Menos que un proceso para determinar su culpabilidad en la comisión de delitos graves, el juicio contra Joaquín "El Chapo" Guzmán es el espacio donde se debaten dos percepciones radicalmente opuestas: por un lado, México aparece como un país asediado por traficantes que amenazan la "seguridad nacional", un Estado potencialmente fallido, donde la corrupción oficial y el asesinato conducen la vida diaria del gobierno y la sociedad civil.
Por el otro, las autoridades de México y Estados Unidos, lejos de combatir el fenómeno del narcotráfico, parecen explotarlo, manipularlo, hasta finalmente convertirlo en objeto de una compleja red de intereses geopolíticos.
Lo que está en juego es afirmar o negar el tamaño y relevancia de los llamados "cárteles de la droga" y su capacidad para intervenir en la estructura política y económica de México. Desde luego que el objetivo del juicio es determinar la culpabilidad de Guzmán, pero para hacerlo, tanto la fiscalía como la defensa han tenido que recurrir a narrativas, en apariencia divergentes, en torno al espectacular submundo criminal donde los "narcos" mexicanos son capaces de controlar el mercado mundial de la cocaína, pero donde también deben sobornar a los más altos funcionarios de la clase gobernante en México para sobrevivir, todo mientras conducen una vasta red de tráfico en estados como Texas, Arizona, Nueva York, Illinois y Nueva Jersey y se las arreglan para secuestrar, torturar y asesinar a miles de sus rivales y competidores.
En la acusación formal, a Guzmán se le imputan 17 cargos, entre los más importantes el de dirigir una empresa criminal que, bajo su supervisión y la de Ismael "El Mayo" Zambada, introdujo más de 200 toneladas métricas de cocaína a Estados Unidos entre 1999 y 2014. Según la fiscalía, Guzmán es culpable de haber conspirado para traficar drogas desde 1989, generando ganancias personales de más de 14.000 millones de dólares. Según un comunicado de prensa del Departamento de Justicia estadounidense del 20 de enero de 2017, esa exorbitante cantidad de dinero habría sido "lavada" y transportada en efectivo desde Estados Unidos a México. Y aunque no se incluye en los cargos, también se acusa a El Chapo de ordenar personalmente el asesinato de miles de "competidores traficantes de droga" en la frontera entre los dos países "aproximadamente" entre 2007 y 2011.
La evidencia hasta ahora se basa principalmente en los dichos de otros traficantes que a cambio reciben reducciones a sus sentencias carcelarias. Recientemente se mostró al jurado un pesado costal con "ladrillos" de cocaína que, según se dijo, provienen de esas 200.000 toneladas traficadas por El Chapo pero destruidas por las autoridades estadounidenses durante 15 años de decomisos. Entre las 300.000 páginas de documentos, 117.000 grabaciones de audio y miles de fotos y video, la fiscalía destaca el video de un decomiso de 7.3 toneladas de cocaína escondidas en cientos de latas de chiles jalapeños. También está otro en el que Guzmán mismo interroga a un supuesto traficante rival.
Notemos, sin embargo, que más allá de esa narrativa y el efectismo de la droga como utilería teatralizada, la fiscalía está lejos de probar que el sinaloense de 61 años sea un traficante que "ha aterrorizado a comunidades de todo el mundo", según afirma el Departamento de Justicia en el comunicado antes citado. Algo similar ocurre con los 14.000 millones de dólares que la acusación formal atribuye al botín de El Chapo si recordamos que la revista Forbes especulaba que su fortuna no rebasaba los mil millones de dólares cuando lo incluía en su lista de multimillonarios entre 2009 y 2012.
Resulta inverosímil que miles de kilogramos de cocaína puedan llegar hasta la nariz de los abogados o empresarios que la consumen en Nueva York, Chicago o Los Ángeles, sin mediación de traficantes estadounidenses o de autoridades locales corruptas, como también es ridículo imaginar los miles de camiones de carga que se necesitarían para transportar 14.000 millones de dólares en efectivo desde Estados Unidos a México y que hasta el último dólar llegara a las manos de El Chapo en la serranía del triángulo dorado. (En una ocasión, como periodista en Ciudad Juárez, me tocó reportar un camión de carga que se volteó en una curva a la salida de un puente internacional con 6 millones de dólares en efectivo. Pero ese camión ya había cruzado la frontera a Estados Unidos, donde el lavado de dinero es un negocio más normalizado gracias a las leyes que protegen el secreto bancario, además de la endémica corrupción del sistema financiero global que no necesito detallar).
Llama también la atención que, pese a miles de denuncias documentadas de atrocidades cometidas por las fuerzas armadas mexicanas durante la supuesta "guerra contra las drogas" en contra de civiles inocentes en lugares como Ciudad Juárez, Tijuana y Monterrey, la fiscalía en Nueva York no tenga mayores reparos en señalar a El Chapo como el responsable directo de miles de asesinatos y únicamente de "traficantes rivales". Con esta narrativa se busca persuadir al jurado de que este es el jefe de la misma organización que tardó semanas en traducir del inglés las preguntas del actor estadounidense Sean Penn después de aquella famosa entrevista en Rolling Stone, y el mismo capo que se obsesionó con una actriz de telenovelas al punto de invitarla a su escondite probablemente a costa de su captura. ¿Cómo reconciliar en la misma persona al CEO de una organización multimillonaria que amedrenta ciudades de todo el mundo, pero que sólo cuenta con personal logístico monolingüe? ¿O aquel que literalmente tuvo que dar miles de órdenes homicidas en viva voce, pero que arriesga su vida para conocer a la "reina del sur" que ha visto en la televisión?
Menos vistosa, la estrategia del equipo de defensa ha consistido hasta ahora en mostrar a Guzmán como un traficante de segunda fila, y todavía más lejos, como un mito manufacturado por las autoridades mexicanas y estadounidenses. Según el abogado Jeffrey Lichtman, el verdadero jefe del "Cártel de Sinaloa" es "El Mayo" Zambada, quien se habría mantenido en libertad ofreciendo millones de dólares incluso a algunos ex presidentes de México como Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón. Estos pagos, más que sobornos para facilitar sus acciones criminales, parecieran producto de una extorsión del gobierno federal que explota a los traficantes a cambio de retrasar su inminente caída. Pero las explosivas declaraciones de los abogados de El Chapo no sólo fueron desestimadas por el juez Brian M. Cogan, sino que buena parte de la información del juicio se ha llevado desde entonces en secreto. ¿Qué más queda oculto en esta dialéctica censurada?
Sin duda la fiscalía podrá demostrar que Guzmán ha traficado con droga y que acaso ordenó varios asesinatos, con lo que probablemente consiga enviarlo a prisión de por vida. Pero ¿cómo probar que Guzmán protagonizó un conflicto armado parecido a una guerra de exterminio —que arrojó un saldo de 121.000 homicidios y más de 30.000 desapariciones forzadas— durante los mismos años en que supuestamente lideraba una organización que por sí sola produjo una fortuna digna de los principales magantes del planeta? ¿Por qué, en la era de la vigilancia masiva en que la National Security Agency probablemente me espía a través de mi computadora mientras escribo, no se ha podido localizar los 14.000 millones de dólares que se atribuyen a El Chapo?
Las contradicciones en la narrativa oficial deberían desacreditar el proceso por sí mismas. Pero lo grave es que ocurrirá lo contrario. La fantasía que nos presenta al mayor traficante en la historia de la tierra se sostendrá porque responde a una hegemonía discursiva, es decir, un relato que todos hemos aprendido para intentar explicarnos la violenta realidad en la que vivimos y que complacientemente separa el mundo entre "narcos" malos y policías y gobernantes buenos, sobre todo si son policías y gobernantes estadounidenses. Esta narrativa genera un consenso que exculpa a las fuerzas armadas mexicanas de sus crímenes de lesa humanidad y legitima la estrategia de militarización. También supone la rectitud de las autoridades estadounidenses y que la cocaína llega hasta ese país allí por el sofisticado ingenio de los traficantes mexicanos que burlaron a la DEA, la CIA, el FBI, corporaciones policiacas, pandillas y hasta al dealer más pedestre que, aunque sea un muchacho blanco y no hable español, de algún modo trabaja para el "Cártel de Sinaloa".
Advierto otra narrativa que se deriva del juicio y que comienza a trastocar las relaciones de poder entre México y Estados Unidos: el narcotraficante como un delincuente creado por el prohibicionismo estadounidense, utilizado por el estado mexicano y luego manipulado por un esperpéntico proceso judicial para sustentar la fantasía del combate a las drogas. En esta narrativa el "jefe" del "Cártel de Sinaloa" es un subalterno del poder oficial estadounidense y mexicano, traicionado y enjuiciado por ellos mismos. Y cuando el proceso termine, prevalecerá ante todo un estado de excepción que continúa imponiendo su monopolio de la violencia "legítima", su insensata política prohibicionista, y la fuerza bruta de sus asesinos aparatos de "seguridad nacional". Ojalá un día sean ellos los enjuiciados.
Autor: Oswaldo Zavala es periodista y profesor de literatura y cultura latinoamericana en la City University of New York (CUNY). Su libro más reciente es Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México (Malpaso 2018). Twitter: @oswaldo__zavala.
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