Murió el penny.
Sí, el pequeño centavo, esa moneda que sobrevivió guerras, hiperinflaciones, crisis bancarias, Beatles y bombones de un centavo… hasta toparse con su destino más cruel: la irrelevancia. Falleció ayer miércoles en Filadelfia a la respetable edad de 232 años. La causa de muerte, según el Departamento del Tesoro de los EE.UU, fue doble: inutilidad aguda y encarecimiento terminal. Costaba más hacerlo que usarlo; tres centavos por cada uno, para que nadie pudiera comprar ni una sonrisa con él.
Su último aliento metálico se exhaló durante la tarde, entre las prensas de Filadelfia, bajo la mirada compasiva de funcionarios del Tesoro que se debatían entre el homenaje y la risa nerviosa. No hubo últimas palabras. Tampoco epitafio. Solo el pesado silencio de una máquina que ya no tenía razón de girar.
El penny nació en 1793, hijo legítimo de Alexander Hamilton —ese prócer que acabó convertido en musical y billete—, y fue, durante mucho tiempo, el espejo donde los estadounidenses buscaban la esperanza del ahorro.
Con Lincoln eternamente mirando al frente desde 1909, el centavo fue el pequeño héroe cotidiano. Símbolo de modestia, amuleto callejero, inspiración lingüística: “a penny for your thoughts”, “a penny saved is a penny earned”, “pennies from heaven”… Expresiones que hoy suenan como telegramas llegados desde un mundo donde las cosas aún tenían precio y sentido.
Tuvo múltiples caras, literalmente. En sus reversos hubo desde cadenas hasta espigas de trigo, desde cabañas de madera hasta el solemne Lincoln Memorial. Cambiaba de imagen como un actor veterano que se niega a dejar el escenario. Pero ni los escudos patrióticos ni los baños de cobre pudieron disimular su cuerpo enfermo de zinc y su espíritu en ruinas.
Cuando cayó en desgracia, el penny se volvió mendigo. Habitaba frascos polvorientos, bandejas con la leyenda “take a penny, leave a penny”, ceniceros de tiendas de barrio. Nadie lo tomaba en serio, ni siquiera los niños. Los más cínicos pedían su eutanasia; los nostálgicos, su resurrección. Donald Trump, en un gesto de piedad económica, firmó finalmente su sentencia de muerte en febrero. Ironías del destino: el mismo país que alguna vez juró que cada centavo contaba, decidió que ya no valía la pena contarlo.
Hoy quedan unos 250 mil millones de pennies vagando como fantasmas monetarios. Irán desapareciendo lentamente en los cajones, ociosos, oxidados, testigos de un tiempo donde el dinero se podía tocar. Alguno quizá complete un pago, perdido entre las rendijas de una caja registradora. La mayoría se convertirá en souvenir o pulsera vintage en Etsy.
Mientras tanto, el nickel —ese viejo amigo de cinco centavos— tiembla, sabiendo que el verdugo ya afila la calculadora.
Adiós, penny. Que la inflación te sea leve y el cobre te sea tierra.
Con informacion: ELNORTE/

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