Termina, en unas semanas, lo que puede calificarse como el sexenio más violento en la historia reciente. 193 mil 612 personas fueron asesinadas en una vorágine que hace palidecer cualquier matiz.
Y no es que antes hubiera algo de que vanagloriarse, ya que la marca del presidente Enrique Peña Nieto fue de 157 mil 198 asesinatos durante su periodo, el asunto es que los últimos años resultaron peores.
Lo delicado es que se perdió mucho de lo avanzado en términos de análisis de inteligencia, al reducir la eficacia de lo que fue el CISEN, ahora transformado en CNI y en tirar por la borda todo el capital humano que pertenecía a la Policía Federal y en cuya formación se invirtió tiempo y recursos.
Imperó una suerte de capricho, de imposición de una ruta para no aceptar nada que proviniera de un pasado que se considera réprobo y que en teoría encarna el despliegue de todos los males y las resistencias que aún imperan.
Por eso, la estrategia de seguridad consistió en ocuparse, al menos de modo discursivo, en revertir las condiciones sociales que propician los altos índices delictivos. Esto, es evidente, no se consolidó, en parte porque no hay forma de que funcione la idea de que los grupos delincuenciales van a desaparecer porque los jóvenes reciben becas.
Un error de perspectiva inmenso, porque lo que activa las carreras delictivas también se sustenta en esquemas aspiracionales que no se pueden alterar en donde impera la debilidad institucional.
Se estableció, de igual forma, una dinámica en la que se buscó reducir el enfrentamiento de los cuerpos de seguridad con las organizaciones del crimen, pero eso no disminuyó las muertes, más bien empoderó a bandas delictivas que establecieron o consolidaron el control territorial en algunas regiones del país.
En contrapartida, se militarizó el enfoque, se desistió de formar una policía de carácter civil y se impulsaron cambios a la ley que aumentaron el catálogo de delitos que merecen prisión preventiva oficiosa.
Una contradicción en la que navegó el actual gobierno, renuente a enfrentar a los capos de las drogas, pero decidido a meter en prisión a infractores de menor calibre.
La Guardia Nacional solo fue civil en el papel, porque en realidad nunca existió la voluntad de cumplir con la Constitución, y por eso la van a reformar en las próximas semanas.
Estas dobleces objetan sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y rechazan, en parte, la visión progresiva y garantista que imperó, no sin traspiés, hasta diciembre de 2018.
Hace unos días, una juez ordenó a la FGR que se indague a los responsables del caso Radilla, pero este mismo asunto es el que motivó que en la CoIDH se establecieran límites temporales a la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública.
Esta disposición ya no se acatará, pero tendrá repercusiones en el plano internacional, colocando a nuestro país en un listado de naciones reacias a la protección de los derechos humanos.
Algo similar ocurre con la prisión preventiva oficiosa, la que contradice el debido proceso y tiene a miles de personas no sentenciadas tras las rejas y en amplios periodos de tiempo.
Al balance negativo de estos años, habrá que añadirle que los cimientos de lo que se hizo van a permanecer a nivel de la propia Constitución.
Esto dará un estrecho margen de maniobra al nuevo gobierno, en el entendido de que quisieran dar un viraje, lo que por lo demás es dudoso.
Veremos que arroja la consolidación del poder militar, fortalecido con diversas tareas, pero sobre todo con la responsabilidad de devolver la paz y garantizar la seguridad ciudadana.
Mientras, ahí está el balance terrible: 193 mil 612 homicidios, algo así como llenar el Estadio Azteca unas 2.3 veces. Un espanto, por donde quiera que se le vea
Fuente.-(X) @jandrade /Emeequis /Imagen/web