Editorial del diario estadounidense The New York Times, publicada el 26 de abril en su impreso (traducción de NYT en español)
El presidente de México, Enrique Peña Nieto, viajó en diciembre de 2014 al estado de Guerrero. Meses antes, allí desapareció, en oscuras circunstancias, un grupo de 43 estudiantes que se dirigía a una protesta en Ciudad de México. Se asumió que habían sido asesinados.
Peña Nieto dijo: “Superemos esta etapa, demos un paso hacia adelante”.
Se equivocaba al pensar que podría pasar la página después de aquella atrocidad, una violación de derechos humanos de semejante calibre que provocó una indignación nacional ante un gobierno que no ofrecía respuestas sobre los responsables y sus motivaciones.
Unas semanas antes, ante la presión en las calles y la condena internacional, Peña Nieto permitió que un grupo de expertos extranjeros elegidos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos abriera una investigación sobre la desaparición de los estudiantes en conjunto con el gobierno. A medida que los investigadores entrevistaban testigos y analizaban las evidencias forenses, descubrieron información que contradecía la versión que el gobierno mexicano había calificado como “verdad histórica” en enero de 2015.
Esa versión, ofrecida por Jesús Murillo Karam, en ese entonces procurador general de la república, decía que los estudiantes habían sido incinerados en un basurero después de su secuestro por agentes de la policía local que trabajaban en conjunto con el cartel de los Guerreros Unidos. En septiembre de 2015, el grupo de expertos publicó un informe en el que afirmaba que había testimonios sobre la presencia de oficiales de la policía federal y el ejército mexicano en el lugar donde se cometió la desaparición forzada. También descartaron la posibilidad de que haya existido un fuego de dimensiones suficientes como para quemar 43 cuerpos en el basurero de Cocula.
En vez de reconocer la importancia de esos hallazgos, el gobierno de México evadió las peticiones de más información y los permisos para interrogar a más testigos que hicieron los expertos. Dos de las investigadoras, Claudia Paz y Paz, exfiscal general de Guatemala, y Ángela Buitrago, una fiscal colombiana, fueron vilipendiadas en la prensa mexicana, lo que el grupo de expertos entendió como una campaña de difamación que se lanzó con la bendición de un gobierno cuya credibilidad erosionaban con sus hallazgos.
El domingo pasado, el grupo presentó su segundo informe con su versión final de los hechos. Este no establece de manera concluyente qué les sucedió a los estudiantes. Pero esimposible no interpretarlo como una acusación contra el sistema de justicia mexicano, corrupto y a menudo brutal. El informe dice, por ejemplo, que la versión oficial de los hechos se basa en testimonios obtenidos bajo tortura. También señala a los investigadores mexicanos por no seguir ciertas pistas o negarse a corregir versiones preliminares a la luz de nuevas pruebas. El comportamiento del gobierno dio pie a especulaciones generalizadas de que miembros de las fuerzas de seguridad federales estuvieron implicados en los crímenes y luego buscaron encubrir sus huellas.
Los expertos explicaron su posición durante una rueda de prensa el domingo en Ciudad de México, poco antes de abandonar el país, pues su mandato para investigar llega a su fin y el gobierno anunció que no lo renovará. Los familiares de las víctimas allí presentes coreaban:“No se vayan, no se vayan”.
Y eso dejó claro que el gobierno mexicano no tiene la voluntad política de reformar las instituciones judiciales. Tampoco la crueldad con la que trata a sus ciudadanos.
Con información de Aristegui Noticias/TheNewYorkTimes.
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