Una revisión atenta sobre el talante de la administración Peña Nieto debe concluir que varios de sus actores impulsan desde hace años un deslizamiento hacia soluciones de mano dura.
El episodio más reciente en esta dinámica la protagonizó la semana recién concluida el secretario de la Defensa, el general Salvador Cienfuegos.
Expertos en el campo de los derechos humanos se inclinan a encontrar un parteaguas en la tragedia de Ayotzinapa, en septiembre de 2014, por lo que habría una atmósfera y una actitud del Estado mexicano antes y después de ese acontecimiento. Antes más tolerante y abierto, ahora más cerrado y hostil. Y uno de los núcleos más duros en este escenario son las Fuerzas Armadas.
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Este clima se caracteriza cada vez más por una reducción de espacios para debatir salidas al problema de inseguridad del país y sus múltiples impactos en la comunidad. En este entorno, llamados a extremar el uso de la fuerza, envueltos en una dosis de demagogia, pueden resultar suficientemente seductores como para emprender remedios que a la postre resulten peores que los problemas que busquen resolver.
En el Senado se anunció ayer que avanza la posibilidad de convocar a un periodo extraordinario de sesiones para discutir una Ley de Seguridad Interior que otorgue respaldo jurídico a la intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública.
En opinión de múltiples expertos, una ley en la materia sólo validará y alargará en el tiempo una solución que ha mostrado no sólo ser inútil sino haber atraído otros problemas, como abusos contra población civil e indicios de una creciente corrupción dentro de la milicia, a causa del dinero del crimen organizado.
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En este mes de diciembre se cumplió una década de que el entonces presidente Felipe Calderón ordenó un despliegue militar sin precedente en su estado natal, Michoacán, carcomido por la penetración de las bandas del narcotráfico, adueñadas desde entonces de la vida económica y de amplios segmentos de la actividad política en la entidad.
En este periodo, Michoacán ha presenciado de todo: gobernadores rendidos ante las mafias; encumbrados personajes –gobernadores y su parentela, alcaldes, legisladores- subordinados ante el poder de un capo aldeano. Y como telón de fondo, una interminable y sangrienta sucesión de ejecuciones; el surgimiento de grupos de autodefensa alimentados lo mismo por el ejército que por los cárteles; masacres de gente inerme a manos de militares, como ocurrió en Apatzingán; la designación de Alfredo Castillo como una especie de comendador colonial, un virrey que mandaba sobre toda tarea de los gobiernos federal, estatal y municipales en la entidad…
Sin embargo, la violencia en Michoacán prevalece, en los meses recientes incluso se ha agravado. La única diferencia es que la administración estatal parece más políticamente presentable porque se halla al frente Silvano Aureoles, un mandatario surgido de la oposición, pero quien disfraza los problemas y en los hechos resulta tan frívolo e incompetente como sus inmediatos antecesores.
En el breve lapso de los últimos días, los secretarios de la Marina, Vidal Francisco Soberón; de Defensa, el citado general Cienfuegos; el propio presidente Peña Nieto y una serie de senadores tuvieron pronunciamientos en el mismos sentido: la tarea de las fuerzas armadas en materia de seguridad interna amerita una ley que la respalde.
Poco se debatió el hecho de que en sus pronunciamientos, el general Cienfuegos dirigiera reclamos muy directos al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y que pusiera en tela de duda la pertinencia de la reforma en el sistema de justicia penal. En otro país e incluso en otra etapa de México, declaraciones similares podrían haber sido interpretadas como una agravio a la autoridad civil, a la que todo militar debe lealtad.
Pese a una retórica que parece apelar al patriotismo más elemental, no queda claro por qué se precisan leyes para dar cobertura a la presencia militar en la calles para combatir a criminales de todo tipo. Ello ya ocurre, como se dijo, desde hace una década y aun más, sin que nadie haya salido a impugnar tal estado de cosas. Hay protestas, sí, en el ámbito nacional e internacional, por atropellos militares contra la población, como ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y otras irregularidades. ¿Es que se pretende que una nueva ley dé cobertura o maquille semejantes excesos?
Es el artículo 89 de la Constitución el que detalla los derechos y obligaciones del presidente de la República. En su fracción VI establece que entre aquéllos se halla “disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente, o sea del Ejercito terrestre, de la Marina de Guerra y de la Fuerza Aérea, para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación”.
¿Requiere una disposición que exhibe ya tal claridad y rango una ley reglamentaria? Es posible que sobren juristas que defiendan este punto. Pero durante la última década también se han multiplicado las voces en el sentido de que dotar de una legislación ad hoc a las fuerzas militares en asuntos de seguridad pública hará correr al país el riesgo de un endurecimiento de nuestra vida en comunidad, y dotará de un protagonismo político a los jefes militares que nunca será deseable.
Si como ha expresado el general secretario Cienfuegos la inseguridad no ha sido resuelta con la participación de militares pues “no estudiaron para perseguir criminales”; ni la criminalidad se puede resolver “a balazos” ¿por qué profundizar y hacer permanente esta tarea que en sentido contrario, ha debilitado la imagen del Ejército y la Marina y ya exhibe pruebas de penetración del narcotráfico en los cuarteles? Si faltara una prueba, habría que rescatar el origen de “Los Zetas” como brazo armado del Cartel del Golfo, que lo formó cooptando al grupo de élite militar denominado GAFES.
El Senado mexicano podría aprovechar la modorra política y ciudadana del arranque de año para sacar de la chistera una Ley de Seguridad Nacional que represente una regresión en este campo. Pero es posible que ello no haga sino agudizar la alerta que existe en el mundo sobre el deterioro de los estándares de convivencia que el país exhibe en el respeto a los derechos ciudadanos y la incapacidad del Estado mexicano para hacer prevalecer una normalidad democrática.
Fuente.-LaSillaRota
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