Tenía 16 años y la mala suerte de haber nacido en un país donde el silbido de las balas congela la imagen de una calle a cualquier hora del día. La pone a cámara lenta, el ruido de disparos, un cuerpo que cae, que se arrastra buscando refugio, una madre que llega espantada, el carro que sale pitando hacia el hospital más cercano. Fotogramas de la tragedia repetida.
Se llamaba Armando Hernández y no quisieron ayudarle. Las crónicas contaron el 17 de agosto cómo el joven estudiante limpiaba la acera de malas yerbas en Nuevo Laredo cuando se desataron los gatillos militares. Tamaulipas es uno de los Estados de México donde el miedo es patrimonio de todos, de quienes disparan y de los que caen.
Beatriz Guillén ha recreado para EL PAÍS lo ocurrido aquel día, ha hablado con la madre, ha visto los videos de las cámaras callejeras y no ha tenido suerte ni con el Ejército, de donde partieron las balas, ni con las autoridades sanitarias. Nadie atendió sus llamadas para aclarar lo sucedido.
Por qué Armando se fue desangrando poco a poco de hospital en hospital sin que lo atendieran en ninguno, hasta que la familia tuvo que acudir a un centro privado, la otra vía para desangrarse en México cuando no se tiene dinero en abundancia. Con las tripas reventadas por una bala, la sepsis le llevó a la muerte. “No me quiero morir, no me quiero morir”, le dijo a su madre cuando la tragedia atravesaba los minutos más calientes.
En México, una cosa son las versiones oficiales y otra muy distinta es lo que conoce todo el mundo: el miedo, que resume Raymundo Ramos, del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, en una frase que pudre el alma: “Cuando llega una persona herida de bala [a un hospital] hacen lo posible por no atenderlo, prefieren que se muera”.
El miedo al Ejército y otras fuerzas armadas es similar entre el personal sanitario al que le tienen al crimen organizado, desde el primer camillero hasta el último cirujano. “Temen curar heridos, temen salvar vidas, temen verse involucrados en informes oficiales”, asegura Ramos, cuya organización contabiliza decenas de civiles muertos en estas mismas circunstancias en los últimos lustros. México libra su propia guerra.
Que era sábado, que no había especialistas, que el chico no tiene seguro público, que hay que esperar al papeleo mientras la herida va ganando la batalla a la vida. “No me quiero morir”. “No va a pasar nada, ahorita te vamos a llevar al doctor”. El “ahorita” que pronuncia la madre es la fatalidad anunciada.
Los minutos pasan en el primer hospital; dos horas en el segundo, para nada; el ingreso en el tercero, de pago, se hace esperar hasta que la familia recaba la mitad de los 250.000 pesos que les piden, unos 12.000 euros. El médico se retrasó una hora y media. En total, cinco horas de calvario, el joven consciente, peleando con su desgracia. A la primera operación le sigue una segunda, tres días después. Ya la fiebre se ha adueñado del cuerpo espigado del muchacho que cortaba hierbas. Es el final de una vida inocente y el principio de una lucha contra el Estado. Esta no será de horas, sino de días y de silencios.
Casi dos meses después y tras denunciar ante las Fiscalías incompetentes, la madre dice: “Siento que me estoy topando con pared”. Es el muro mexicano. El muro de la policía, de la sanidad, de la justicia. El muro del silencio, el que oculta la gran herida que recorre el país sin ponerle remedio. Y aquí no ha pasado nada. O sea, pasó lo de siempre.
El juez con guardia civil,
por los olivares viene.
Sangre resbalada gime
muda canción de serpiente.
Señores guardias civiles:
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.
Reyerta (extracto). Romancero Gitano.
Federico García Lorca.
Con informacion: DIARIO ESPAÑOL/EL PAIS/CARMEN MORAN BREÑA/
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