguanta! ¡Vamos a por ti!”) y otro calcula cuánto tiempo le queda (según la temperatura del agua) para morir de hipotermia.
Los 15 alumnos de la Escuela de Submarinos que completan el pasaje durante esta patrulla de 24 horas siguen la escena con semblante grave. La ficción de hoy puede ser su realidad de mañana.



Tres sonaristas siguiendo las gráficas de los sonidos en la pantalla. CARMEN SECANELLA

Tras arriar los mástiles y asegurarse de que todas las escotillas están herméticamente cerradas, el comandante ordena inmersión y hay que agarrarse para no perder el equilibrio. Cuando llega a la cota de escucha (55 metros), donde quedará agazapado, atento a los ruidos que llegan de la superficie, se ejecuta una de las operaciones más delicadas: el “trimado” del buque, hasta dejarlo equilibrado para que no se bambolee como un carricoche de feria.

“Aquí no hay segundas oportunidades. La vida de todos depende de que nadie falle”, explica el jefe de máquinas, el teniente de navío Francisco Barrios, de 42 años. El incidente más grave de un submarino español en cuatro décadas se produjo en diciembre de 2007 en el S-74Tramontana, gemelo del Mistral. El buque estaba a 300 metros, su profundidad máxima, cuando un chorro de agua helada se coló por uno de los pasacascos que conectan los cables con el exterior. La nube de agua pulverizada y el ruido ensordecedor sembraron el caos en la cámara de mando.

“Fue una avería bastante peligrosa porque estábamos a una cota muy profunda y el agua entraba a mucha presión”, recuerda el capitán Garrido, que entonces era el joven jefe de operaciones del Tramontana. “La tripulación reaccionó de libro. Fueron cuatro minutos muy intensos de subida. Hubo un momento en que no lográbamos inclinación suficiente. El comandante gritaba animándonos a salir a flote. Cuando llegamos arriba, fue muy emocionante. Yo creo que la Virgen del Carmen nos echó un cable”. La clave para reaccionar cuando el submarino se queda a oscuras o se llena de humo es el automatismo. Repetir tantas veces la maniobra que al final se ejecute sin pensarla. “El sudor en el entrenamiento ahorra sangre en el combate”, repite el actual comandante del Mistral.

Varios marineros en cubierta. CARMEN SECANELLA

Cuando un submarino quiere emerger, sopla lastres. Vacía cuatro depósitos cargados de agua salada insuflándoles aire. Si no basta, como último recurso, se desprende de dos barras de plomo de siete toneladas. Al tirar de la palanca, el buque debe subir como una pelota. Pero no conviene precipitarse; una vez soltadas, no hay forma de recuperar las barras.

Por debajo de 450 metros, el casco resistente (el tubo interior de acero que protege a la tripulación y a todos los equipos) no soporta la presión exterior y colapsa. Implosiona y se deforma. Es lo que le ocurrió al submarino argentino Ara San Juan, que desde noviembre de 2017 yace en el Atlántico Sur, convertido en sarcófago de sus 44 tripulantes, a 907 metros de profundidad. En aguas próximas a Cartagena, el fondo está a 2.000.

No se sabe lo que pasó en el sumergible argentino (más moderno que los españoles), solo que su comandante reportó una vía de agua que provocó un cortocircuito y un conato de incendio. Poco después se detectó una explosión a 600 kilómetros de la costa patagónica.

El Mistral ha cumplido 33 años. El último de los submarinos franceses de la misma clase fue desguazado hace 17. Para prolongar su vida operativa ha habido que pedir un permiso especial al fabricante. “Son submarinos veteranos, pero no viejos”, en palabras del comandante de la Flotilla de Submarinos, el capitán de navío Alejandro Cuerda.



El comandante del Mistral en la vela del submarino. CARMEN SECANELLA

El futuro S-80 será digital, pero el Mistral es analógico y en muchas funciones manual. Como en las películas de la Segunda Guerra Mundial, sus tripulantes siguen tirando de compás, escuadra y cartabón para marcar en la mesa trazadora la posición de los buques que navegan en las inmediaciones. Hay algunos que se oyen pero no se ven, y otros que se ven pero no se oyen. Hasta que ambas cosas cuadran, el teniente de navío Manuel Corral, segundo de a bordo, no se queda tranquilo. Cuando se le pregunta cuál es su sistema de combate (la interfaz que integra información de diferentes sensores), se señala la cabeza con el índice.

Sistemas de última generación conviven con el equipamiento original del buque, de los años ochenta del siglo pasado. Doña Rebeca escucha por los cascos del “rabo” (un sofisticado sonar remolcado) el chillido agudo de los delfines que escoltan al submarino, mientras a su lado resuena el rítmico bip-bip de un armatoste de rayos catódicos.

El capitán de corbeta Garrido calcula a ojo la posición de los buques que divisa por el periscopio de ataque. Mide su altura, descuenta los aumentos de la lente y deduce su distancia, rumbo y velocidad. Enfrente, el operador del periscopio de vigilancia (con telémetro e infrarrojo) confirma o afina la estimación del jefe. ¿Para qué el primer periscopio teniendo el segundo? “Porque se ve demasiado y no se puede izar en combate”, explica don Manuel.

La gran virtud de un submarino es pasar inadvertido. Su peor defecto, la indiscreción. Por eso, el radar casi nunca se activa, ni la ruidosa potabilizadora de agua, mientras que la carga de las baterías se hace de noche. Cuando hay que “asomar la gaita” (sacar el periscopio), la maniobra se limita a unos pocos segundos, que cronometra en voz alta un oficial mientras otro otea el horizonte.

Un oficial marca la posición de los buques próximos en la mesa trazadora. CARMEN SECANELLA
El paso de las horas lo marca la rutina de las comidas y los turnos de trabajo. El almuerzo y la cena se sirven en dos tandas (13.00-14.00 y 19.00-20.00), y las guardias se prolongan seis horas por el día y cuatro de noche. Si se pierde la noción del tiempo, basta fijarse en la cámara de mando: la iluminación, siempre tenue, cambia de blanca a roja tras la puesta de sol. Y el comandante se tapa un ojo con un parche negro como si fuera un pirata. Es para que esté habituado a la oscuridad cuando tenga que pegarlo al periscopio.

A las 18.30 suena una sirena. “¡Humo en la sala de máquinas!”. Los veteranos no se alteran. Otro simulacro. Los que no están de guardia se dirigen resignados a la sala de torpedos.
El submarino tiene dos zonas refugio, a la proa y a la popa, donde encerrarse herméticamente en caso de emergencia. En ambas hay esclusas a las que podría acoplarse un batiscafo o por las que escapar con trajes especiales, si la presión no es insoportable para el cuerpo humano. En la popa del Kurskse refugiaron los supervivientes de las dos explosiones que mandaron al fondo del mar de Barents al submarino nuclear ruso en agosto de 2000, a la espera de un rescate que no llegó nunca.

Mientras algunos tripulantes combaten con extintores el supuesto incendio, los demás se ponen mascarillas y las enganchan a un conducto con oxígeno que recorre la nave.

El aire es un bien escaso. Si no pudiera hacer snorkel, subir a cota periscópica para cargar baterías y renovar oxígeno dos veces al día, la tripulación solo sobreviviría 72 horas. Algo más si se quedara inmóvil y ahorrara cualquier esfuerzo. El último recurso, aunque limitado, son candelas de oxígeno y cal sodada para eliminar CO2.

Antes se usaban canarios. Ahora, detectores distribuidos por el buque controlan la calidad del aire. El segundo comandante verifica que sea respirable. Lo que no se le puede pedir es que huela a rosas.

El automatismo es la clave cuando el submarino se llena de humo. “El sudor en el entrenamiento ahorra sangre en el combate”

Los tripulantes no se ponen de acuerdo sobre a qué huele el submarino tras semanas de navegación: “A espacio cerrado. A humedad herrumbrosa. A gasóleo. A humanidad”. Todo condimentado con efluvios del menú del día por más que el cocinero haga malabarismos para evitar asados y fritos.

El olor no se percibe dentro, pero te lo llevas a casa impregnado en la ropa. A bordo no hay lavadoras y el agua está severamente racionada: tres minutos de ducha por cabeza cada tres días.

“Aquí todos somos voluntarios y la gente escrupulosa no viene a submarinos”, explica la cabo Raquel Martínez Franco, mallorquina de 29 años. Tampoco la claustrofóbica.

En 2019 se cumplen 20 años de la incorporación de la mujer a este tipo de nave, una década después que en el resto de las Fuerzas Armadas. Hoy son 26 de un total de 330 submarinistas (el 7,8%), 19 de ellas embarcadas. Cuando las militares llegaron a los submarinos se puso una mampara en la ducha, para poder cambiarse dentro, y se les reservó una zona del dormitorio. Pero la mayoría de las mujeres no duermen juntas. Las literas se reparten según la categoría (oficiales, suboficiales, cabos y tropa) por rigurosa antigüedad, y la sargento Rebeca Sánchez, con tres lustros de servicio, no está dispuesta a renunciar a la que le corresponde solo por no pernoctar entre varones.
Varios tripulantes sincronizan sus relojes. CARMEN SECANELLA

Es difícil que se den situaciones de acoso o que algún tripulante se sobrepase con otro. No hay un rincón que no esté expuesto al ojo ajeno. Pese a ello, como precaución, admite el capitán Garrido, se evita que embarque una mujer sola.

Lo peor no es la privación de intimidad, ni pasarse semanas sin ver la luz del sol o respirar aire libre. Tampoco que se entumezcan los músculos por falta de ejercicio: el único lugar donde estirarlos es el estrecho hueco que queda entre las literas, pero no se puede ser ruidoso porque siempre hay alguien durmiendo. “Lo peor está dentro de tu cabeza”, explica la cabo Martínez Franco.

Durante una misión (que puede durar hasta 45 días, reserva máxima de víveres), la tripulación se queda totalmente aislada: ni teléfonos, ni redes sociales, ni comunicación alguna con el exterior. Solo una vez cada 24 horas se activa el satélite para enviar y recibir los mensajes de correo electrónico almacenados en el buzón, tras someterlos a censura por razones de seguridad. La falta de noticias de la familia o la impotencia ante un problema en casa pueden convertirse en un tormento. “Velamos unos por otros y, si te preocupa algo, más vale que disimules porque todos van a preguntarte”, zanja la sargento Sánchez.

Una marinera se lava los dientes mientras otra hace cola. CARMEN SECANELLA

El último ejercicio programado es el lanzamiento de un torpedo contra un mercante. El proyectil filoguiado, con 250 kilos de explosivo, avanza sigiloso hacia su objetivo, a 7,5 kilómetros. Cinco minutos después, el operador confirma eufórico: “¡Impacto!”.

En realidad, lo único que se lanza esa noche son media docena de bolsas con restos de comida. Antes de arrojarlas al mar se agujerean, no para evitar que lleguen a la costa, sino para que no se queden flotando y revelen la presencia de un submarino debajo. Los buques de guerra están exentos de cumplir el convenio MARPOL, que previene la contaminación marina, pero fuentes de la Armada aseguran que solo se tira la basura orgánica. No se adivina dónde podrá almacenar el Mistral los desechos de plástico.

Conforme avanza la noche, los que no están de guardia se retiran a las camaretas. Las salitas donde se jugaba a las cartas se vacían y el pasillo por el que circulaban botes de cerveza y algún cigarrillo furtivo se despeja. Hoy pocos duermen en cama caliente: literas y torpedos se disputan el mismo espacio, y a menos de los segundos, más de las primeras.


El cocinero baja a la bodega. CARMEN SECANELLA

A las 6.43, el Mistral inicia el ascenso a la cota periscópica (14 metros). Antes de “pinchar” la superficie, da una vuelta sobre sí mismo para evitar que el ruido de su propia hélice le tape algún sonido en la popa.

Cuando un submarino emerge, nunca está totalmente seguro de que no se llevará alguna sorpresa. El sonar le permite escuchar a los barcos que navegan por las inmediaciones. Su alcance depende del equipo, pero también de la salinidad y temperatura del agua.

Si hay un mercante fondeado, un motor auxiliar puede delatar su presencia, pero ¿y si está complemente parado? ¿Y si es un velero? Mientras emerge, el comandante pone el periscopio en vertical para atisbar el reflejo de la luz del día. La oscuridad le alerta de que algún objeto se interpone entre el submarino y el sol, pero ¿y de noche?

“El mar es muy grande”, me tranquiliza un oficial. Enorme. Pero el sumergible nuclear británico HMS Ambush colisionó en julio de 2016 con un mercante en el estrecho de Gibraltar. Afortunadamente, sin víctimas. Peor le fue al pesquero japonés al que en febrero de 2001 embistió el USS Greeneville en Hawái. Nueve pescadores se ahogaron. La peor catástrofe de un submarino español en tiempo de paz ocurrió el 27 de junio de 1946. Durante unas maniobras, el submarino C4emergió ante la proa del destructor Lepanto, que lo arrolló y lo partió en dos. Sus 44 tripulantes siguen en el fondo del mar, a 13 millas del puerto de Sóller (Mallorca).

Un oficial realiza anotaciones en el cuaderno de bitácora. CARMEN SECANELLA

El abuelo del capitán Garrido era suboficial de máquinas del C4, pero su muerte no le disuadió de hacerse submarinista. “Al contrario, creo que me motivó más. Quise saber qué era un submarino, vivir lo que él vivió. No llegué a conocerle, pero le tengo presente cada vez que salgo a la mar y me siento muy orgulloso de seguir sus pasos”.

En la cubierta del Mistral, justo detrás de la vela, va una pasajera a la que los tripulantes miran de reojo. Es Ofelia, la boya de emisiones de radio y destellos luminosos que se lanza automáticamente para señalizar el lugar donde se ha hundido un submarino. Si todo falla, quedan Ofelia y la Virgen del Carmen. 

fuente.-

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