Todos hablan muy mal de la corrupción y muy bonito de la dignidad, pero hay que ver qué clase de dignidad puede pagarse quien a diario soporta menosprecios, afrentas, vejaciones y el látigo tenaz de la vigilia.
Mexico,D.F 29/Nov/2014 La policía… siempre en vigilia”, rezaba el aforismo de los Polivoces que ya
hace varias décadas dejaba caer el índice en mitad del renglón. Hay quienes
piensan, no sin algún resabio confesional, que los mexicanos tenemos la policía
que nos merecemos. Los números, no obstante, apuntan a una conclusión más
simple: tenemos los gendarmes que pagamos.
Nadie quisiera ser atendido por un mal doctor. Menos aún por otro cuyo
negocio fuese conservarle enfermo (que por cierto los hay y no son pocos). Se
prefiere, cuando hay, gastar un tanto más, a cambio de afligirse un poco menos.
O en su caso peregrinar en busca de “opiniones” que puedan merecer algún
respeto. Todo excepto dejar nuestra supervivencia en manos de personas indignas
de confianza. Y si bien menudean los santos abnegados que se dejan la piel en
salvar vidas a cambio de un salario miserable, lo que el paciente espera no es
que quien le abra el vientre sea un héroe, sino un profesional.
En términos estrictamente prácticos, la protección de nuestra salud está no
solamente en manos de los médicos, sino asimismo de los policías. La gente se
practica chequeos médicos que permiten monitorear y combatir a tiempo dolencias
que aún no se han manifestado, pero hay que ver qué clase de profilaxis
permitiría prever y acaso disminuir la probabilidad de un plomazo en la nuca,
un atropello impune, un pulgar amputado por unos cuantos pesos.
Aprendemos, de niños, que el policía está ahí para ganar medallas por su
valor. Los concebimos férreos y desinteresados, íntegros e inflexibles, como
serían los mismísimos ángeles si tal fuese su chamba terrenal. Luego, ya en el
camino, se enseña uno a perderles el respeto, cuando no a detestarlos igual que
a criaturas del infierno cuya misión consiste en atracarle, chantajearle,
calumniarle, golpearle o enjaularle por sus lampiñas barbas. Admitimos, al fin,
que el guardián de la ley sea prócer o monstruo, superhombre o villano de
historieta, pero jamás gente de carne y hueso. ¿Quién le manda meterse a
policía?
Da grima ver doctores mal pagados, tanto como hospitales mal equipados o
moribundos desatendidos. Y si parece un crimen que el médico explotado regatee
por ello devoción a su oficio, no menos criminal tendría que ser cicatear un
salario decente y atractivo a quienes viven de conservarnos vivos. Una
encomienda plena de sacrificios que no por fuerza cumplen los doctores, y
cualquier día, insisto, aterriza en las manos de la gente de azul.
Sería pertinente y acaso saludable preguntarse, así fuera por mera ociosidad,
cuánto cobraría uno por hacer el trabajo de un policía. Un salario que hiciera
redituable, o al menos tolerable, la joda de vivir arriesgando el pellejo por
quienes rara vez te lo agradecen, y al contrario: te miran por encima del
hombro, como a una subespecie sin rostro ni opinión, ni derecho a la mínima
confianza.
¿Quince mil pesos al mes, por ejemplo, algo menos del doble de lo que gana
hoy la mayoría? ¿No es todavía un abuso, siquiera por tratarse de un objetivo
militar del hampa? ¿Veinte mil, veinticinco? Parece poco aún, aunque cada vez
menos un insulto. ¿Algunos incentivos, además? ¿Cuánto será bastante para dar y
exigir respeto al uniforme, y entonces sí indignarse hasta el soponcio por la
avidez extrema del corrupto o la falta de oficio del inepto?
Me pongo ahora en las chanclas del malandro. Si mi negocio está en quebrar
la ley, encuentro conveniente que a sus centinelas se les pague tan poco que no
puedan rehusar mis pequeñas ofertas solidarias. Me será útil, de paso, que
nadie los respete. Que aparezcan en prensa y televisión desarmados, golpeados y
humillados por gañanes impunes e impertérritos. Que no sepan reunir pruebas y
requisitos para integrar una averiguación, de manera que ni cayendo preso me
pueda hacer la ley más que cosquillas. Que antes que policías sean el
hazmerreír de una ciudadanía habituada a rascarse con sus uñas.
En otras latitudes, el uniforme azul es en tal modo respetado y codiciado
que sólo una espartana minoría consigue hacerse con la distinción. Con esos
policías no se juega, y si acaso se les quiere comprar hay que correr el
riesgo, usualmente muy alto, de ir a dar a la cárcel en el intento. Su
ocupación jamás los hará ricos, pero el oficio incluye otras retribuciones,
como sería el orgullo de no necesitar del dinero de nadie para mirarse
plenamente compensados. O el simple privilegio de contar de antemano con el
respeto ajeno, en especial el de los criminales.
Me cuesta imaginar, de vuelta en el paisaje nacional, quién osaría anhelar
un trabajo tan pobremente retribuido y con seguridad aún más riesgoso que el de
sus adversarios en la industria del hampa, que para colmo suelen mandarse
solos, holgazanear mañana, tarde y noche y percibir ingresos incomparablemente
superiores. Todos hablan muy mal de la corrupción y muy bonito de la dignidad,
pero hay que ver qué clase de dignidad puede pagarse quien a diario soporta
menosprecios, afrentas, vejaciones y el látigo tenaz de la vigilia. Y tampoco
parece precisamente digno reconocer que vive uno en sus manos. ¿Pobres de
ellos, por fin, o pobres de nosotros? No encuentro diferencia, la verdad.
La evolución de una sociedad se puede medir en la fomra de como ésta, trata a sus policias.
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