El 12 de agosto de 2019, con la demanda “No nos cuidan, nos violan”, grupos feministas se manifestaron en la Ciudad de México por el caso de una adolescente que denunció haber sido violada por cuatro policías preventivos una semana atrás.
Debido a la respuesta gubernamental, una nueva manifestación fue convocada el viernes 16 de agosto, con la finalidad de visibilizar, bajo todos los medios posibles, el problema de violencia contra las mujeres que se vive en la ciudad y en el país, sobre todo, a manos de los agentes de seguridad del Estado.
El tema no es menor, y no es el único. Otros dos policías fueron acusados de abusar sexualmente de una mujer en situación de calle y otro más fue acusado de violar a una menor de edad en un museo. Estos son los casos que recientemente han salido a la luz pública y nos ponen frente a una realidad que ha sido minimizada, que los agentes de seguridad pública replican dinámicas violentas hacia las mujeres.
De acuerdo con datos de la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad de 2016, de las personas encuestadas y de las mujeres que fueron detenidas por policías municipales, 10 por ciento refirió haber sufrido violación durante su arresto, este porcentaje se repite con respecto a las mujeres arrestadas por agentes estatales; la cifra crece a 12 por cierto con la Policía Federal, a 13 por ciento con las ministeriales y a 40 por ciento con la Armada de México. Los casos recientes en la Ciudad de México no son aislados, sino una muestra de una práctica que, si bien no puede calificarse como sistemática, ocurre en las intervenciones en las que policías tienen contacto con mujeres.
Al analizar estos hechos desde las perspectivas feministas se puede referir que las policías replican y fomentan modelos de masculinidad hegemónica sustentados en la violencia y la sumisión, en especial dirigida hacia las mujeres, bajo un paradigma de seguridad pública en el que se pone en el centro a las instituciones y no a las personas. En el contexto de los ataques denunciados por mujeres en los que se presenta a los perpetradores como miembros de la policía la violencia es doble; por un lado de un hombre (de forma individual) y por otro de la autoridad, que debería encargarse de garantizar la integridad personal de todas y todos.
Las corporaciones de policía en México padecen, en su mayoría, de un alto grado de masculinización tóxica que se refleja en esquemas altamente jerarquizados, con violencias simbólicas y físicas, lo que a su vez se reproduce en los espacios de contacto con la ciudadanía. Tradicionalmente, los temas de seguridad, al vincularse con el ejercicio de la fuerza física, estuvieron reservados para los hombres, quienes entonces se convertían en los únicos que podían hacer uso de la facultad del Estado para reprimir y controlar, pues dicha facultad se asociaba con los atributos tradicionales de la masculinidad.
Para María Eugenia Suárez De Garay, la policía puede ser considerada como un espacio privilegiado para la recreación y la reproducción de ciertos atributos de la masculinidad hegemónica. Aunque, para la autora esta definición del oficio policial resulta no ser la más acertada para analizar en su conjunto el quehacer de la policía. Sin embargo, los hechos que se conocen día con día respecto a la actuación policial, particularmente en la Ciudad de México, pero no exclusivamente, parecieran apuntar justamente, a que la Policía bajo un paradigma de seguridad pública sí es un espacio que privilegia la recreación y la reproducción de algunos aspectos de la masculinidad hegemónica la cual cosiste en mantener una posición dominante de los hombres sobre las mujeres privilegiando la violencia, el riesgo y la agresividad como sinónimos de masculinidad.
En 2013, Miriam Maltos publicaba un breve artículo titulado “Mujeres policías desarrollan tendencias masculinas”en el que citaba a Olivia Tena Guerrero, quien refiere que “se ha construido historicamente una relación entre violencia y masculinidad ligada al cuerpo masculino y este espacio, el espacio policial, parece haberse construido como el espacio legítimo para ejercer esta clase de violencia”. De esta forma, el mundo policial establece a la figura masculina como prioridad y se espera que las mujeres que son parte de él “se comporten como los varones, siendo ellos el referente a seguir como patrón de normalidad”.
Por lo anterior, y de acuerdo con la misma autora, “el uso de lenguaje agresivo, ejercicio de formas autoritarias de poder y consumo excesivo de alcohol son algunas de las estrategias de adaptación de algunas mujeres que han llegado a ocupar puestos de mando, en el afán de estar cerca de lo que la masculinidad impone como forma de comportamiento normal dentro de la institución policial”. Además, en algunos casos se ha generado una forma casi pura de masculinidad hegemónica por parte de las mujeres policías, “al enfatizar, primero, las acciones agresivas, luego un fuerte sentido de competitividad y después orientaciones heterosexuales exageradas, frecuentemente articuladas con fuertes actitudes misóginas y patriarcales”.
De esta forma, la policía, desde su modelo más tradicional, se coloca como una institución que privilegia la masculinidad hegemónica y que tiende a perpetuar estas acciones tanto fuera como dentro de la institución, y a considerar como desviada toda conducta que no se encuentro dentro del parámetro masculino aceptado. Por ello, la violencia hacia las mujeres no sólo se lleva a cabo fuera de la institución policial, sino en su mayoría dentro de la misma, primeramente, tratando como inferiores a sus colegas mujeres, incentivando en ellas conductas desde la masculinidad tóxica para otorgarles respeto y sentido de pertenencia a la institución, y en muchos casos, acosando y violentando sexualmente.
Asimismo, esta violencia ejercida por los hombres construidos dentro de la masculinidad hegemónica se erige como un mecanismo de “control moralizador”, es decir, el perpetrador de violencia, “no es un ser anómalo, raro (…) él siente que está castigando a su víctima por algún comportamiento que entiende como un desvío, un desacato a la ley patriarcal”. En el caso de los autoridades de seguridad (policías y militares) implicados en violaciones, podemos hablar de un doble efecto moralizador, ya que no sólo actúan de manera individual como hombres que “castigan” un comportamiento desviado, sino que lo hacen desde un lugar de autoridad, desde el Estado que reproduce discursos patriarcales.
Por lo anterior, los cambios de paradigmas dentro de las instituciones de seguridad pública representan un paso fundamental para disminuir la violencia no sólo hacia las mujeres, sino hacia la sociedad en su conjunto. Esto representaría un paso significativo desde el gobierno para lograr replicar nuevas masculinidades que sean menos violentas y más respetuosas de otros géneros, y en las que no se privilegie la fuerza física para la solución de problemas.
Para ello, el paradigma de seguridad ciudadana se presenta como un buen inicio para los gobiernos, toda vez que en él, la ciudadanía de la mano con los agentes de seguridad que trabajan con un enfoque orientado a la resolución de problemas desde medios alternativos al uso de la fuerza física, diseñan e implementan políticas públicas que benefician primordialmente a las personas. En este paradigma, las actitudes de masculinidad hegemónica dentro de las policías no pueden privilegiarse toda vez que atentan contra la integridad física tanto de sus miembros como de la población y, además, no permiten el goce pleno de derechos de todas las personas.
La llegada de Claudia Sheinbaum al gobierno de la Ciudad de México trajo un cambió a nivel discursivo del paradigma de seguridad pública al de seguridad ciudadana. Sin embargo, los cada vez más visibles hechos que muestran el tipo de violencia al que están sujetas las mujeres en la Ciudad, aunado a la respuesta de los agentes de seguridad pública, han dejado ver que no hay tal cambio en la realidad hasta ahora. La Jefa de Gobierno tiene ante sí un reto mayúsculo: reformar a la policía bajo un paradigma de seguridad ciudadana con una perspectiva feminista y de género. De no lograrlo, es probable que la violencia tanto hacia las mujeres como hacia la sociedad en general, siga en aumento, y nos impida vivir en una ciudad de derechos.
Daira Arana y Viridiana López
Integrantes del Centro Feminista de Investigación Social que busca generar contrapropuestas a las políticas públicas de seguridad desde los feminismos.
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