Plagado de corrupción, de abusos de poder, vicios y fallas de un
sistema mafioso como el que encabeza Enrique Peña Nieto, la práctica del
espionaje se convierte en una costumbre perniciosa de los gobiernos
autoritarios e incapaces de garantizar gobernabilidad, vida y patrimonio.
Es en estos regímenes autoritarios tercermundistas donde espiar
a periodistas y activistas defensores de los derechos humanos se convierte en
una obsesión, mientras el país se cae a pedazos debido a la violencia del
crimen organizado, la multiplicación de los asesinatos, los secuestros, el
hambre y la falta de empleo que engancha cada vez más a un mayor número de
personas en el país.
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En el gobierno de Peña Nieto los periodistas somos vistos como
enemigos. La crítica le lacera, le incomoda y le enoja al inquilino de Los
Pinos, signo de una mediocridad sin límites en la tarea de gobernar si es que
puede llamarse tarea ser rehén de los intereses más oscuros.
Poco después de entronizarse en el poder, en diciembre de 2012,
preocupado por la crítica hacia su gobierno que no ataba ni desataba –como
hasta ahora –para resolver los problemas del país, en Los Pinos se urdió un
plan maquiavélico y no menos siniestro para controlar a la prensa,
amedrentarla, mantenerla a raya, subyugada y a su servicio. Al menos esa era la
intención.
El plan se integró como una estrategia perversa en la política
de Comunicación Social del Gobierno federal y consistió, primero, en recortar
al máximo la publicidad de los llamados medios críticos. En este plan se
incluyeron medios de comunicación como La Jornada, Proceso,
Reforma y en otra lista los medios electrónicos a los que se les empezó a
asfixiar con los retrasos en los pagos de la publicidad bajo el argumento de
que la caída de los precios del petróleo orillaba al gobierno a realizar
recortes drásticos en sus presupuestos.
En diciembre de 2013, la Secretaría de Hacienda, encabezada por
Luis Videgaray, suspendió los pagos de la publicidad de cierre de año y los
autorizó tres meses después. Muchos medios de comunicación sufrieron para
cubrir sus gastos de impresión, nóminas e insumos. Y así continuó el plan de
ahorcamiento de medios. Esto constituyó una de las primeras presiones en contra
de algunos medios.
Paralelamente, se incluyó en una lista a periodistas, defensores
de derechos humanos y activistas a los que se les comenzaría a desacreditar a
través de una contraofensiva periodística mediática. Esa lista la encabezaba
Carmen Aristegui, incómoda para el poder por su trabajo informativo, a quien le
desataron una guerra sucia a través de Televisa –la del PRI y
aliada del régimen –para denostar a quien en ese momento era titular del
noticiero matutino de MVS, el más crítico y polémico de México.
De igual forma enderezaron demandas en su contra y
cuestionamientos que arreciaron todavía más tras dar a conocer el escándalo de
corrupción que sepultó el sexenio de Enrique Peña Nieto: La Casa Blanca, cuyas
explicaciones no le alcanzaron a Angélica Rivera para acallar la andanada de
cuestionamientos por lo que a todas luces era un ejemplo de la más descarada
corrupción que exhibía al régimen priista.
El gobierno de Peña Nieto no se detuvo ahí. A través de
múltiples resortes siguió maniobrando hasta hacer estallar un conflicto
mayúsculo en MVS que terminó con la salida de Aristegui. Luego
apareció “El periodismo de ficción de Carmen Aristegui”, un libro que abonaba
en las tendencias perniciosas del Gobierno federal y cuyo contenido pretendía
poner en evidencia las fallas de la periodista. No se logró el propósito del
descrédito y, en cambio, sí se exhibió tácitamente la mano que financiaba ese
trabajo editorial de poca monta. No se necesitaba ser adivino para saber donde
se había urdido ese plan.
Pero no fue el único libro que se programó para golpear a medios
de comunicación y a periodistas. Luego se proyectó que otra pluma alquilada
enfocaría el reflector a la calle de Fresas 13, en la colonia Del Valle, donde
están ubicadas las oficinas del semanario Proceso, fundado en 1976
por Julio Scherer García.
El proyecto editorial, según se pudo averiguar, avanzaba con
algunos capítulos que contenían entrevistas con ex reporteros de la revista que
salieron enojados tras renunciar o ser despedidos; también incluía a empleados
de confianza que habían trabajado durante varios años y que conocían, como
pocos, los entresijos de una de la publicaciones más acreditadas del país. El
libro no se publicó, hasta donde se supo, porque la editorial desistió
argumentando inconsistencias en el trabajo y algunos riesgos legales.
Con estos dos casos acreditados, el objetivo del gobierno era
–se ignora si ya desistió – intentar desacreditar a los periodistas y medios de
comunicación que con mayor énfasis y frecuencia estaban cuestionando, entre
2012 y 2014, a la administración de Peña Nieto.
El gobierno era blanco de críticas nacionales e internacionales
por un plan perverso de la prensa sino simplemente porque el país ya iba mal,
había ingobernabilidad y excesos en el ejercicio del poder.
Tales críticas fueron parte del trabajo cotidiano de los medios
de comunicación a raíz de la corrupción probada, la desaparición de los 43
normalistas de Ayotzinapa, el asesinato y desaparición de periodistas en el
país, la reforma energética que era vista como la entrega de la riqueza
nacional a los intereses extranjeros, la violencia imparable, la expansión del
crimen organizado, la infiltración de decenas de instituciones, la cooptación
de altos mandos policiacos, el financiamiento de las campañas políticas por
parte del narcotráfico y otras redes criminales –que exhibieron a México como
un narcoEstado — la corrupción descomunal de los gobernadores, en alguna medida
protegidos por el poder, por citar solo algunos escándalos que sumieron en el
desprestigio nacional e internacional a Peña Nieto.
Ahora que The New York Times dio a conocer
pormenores de las operaciones de espionaje atribuidos al gobierno federal,
mediante las que fueron espiados periodistas como Carmen Artistegui y su hijo
Emiliano; Salvador Camarena, entre otros que sí han asumido una posición
crítica frente al poder, cabe preguntarse si parte de las estrategias perversas
del régimen también se implementaron para asesinar y/o desaparecer a decenas de
periodistas en el país.
Y llama la atención, de igual forma, por qué esas muertes y/o
desapariciones de comunicadores no se resuelven. ¿Será que quien mata es el
mismo que investiga?
En estados como Veracruz las muertes de periodistas desataron
toda una epidemia. Ni bien terminaban de sepultar a un reportero cuando, a los
pocos días, otro crimen sacudía al gremio. Con algunas excepciones, muchos
casos fueron ligados al crimen organizado, particularmente a los cárteles del Golfo,
Los Zetas y el cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), en disputa por la
plaza veracruzana. La mayoría de los expedientes pasaron al fuero federal, sin
soluciones hasta la fecha.
Siguen impunes muchos casos más, ocurridos recientemente, como
el de Javier Valdez, en Culiacán, Sinaloa, que propició que en todo el país se
elevara el grito de ¡Ya basta de muertes!.
Es por estas y otras razones, no es creíble que el Presidente
Enrique Peña Nieto tenga la voluntad de defender y proteger la libertad de expresión
y a los periodistas. ¿Por qué? Porque somos sus enemigos. Así nos han visto
siempre. Por eso no importa que sigan matando a comunicadores y en cosa de días
los hechos sangrientos pasen al olvido como si se atropellara a un animal en la
carretera y no se perdieran vidas humanas.
La utilización del software Pegasus para espiar
a periodistas y a defensores de los derechos humanos –un instrumento israelí
para perseguir a delincuentes de altos vuelos y terroristas que sólo se vende a
gobiernos en el mundo –es el ejemplo más claro de cómo somos vistos los
reporteros por este régimen autoritario.
¿Qué espían? ¿Qué quieren saber? ¿Para qué violan la privacidad
de comunicadores y defensores de los derechos humanos? Los problemas del
régimen y del país son ampliamente conocidos. Sólo un gobierno que no está
caminando por la ruta de la legalidad pone en práctica el espionaje y gasta
millones de pesos en ello. Es la práctica de los gobiernos dictatoriales, de
los regímenes autoritarios que se preocupan más por espiar a los periodistas
que por atacar las causas de su propio desastre.
Es por ello que llama la atención sobremanera que la
delincuencia organizada esté disparada en México, sin parangón con otros
tiempos, y que el crimen organizado internacional tenga en el país un asidero
propicio para desarrollar sus negocios ilegales.
Y es que tiene todo a modo: un gobierno cómplice que no
investiga –sólo espía a periodistas y activistas sociales para saber qué van a
hacer –, un marco legal poroso, endeble y sin dientes; una estructura policiaca
que se alquila al mejor postor, en más del 80 por ciento está al servicio de la
criminalidad; gobiernos estatales y municipales dispuestos a pactar con la
mafia y un grueso social cada vez más necesitado de trabajo y dinero que se
convierte en la mano de obra más barata para los grupos trasnacionales del
crimen. México es el paraíso de la mafia internacional. Gana todo y el riesgo
de perder es casi nulo.
Y aun con todo esto, el Procurador General de la República, Raúl
Cervantes, afirma que el crimen organizado en México ya no es un tema de
seguridad nacional sino pública.
Esto explica también por qué el gobierno está más preocupado por
espiar que por atender la emergencia nacional; en el fondo de este escenario
yacen las complicidades más oscuras entre los hombres del poder y la mafia. Por
eso es mejor espiar, espiar a todos, saber qué hacen, que saben y con quien se
reúnen los periodistas y los activistas sociales. Es la obsesión del poder,
aunque lo niegue el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong.
Preocupa y mucho que el gobierno espíe a periodistas porque
activa la sospecha de que la mano oficial puede estar detrás de muchos de los
asesinatos y/o desapariciones de periodistas. Pero también preocupa que, una
vez que han salido a flote las evidencias del espionaje, el Presidente no exprese
nada ni ordene una investigación para saber quien ordenó realizar esas
prácticas de espionaje en su gobierno. Como en el caso de las múltiples muertes
de periodistas, nadie sabe qué pasó. Es la política del silencio cínico.
Lo cierto es que el trabajo periodístico en México siempre ha
estado bajo el reflector del espionaje oficial. Eso no es nuevo, al fin y al
cabo quien nada debe nada teme. Nuestro trabajo como periodistas es público y
será siempre público. El régimen es el que está envuelto en misterios y
acciones soterradas cual gobierno mafioso que acalla toda expresión crítica
porque se sabe responsable.
fuente.-
No
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