La política de hoy y de siempre ha convivido con la mentira. Ello no es para escandalizarnos. Pero lo que resulta insoportable es la mala mentira. La torpe, la descuidada, la fodonga. La que carece de elegancia. La que escasea de refinamiento. La que escatima en galanura. Lo que hace la diferencia entre un cuentista genial y un merolico estúpido.
Leonardo da Vinci decía que lo importante no es que algo sea cierto sino que esté bien inventado. Desde tiempos lejanos, Lucio Anneo Séneca, Nicolás Maquiavelo y Julio Mazarino dictaron sobre la mentira y consta que sus pupilos directos se capacitaron con amplísima suficiencia. Ruego tomar recuerdo que Claudio César Tiberio el Divino, Lorenzo de Médici el Magnífico y Luis XIV el Sol, bien se ganaron su mención honorífica.
En mis edades muy tempranas leí el Mirabeau, de José Ortega y Gasset. En aquel entonces, embrionario aspirante a político, el asunto de la verdad y de la mentira llegó a perturbarme. Tuve que buscar en el fondo de mí mismo para encontrar mi centro y configurar mi criterio. Más tarde supe que eso se llamaba autoanálisis. Creo que me fue útil y oportuno. Diez años después leí la obra de Jeanne Kirkpatrick, La Estrategia del Engaño. Hoy me doy cuenta de que fui afortunado de haberlas leído en ese orden y con esa distancia.
Me percaté de que existen siete razones fundamentales por las que miente el hombre de Estado. Éstas son el cinismo, la codicia, el temor, la vergüenza, la ignorancia, la irresponsabilidad o la inconsciencia. Las dos primeras acercan a la mentira refinada. El cínico y el codicioso suelen estar en dominio de su mente y de su temperamento. Las dos segundas ya nos anuncian el desbarranco. El gobernante asustado y el político avergonzado suelen enredarse entre sus propias palabras. Por último, el mandatario ignorante, irresponsable o inconsciente más debiera buscar los asilos de la verdad que las guaridas de la mentira.
Si sintetizara muy apretadamente las características imprescindibles en una buena mentira, me quedaría tan sólo con tres. La primera, que nunca se note la mentira. La segunda, que nunca se sepa la verdad. La tercera, que nunca se distingan una de otra. Aclaro que, cuando digo “nunca” me refiero no a la fugacidad de sus efectos inmediatos sino al “jamás”, aunque ya haya surtido sus efectos.
Pero, para ello, se necesita seguir un protocolo de nueve rituales inalterables. Lo primero es que no se confiese la mentira. Ello incluye que no se platique, que no se escriba y que no se presuma. El mentiroso triunfante debe pagar el precio de la absoluta discreción y de la renuncia a la glorificación de su victoria.
Lo segundo es que la mentira no se comparta. Lo mejor es que no existan cómplices, pero, si éstos fueran inevitables, que sean los menos posibles y, si las circunstancias lo permiten, que mejor ellos no sepan toda la verdad ni toda la mentira. Incluso, bien vale que los implicados también estén engañados.
Lo tercero consiste en que la mentira no se le olvide a su autor. Que siempre tenga la clara noción de dónde está la verdad y dónde reside la mentira. Los mentirosos desmemoriados siempre nos llevan, primero, a la risa y, después, a la lástima. Lo cuarto se refiere a que la mentira no se la crea su autor. Que no prometa y luego se ilusione. Que no amenace y luego se asuste. Que no invente y luego se engañe.
Lo quinto tiene que ver con que la mentira no se analice. Que su autor no la acompañe de tantos argumentos para hacerla creíble y que ellos mismos sirvan de ilustración a sus adversarios. Lo sexto sería que la mentira no se eternice. Que, tan pronto como surtió su efecto, sea llevada al clóset de lo que no debe verse. El tiempo nunca es neutral sino que siempre corre a favor o en contra. Y, casi siempre, corre en contra de la mentira y a favor de la verdad. El séptimo ritual se refiere a que la mentira no se inmortalice. Que no se le rindan homenajes ni se le edifiquen monumentos ni se le escriban libros. Que no se le exponga a la vista de todos por todos los tiempos. Abraham Lincoln decía que se puede engañar a todos en un tiempo, pero no a todos todo el tiempo. Los rituales octavo y noveno no se refieren a las características de la mentira sino a las del mentiroso. Pueden servir a los jóvenes futuros políticos, pero no sirven de mucho a quienes ya están en función.
Uno es que no se mienta sin experiencia. Que no se intente sin entrenamiento, sin maña, sin estilo. Que no se pruebe sin ya haber ensayado nuestros embustes o sin aún conocer la inteligencia de nuestras víctimas. El otro es que no se mienta con soberbia. Que no creamos que nosotros somos los más inteligentes y que nuestros amigos, nuestros socios o nuestros compatriotas son tan sólo una manada de imbéciles.
Me imagino al perfecto mentiroso como una delicia secreta y clandestina que, además, tiene fama incuestionable de sincero.
Fuente.-JoseEliasRomero/Excelsior
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