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lunes, 15 de julio de 2019

"BRASIL y MEXICO": DOS PAISES "VIOLENTOS" con DOS ESTRATEGIAS DISTINTAS en SEGURIDAD...el problema es como cada cual ve el problema.

Brasil y México estrenan gobiernos y contrastan por sus recién estrenadas políticas de seguridad. Cuentan con el mayor número de ciudades violentas del mundo. Brasil enfrentará el problema de manera ortodoxa: con mano dura y un programa para armar a las familias. México tiene un plan híbrido: mantiene una parte punitiva y le da fuerza a otra, que busca atacar la pobreza y las otras causas de la violencia

La seguridad ciudadana es un problema insoslayable para cualquier Gobierno que busque el bienestar de su gente. Junto con el empleo, la salud y la educación, la seguridad es una de las mayores preocupaciones de los latinoamericanos. Mucho puede debatirse hasta qué punto y debido a qué mecanismos la sensación de inseguridad e injusticia es un fenómeno azuzado por agentes interesados; sin embargo, y más allá de las encuestas de opinión, las cifras de homicidios, feminicidios, robos y otros delitos son muy alarmantes, especialmente en las ciudades medias y grandes.
Brasil y México son países que albergan el mayor número de ciudades más violentas del mundo, de acuerdo con un estudio realizado con datos de 2018 por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, una organización civil con sede en México especializada en temas de inseguridad. Según dicho informe, de las 50 urbes del planeta con mayor tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes, 15 se ubican en México, 14 en Brasil, seis en Venezuela, cuatro en Estados Unidos y tres en Sudáfrica [1].
La respuesta que se ha dado en cuanto a la estrategia de política pública de seguridad está marcada por un aumento, sin precedentes, de la inversión en seguridad en Brasil, siendo para 2018 (cuando todavía gobernaba Michel Temer), el país que más había aumentado el gasto militar en la región, alcanzando un gasto de 27.8 millones de dólares, una estrategia de seguridad que Jair Bolsonaro heredó de su predecesor.
Sin embargo y, a pesar de contar con una matriz similar de violencia, las respuestas que se están dando desde México marcan un precedente para el combate de la inseguridad que difiere sustantivamente del abordaje que se hace desde Brasil, respondiendo desde un enfoque progresista al problema de seguridad que asola al país. A continuación, algunos de los rasgos principales de los enfoques de los gobiernos de Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador.

Brasil: un gobierno de militaristas y milicianos

No se puede escindir el conjunto de medidas referidas a cuestiones de seguridad pública presentadas hasta el momento por Jair Bolsonaro de dos aspectos constitutivos de tal perspectiva (y que anteceden al inicio de su mandato): por un lado, el grave deterioro institucional de todo el cuadro vinculado con la seguridad pública durante los años de Gobierno de Michel Temer y, por otro, el clima social creado por el propio Bolsonaro –sus seguidores y políticos afines– a partir de la expansión de un discurso truculento de mano dura o “tolerancia cero”. Tal narrativa, si bien viene siendo expuesta hacia la ciudadanía desde hace décadas, ha ganado notable protagonismo y centralidad, precisamente, con la instalación de Bolsonaro como una figura destacada de la escena política contemporánea.
Hay un aspecto que no puede ser dejado de lado al analizar las cuestiones de seguridad pública en Brasil: las diferencias regionales y las distintas estructuras –y modalidades de convivencia– entre las fuerzas de seguridad actuantes en cada estado subnacional. Una breve revisión muestra un alto índice de superposición entre policías civiles, militares, estatales y municipales que, en algunos casos, implica la superposición de a veces más de seis fuerzas de seguridad diferentes sobre algunos de los 27 distritos provinciales. A este desajuste operativo hay que sumarle las puntuales intervenciones de las Fuerzas Armadas, bajo diferentes auspicios y convocatorias, que se han verificado a los largo de las últimas décadas, incluso durante los gobiernos del Partido dos Trabalhadores.
Un paso clave en este último punto fue la intervención federal al estado de Río de Janeiro sobre la jurisdicción de la seguridad pública decretada por Michel Temer en febrero del 2018. Al margen de la maniobra intervencionista –en ese año y los anteriores nada indicaba que debiera ser Río de Janeiro el estado a intervenir porque no tenía las peores estadísticas oficiales– lo más preocupante fue el hecho de que colocó al frente del operativo a las Fuerzas Armadas, consagrando un protagonismo de los militares que sería determinante los meses subsiguientes, al punto tal que por primera vez un militar accedió a la Presidencia.
La medida tomada por Temer reubicó los parámetros de abordaje sobre la seguridad pública –también lo hizo nombrando por primera vez a militares en su gabinete– que ya venía presentando índices cada vez más alarmantes: en 2017 se registraron casi 60 mil muertes por homicidios [2], una cifra tan llamativa que alimentó las peores tradiciones en la materia. La situación aumentó la figuración pública de ciertas personas propagadoras de los discursos de “exterminio” y mano dura, pero también reorganizó y amplió el espacio para la actuación paraestatal o ilegal de “escuadrones” y “milicias” que, según los territorios, pasaron a “ocuparse” de la seguridad [3].
En este contexto, con la militarización de la seguridad pública emprendida por Temer, toda construcción previa y alternativa que en la materia podría haberse auspiciado comenzó a desdibujarse cada vez más. Así, buena parte de las medidas sobre el tema que fueron definidas por los gobiernos del Partido dos Trabalhadores comenzaron a ser desestructuradas.
Simbólicamente, una de las primeras medidas que tomó Lula en el 2003 fue promover, mediante un Estatuto del Desarme [4], una mirada diferente sobre la materia, siendo que –como estaba comprobado– las armas de fuego eran una de las principales causas de muerte en la población. Estudios posteriores indicaron que tal medida permitió salvar aproximadamente 160 mil vidas, puesto que puso bajo regulación estatal la portación y circulación de las armas. En oposición, uno de los decretos iniciales de la gestión de Bolsonaro fue flexibilizar la venta de las armas de fuego, ampliando, a su vez –de 5 a 10 años–, el periodo de portación de las mismas. Ahora el comprador ya no tiene que justificar ante la Policía Nacional la necesidad de comprar un arma de fuego, trámite por el que han tenido que pasar los 330 mil brasileños que, al día de hoy, tienen esa licencia. Según especialistas del Forum Nacional de Segurança Pública [5], una de las entidades más respetadas en la materia y que viene alertando sobre el giro que implica la llegada de Bolsonaro a la Presidencia, por cada 1 por ciento más de armas de fuego que hay en circulación, hay un aumento de 2 por ciento de los crímenes violentos en la sociedad.
Algunos de los principales aspectos del Plan de Seguridad del gobierno Bolsonaro, y que están comprendidos en la propuesta enviada al Congreso –que excede cuestiones de seguridad pública, pero que reorienta fuertemente aspectos de la misma, y que ha recibido muchas críticas [6]– son [7]:
-Exclusión de ilicitud. Se trata de una alteración al propio Código Penal que posibilita la reducción o la anulación de la pena a los policías que causaran muerte durante el ejercicio de sus actos y aleguen “excusable miedo, sorpresa o emoción violenta”, durante aquello que, llegado el caso, un juez clasifique como “exceso”. Según esta interpretación, el policía puede dejar de ser preso incluso habiendo sido observado en flagrancia. Lo señaló incluso el exjuez y ahora ministro de Justicia, Sergio Moro, en un reportaje “aclaratorio” sobre la medida: “el policía no tiene que esperar recibir un tiro para responder”, alterando toda la tradición que supone el “uso progresivo de la fuerza” con la que se forman actualmente las diferentes policías en sus academias respectivas. Para el Consejo Estatal de Derechos Humanos de San Pablo y el Grupo Tortura Nunca Más, la medida es inconstitucional porque los policías, aún aquellos que se encuentren bajo investigación, responderán los procesos en libertad, lo que puede suponer una presión sobre los testigos o incluso la realización de otros delitos; ello coloca a los policías fuera de la Ley, lo cual contradice el principio de igualdad e isonomía constitucional.
-Alteración del concepto de organización criminal. También supone un cambio en el Derecho Penal. Con la modificación, cualquier grupo compuesto por cuatro o más personas puede ser observado como organización criminal. La forma vaga con que es definido trae consecuencias en los procedimientos investigativos, tanto en lo que hace a los conjuntos potenciales a ser perseguidos, como por los preconceptos –todo deviene de la interpretación que se establezca– con los que se maneje la cuestión de la “organización criminal”. Un elemento conexo a esta alteración, y que demuestra por otro lado la “influencia estadunidense” de Sergio Moro en cuestiones jurídicas, es el protagonismo que se le otorga los “informantes”, aspecto que también será decisivo respecto de la definición de “organización criminal”, lo que alimenta el carácter persecutorio –ya no investigativo– que pasa a tener el procedimiento penal.
-Recolección de ADN compulsivo. La propuesta para ampliar el ya controversial Banco Nacional del Perfil Genético con la incorporación de todos aquellos condenados por delitos (aún sin cosa juzgada) de forma compulsiva es una definición abiertamente inconstitucional y que, más allá de ir contra el principio de la no autoincriminación –según el cual nadie está obligado a producir pruebas contra sí mismo– es una de las formas más directas de crear estigmatizaciones sobre ciertos grupos poblacionales, aumentando la presión (social) persecutoria sobre los mismos.
Estas propuestas, que todavía deberán ser refrendadas por los poderes públicos (porque ya se han planteado controversias importantes) redefinen toda una orientación para los problemas de seguridad pública brasileños: nada se dice de las causas y todo está puesto sobre el delito. Una persecución violenta sobre los delincuentes, incentivada por un discurso social cuyo principal vocero es el propio presidente. El impacto que esto supone es la construcción de un orden público-policial violento organizado desde el Estado.

México: ¿un laboratorio para estrategias de seguridad heterodoxas?

La estrategia de seguridad pública del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, implica un cambio en el paradigma que ha regido en las últimas décadas, al sustituir la llamada “guerra contra el narcotráfico” por un enfoque más integral que atienda las causas estructurales de la extendida violencia en el país. De acuerdo con el diagnóstico del gobierno, la crisis de seguridad que vive el país es un fenómeno no visto desde el final de la Revolución Mexicana, a inicios del siglo XX.
¿En qué consiste la nueva estrategia de seguridad? En primer lugar, el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024, busca diferenciarse de la estrategia “represiva policial-militar” que dejó un saldo de 274 mil asesinatos [8] y más de 40 mil  desaparecidos [9] en los dos últimos sexenios de gobierno (de 2006 a 2018). En segundo lugar, pretende ampliar los alcances y abordajes sobre el delito, al incluir los “delitos de cuello blanco” –como el desvío de recursos, el lavado de dinero y las operaciones de recursos de procedencia ilícita– dentro de su estrategia de seguridad, a diferencia de las últimas dos administraciones, en las cuales, la corrupción política fue constante y una importante fuente de violencia e impunidad.
“Por definición, la delincuencia organizada no puede existir sin un grado de involucramiento de funcionarios públicos que le ofrezca un margen de protección e impunidad y el tamaño, la extensión y el poder de grupos criminales como los que existen en México sólo pueden entenderse por una corrupción de dimensión equivalente en las oficinas públicas, particularmente aunque no en forma exclusiva, en los aparatos de prevención y combate de la delincuencia, procuración e impartición de justicia”, señala el diagnóstico del gobierno mexicano. [10]
Un tercer aspecto a destacar es que el Plan busca atender prioritariamente las causas estructurales de la violencia, como el incremento de la pobreza, la marginación, la falta de oportunidades laborales y la falta de servicios educativos y de salud.
Sin embargo, tanto el repunte de la violencia –que ha tenido un nivel récord durante 2018 [11]– como la debilidad institucional de los cuerpos de seguridad del país, propiciaron que la Administración de López Obrador optara por crear una nueva fuerza de seguridad: la Guardia Nacional. Dicha corporación está siendo conformada por integrantes de la Policía Militar, Naval y los remanentes de la Policía Federal. Según el gobierno, una de las razones para crear una nueva policía militarizada  era que, en años anteriores, la falta de presupuesto había hecho totalmente inocua a la fuerza, en tanto existían 20 mil uniformados para un país de 120 millones de habitantes.
De este modo, el presupuesto para Seguridad Pública en 2019 se redujo un 12.4 por ciento respecto del año anterior [12], mientras que el presupuesto de la Secretaría de la Defensa Nacional, que coordina el despliegue de la Guardia Nacional, se incrementó en un 15 por ciento, al contar con un monto total de 93 mil 670 millones de pesos (4 mil 897 millones de dólares) para 2019. [13] De acuerdo con Alfonso Durazo, titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, la Guardia Nacional contará con un presupuesto de entre 15 mil y 20 mil millones de pesos (hasta 1 mil 45 millones de dólares) para conformar un cuerpo de seguridad de 80 mil elementos para finales de 2019. [14]
Aunque diversos académicos y especialistas en derechos humanos mostraron sus preocupaciones [15] sobre las facultades de la Guardia Nacional a la hora de perseguir delitos del fuero común o participar en investigaciones de crímenes, el Congreso mexicano aprobó por unanimidad (un hecho inédito en 30 años de la llamada transición democrática en México) [16] los términos en que operará la nueva fuerza bajo mando militar por un periodo acotado de 5 años. Con ello, se resolvió la falta de marco jurídico con el cual habían operado el Ejército y la Marina en tareas de seguridad pública, en los últimos 12 años de la “guerra contra el narcotráfico”.
Al mismo tiempo, el Gobierno de López Obrador solicitó a la oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michel Bachelet, dar seguimiento y capacitación a los integrantes de la Guardia Nacional para tratar de garantizar el respeto a los derechos humanos. [17] Esto, luego de que en los pasados dos gobiernos se registraran múltiples casos de violaciones graves de derechos humanos a manos del Ejército y la Marina en labores de seguridad. [18].
El gobierno de México ordenó el despliegue de la Guardia Nacional en las 17 regiones más violentas del país, las cuales registran una alta tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes. En dichas zonas prioritarias, el Estado mexicano busca desplegar 600 efectivos permanentes para realizar labores de patrullaje y apoyo a las autoridades policiales estatales [19]. De este modo, la Guardia Nacional tendrá un despliegue regional en todo el país dentro de 266 regiones [20], donde la prioridad será proteger a la población antes que capturar a los líderes de las bandas del crimen organizado, como ocurría en el pasado reciente. Al mismo tiempo, y dado el nuevo enfoque sobre la seguridad, el gobierno de López Obrador prevé implementar una ambiciosa agenda [21] de programas sociales [22], con los cuales busca mitigar los efectos de la pobreza y marginación que se vive en diferentes zonas del país, con el objetivo de restablecer la paz en México.

A modo de cierre

En el caso de Brasil, la política de seguridad de Jair Bolsonaro continúa y profundiza los lineamientos trazados por el gobierno ilegítimo de Michel Temer y se pone a tono con el enfoque punitivista que ha sucedido al llamado “fin de la ola progresista”, de la mano de gobiernos conservadores, alineados con Estados Unidos y de claro corte neoliberal. En cuanto a México, Andrés Manuel López Obrador tiene el reto de llevar adelante una política de seguridad que no sólo represente un quiebre con la llevada a cabo por sus antecesores –muy similar a la que rige en Brasil y que ha conducido a niveles extremadamente preocupantes de violencias–, sino que demuestre una contundente efectividad. Cabe mencionar que muchos sectores de la sociedad, incluso afectados por la violencia, ven con ojos de desconfianza a la nueva Guardia, en tanto significa una persistencia de la militarización de la seguridad, aspecto que, dentro de los marcos progresistas, ha sido cuestionado. Es por ello, entre otras cosas, que la apuesta de López Obrador representa una novedad en el campo de las políticas públicas progresistas.
Tal vez el presidente mexicano supo leer que una de las razones del ascenso de gobiernos de derecha en la región fue una creciente demanda ciudadana de mayor seguridad y mejor justicia ante las violencias de distintos grados que tiñen la cotidianidad; quizás vio que desde hace décadas la derecha ha monopolizado y ha llenado de contenido –punitivista, vengativo e individualista– el concepto de seguridad. De este modo, confrontar con éxito ese sentido común en el plano simbólico, comunicacional y material, supone una acuciante necesidad en un gobierno, como el de López Obrador, que representa un verdadero cambio en México. Las cifras, en unos años, deberían mostrar si finalmente el punitivismo ha mejorado la seguridad en Brasil y si la estrategia de seguridad integral de López Obrador ha significado un salto cualitativo en la materia.
fuente.-CELAG/

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