Cinco años habían transcurrido desde que los asesinatos cometidos por Gregorio Cárdenas habían estremecido al país. Llegaba el fin de año, y de repente, se esparció la alarma: El Estrangulador de Tacuba, aquél que se manejaba en esa zona peculiar, donde a veces parecía estar loco y otras no tanto, se había escapado, con toda tranquilidad, del célebre manicomio
Goyo Cárdenas podía caminar, como paseante, por el manicomio.
La dulce modorra que sucede a la fiesta navideña se convirtió, en diciembre de 1947, en un clima de inquietud que incomodó a la Ciudad de México. Gregorio, Goyo Cárdenas, el célebre asesino que cinco años antes había sido el acaparador de las primeras planas de los diarios gracias a sus crímenes, había desaparecido. Se había escapado del manicomio de La Castañeda, y entonces, la memoria, esa amiga que saca a relucir lo mismo lo bello que lo espantoso, se puso a trabajar: todos los capitalinos se acordaron de un noviembre de hacía un lustro, cuando siguieron por la prensa los hallazgos de cuatro cadáveres femeninos. El miedo volvió a las calles.
¿Qué había ocurrido? Poco a poco afloraron los detalles del escape, realizado con una facilidad que le puso la carne de gallina a muchas mujeres, que no podían dejar de mirar hacia atrás, con miedo mal disimulado, cuando caminaban por las calles.
Nadie tenía la menor idea de dónde se ocultaba Goyo Cárdenas ni de lo que podría ocurrir en su mente. ¿Alguna voz oculta lo induciría nuevamente a matar? ¿Se perdería en la multitud para no reaparecer nunca más? No ocurrió ni lo uno ni lo otro, pero la “ausencia” del asesino serial de su celda del manicomio, tuvo en vilo, durante casi un mes, a toda la ciudad.
GOYO EN SU LABERINTO. En La Castañeda, Goyo Cárdenas no se la pasaba tan mal, declarado esquizofrénico y culpable de cuatro asesinatos. Estudiaba piano y gustaba de tocar piezas de Chopin para sus compañeros internos. Daba clases de taquigrafía a algunas internas, y tras la fuga corrió el rumor de que, incluso, intentaba enamorar a alguna de sus “alumnas”. Se ganaba un dinero operando la “tienda” del manicomio, y ahí estaba El Estrangulador, vendiendo comestibles como lo haría cualquier emprendedor, puertas afuera del manicomio.
Cárdenas tenía también una mascota, un pequeño gato que entró en fuerte inquietud, corriendo y saltando por la celda de su dueño, en cuanto se dio cuenta de que éste se había marchado.
Hasta “secretario particular” tenía el famoso asesino. Se llamaba Carlos Burgos Montalvo, y aquella misma noche de Navidad, elegida por Goyo para salir del manicomio, también escapó, con otros tres o cuatro pacientes del lugar. Que Cárdenas se hubiera fugado ya era bastante motivo de escándalo, pero cuando se supo que eran más los “locos” que habían abandonado La Castañeda con una habilidad que causaba escalofríos, los ciudadanos de a pie empezaron a indignarse. ¿Así de seguro era, 37 años después de su porfiriana inauguración, el manicomio?
Los “locos”, con una habilidad que hacía dudar seriamente de su insania mental, habían logrado armar una eficaz miniconspiración: para escapar, Goyo no tuvo sino que romper el marco con alambre que “protegía” una ventana, saltar la barda de dos metros que rodeaba el edificio del Pabellón de Agitados y Reos, donde estaba su celda, caminar por la avenida principal del manicomio y, se especuló, subirse a un camión de carga que conducía un chofer involucrado en el proyecto de fuga.
Así, sin ruido, con toda calma, sin carreras, El Estrangulador de Tacuba se había evadido del manicomio.
Inevitablemente, la prensa bombardeó con preguntas a la directiva del manicomio. ¿Cómo era posible tanta desfachatez? Aguantando el escándalo, el director de La Castañeda, el doctor Leopoldo Salazar Viniegra, decidió tomar el toro por los cuernos: sí, Goyo se había escapado. Pero el problema de fondo era la grave falta de vigilancia del centro de salud.
Sólo cuando El Estrangulador se escapó, el director de La Castañeda reveló que las autoridades se habían negado a proporcionarle un par de vigilantes, agentes de la Policía Judicial. Como el escándalo crecía, los reporteros de 1947 averiguaron que el responsable era, nada menos, que el jefe de la Policía Judicial del Distrito Federal, don Eduardo Zayas, quien pensaba que era un completo dispendio destinar a dos de sus hombres a vigilar al asesino serial.
LA FUGA. La única explicación a la fuga de Goyo Cárdenas era la existencia de un acuerdo o incluso un soborno que le abriera las puertas de La Castañeda. De otra forma, no se entendía que ni los cuatro veladores del manicomio ni la media docena de vigilantes de diversos pabellones, incluyendo al de la puerta principal, se percataran de la fuga.
Antonio Jiménez, encargado del Pabellón de Agitados y Reos, declaró que la noche de Navidad, tocó, como parte de su rutina de vigilancia, a la puerta de la celda de Cárdenas. No obtuvo respuesta. Volvió a llamar y nadie le respondió. Entonces se resolvió a abrir la celda, para encontrarse con la ventana rota. Goyo se había esfumado.
En La Castañeda, y gracias a un comportamiento aparentemente equilibrado, Goyo gozaba de algunos pequeños privilegios, como poder caminar, como si fuese un paseante, por las diversas avenidas del manicomio. Tenía papel, pluma y tinta, y estaba dedicado a escribir “sus memorias”. En el barullo de 1947, alguien alcanzó a recordar que, unos meses antes, Goyo había dicho, con completa despreocupación: “Yo me fugaré algún día, y no me encontrarán. Pero prometo que desde mi escondite, mandaré noticias a los periódicos”.
Su “secretario particular”, Carlos Burgos, se escapó de modo extravagante: pidió permiso para ir a la sala de cine del manicomio y, aprovechando la función, escapó. Tuvo la puntada de ir a visitar a doña Vicenta Hernández, madre de Goyo, y aún le pidió prestados tres pesos, para completar su pasaje para Poza Rica, Veracruz. La madre de Cárdenas no le dio dinero, y le preguntó por Goyo. Burgos respondió que estaba bien, y no dijo nada acerca del plan de fuga. Cuando la pobre mujer se enteró del escape de Goyo, declaró públicamente que colaboraría con la policía para que se reaprehendiera a su hijo. Temía que si Goyo seguía libre, tarde o temprano alguien lo reconocería y podrían lincharlo.
LA RECAPTURA… DEL VACACIONISTA. Diez agentes del Servicio Secreto fueron asignados a la búsqueda y captura de Goyo Cárdenas. Pero no fueron ellos, sino agentes de la Policía Bancaria e Industrial quienes dieron con él. Presentado ante el jefe de la Policía, el general Jorge Grajales, Goyo confesó con desparpajo que no se había escapado… simplemente, se había “tomado unas vacaciones”, movido por un impulso imprevisto y que no pudo explicar.
Dijo que le dio algo que llamaba “embolia” y que era, más bien, un estado de inconciencia. En esas condiciones, dijo, rompió el alambre de la ventana y saltó la barda. Locuaz, Goyo comenzó a revelar un mundo insólito: el de las fugas del manicomio: los que se iban para siempre, salían a escondidas por la puerta principal; los que “se iban de vacaciones” abandonaban La Castañeda por una barda que daba al río. Asombrando a sus escuchas, Goyo contó que a esa barda la llamaban los internos “la barda de vacaciones”, porque quien salía por ahí, siempre regresaba.
Una vez fuera, Goyo caminó hacia una estación de ferrocarril. Tomó boleto para Veracruz, de ahí se fue a Tierra Blanca y luego a Ixtepec. Allí un hombre lo reconoció y quiso tomarle un foto. Goyo le cobró 25 pesos por dejarse fotografiar. Entre tanto, uno de los que habían escapado con él decidió regresar a La Castañeda. Interrogado, contó la ruta que había seguido Cárdenas. Así lo encontraron en un lugar cercano a Ixtepec, llamado Punta Paloma, haciendo de “maestro”.
Al ver a la policía, Goyo echó a correr. “¡Párate o te matamos!” le gritaron. Cárdenas obedeció. Amarrado cual fardo, El Estrangulador de Tacuba fue subido a un avión comercial y regresado a la Ciudad de México, donde, por fin, después del escándalo, se empezó a analizar seriamente el traslado de Goyo Cárdenas, asesino serial, a la Penitenciaría de Lecumberri.
Fuente.-
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