Andrés Manuel López Obrador está a punto de cometer el mismo error que su archirrival, Felipe Calderón Hinojosa: privilegiar el brazo coercitivo del Estado sobre la procuración de justicia. Es decir, tener más cerca de sus preocupaciones a la Guardia Nacional que a la Procuraduría General de la República (PGR).
El último presidente del PAN confió plenamente en la estrategia de persecución que Genaro García Luna le presentó para combatir al crimen organizado: una mezcla de participación intensiva del Ejército y la Policía Federal en aquellas poblaciones vulneradas por la criminalidad.
Otorgó, sin embargo, un papel secundario a la institución responsable de investigar los delitos y de consignar a los responsables ante los jueces. Para Calderón la PGR fue un instrumento político bajo su mando dispuesto para resolver los problemas de seguridad. Debía obedecer órdenes del presidente, del secretario de seguridad y atender también las consignas de persecución integradas por los mandos militares.
Cuando el procurador Eduardo Medina Mora se enfrentó al secretario de Seguridad Pública, el todopoderoso Genaro García Luna, salió perdiendo. Luego Calderón se trajo de Chihuahua al muy inepto Arturo Chávez Chávez, quien antes había sembrado pésimos resultados en su tierra. Pero al entonces presidente lo conmovieron los peores argumentos: su filiación panista y también la amistad.
La política de procuración terminó, en el último tramo de aquella administración, en manos de Marisela Morales, una mujer con fama de dura y también de arbitraria, que dio resultados en algunos temas pero que – igual a sus antecesores– no se ocupó de construir vida institucional en la PGR ni de capacitar a su personal, de cara al nuevo sistema penal que ese mismo gobierno había promovido.
Si un error sobresale, entre muchos, a propósito de la política criminal calderonista, fue el de haberle dado la espalda a la reforma de la procuraduría. Por eso la institución se ha empeñado en la fabricación de culpables, en el populismo punitivo, en atacar a los enemigos del gobierno en turno y en hacer favores a los poderes más oscuros.
Préndase la alarma porque el error está a punto de repetirse cuando la Guardia Nacional es la pieza principal de la política de seguridad anunciada por el flamante presidente López Obrador. Es evidente que ha dedicado muchas horas a pensar esta institución y también a enfrentar las críticas, en su mayoría fundadas, de quienes le reclaman que haya dado un paso adelante en la militarización de la vida cívica del país.
Pero lo más preocupante es que haya dejado de lado el expediente de la Fiscalía General de la República. No está de acuerdo con que sea autónoma ni independiente; la quiere como en los viejos tiempos: bajo el mando presidencial, al servicio de la política de seguridad y conducida por un incondicional.
Mucha Guardia Nacional y poca procuración de justicia son un caldo venenoso para los derechos humanos y, sobre todo, pospone en el calendario el día en que la Constitución gobernará por fin en esos territorios del país donde hoy el crimen organizado es rey.
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