975 metros por segundo. Esa es
la velocidad alcanzada por una bala de fusil AR-15 como las descargadas contra
Miguel Ángel Rodríguez Viviano, un muchacho de 17 años originario de Ajuchitán
del Progreso, Guerrero. Fue el primero en ser ejecutado en Tlatlaya por un
militar, quien luego sembró esa arma junto al cuerpo de otro para así cuadrar
la escena en la masacre que usó como coartada un enfrentamiento.
Mexico,D.F 05/Ene/2015 (SinEmbargo) Agentes del gobierno del Estado de México, dicen ahora
las investigaciones, estaban allí. Ellos torturaron a otro testigo para que no
hablara y ayudaron a encubrir el crimen. Pero Eruviel Ávila ordenó “guardar”
durante más de una década el caso, lo mismos que la PGR y las Fuerzas Armadas.
Sin Embargo presenta la reconstrucción de los minutos
de la matanza con base en el conjunto de declaraciones y peritajes –declarados
como “confidenciales” por el Gobierno federal y del Estado de México–. En las
268 páginas del apretado texto pericial, se observa el horror de una madre al
encontrar a su hija de 15 años agonizante, y luego muerta.
O se distingue a un muchacho de 17 años tratando de
detener, con sus manos, la muerte lanzada como un relámpago por un militar mexicano
a velocidad de 975 metros por segundo.
Uno de esos que no han pagado es el coronel Castro.
Eso dice la evidencia…
La
historia –según reportes oficiales y testimonio– de cómo ocurrió la masacre de Dentro de un cuarto interior a la bodega rebosante de cadáveres,
dos o tres militares con traje de campaña llevan a cinco personas
sobrevivientes del tiroteo del 30 de junio de 2014.
En el cubo de ladrillos, acomodan a Clara,
una mujer que minutos atrás ha visto morir a su hija de 15 años de edad; a su
lado, a Cinthya, una muchacha de 20 años de edad; luego a una mujer de nombre
Patricia y, a la derecha de ésta, a dos varones jóvenes.
Los soldados efectúan una investigación
exprés con los sobrevivientes. Algo concluyen los militares que desamarran
a quienes continúan atados.
Sobre este momento, dirá Clara ante la
autoridad:
“Como
a las siete de la mañana –ya con luz del día–, llega una persona alta, de
bigote, con uniforme diferente al de los demás militares. Se acerca a los dos
muchachos y les pregunta en qué trabajaban y su edad. Les dice que lo acompañen
porque les tomarán una foto. Sale esta persona de uniforme distinto y los saca
[a los jóvenes]. En eso, escucho disparos provenientes de atrás de la caseta.
Después de los disparos, la persona uniformada entra otra vez, pero ya sin los
dos muchachos”.
Cynthia también hablará de este momento:
“Un
militar le dice a los dos chavos que estaban amarrados junto conmigo que fueran
con él para tomarles unas fotos y los lleva a la vuelta del cuarto y escucho
unos disparos, después regresó el soldado, pero ya sin los dos chavos”.
[Esta doble ejecución no será descrita en
las acusaciones federales. Las autoridades ministeriales y judiciales, civiles
y militares, presentarán cargos por homicidio contra un sargento y dos
soldados, cuyos uniformes sólo se distinguen en que el primero lleva dos cintas
a manera de insignias y los otros no, aunque este es un pormenor difícil entre
civiles ajenos a la milicia, además que en los trajes de campaña las
distinciones son camufladas].
–Esa pinche vieja no me convence –repite
el militar de uniforme diferente respecto a Clara.
–¡Si no quieres cooperar, yo veo que te
metan 10 años a la cárcel! –la amenaza el militar de vestimenta diferente.
–¡Me violaron! –solloza Cynthia.
–Vamos a buscar al que te violó –propone
un soldado y ambos salen del lugar. A unos pasos, Cynthia reconoce, inertes, a
los tipos interrogados segundos atrás.
Más balazos. Patricia imagina al joven
rostro de Cynthia con los ojos abiertos sin que nadie se compadezca en
cerrarlos y ayudarle a descansar en paz.
Pero no, Cynthia vuelve con una cuenta en
mente: en medio del matadero humano, ha observado, además de los ejecutados
afuera del cuarto, ocho muertos y, del lado izquierdo del lugar, otros cinco,
estos encimados como borregos antes de partir con el tablajero.
El uniformado responsable de transmisiones
contacta con la zona militar “a las seis de la mañana”, según las actuaciones,
y más personal castrense llega al sitio.
Hacia las 12:30 del día, cerca de ocho
horas después dela masacre, se presentan funcionarios de la Procuraduría
General de Justicia del Estado de México (PGJEM) y, de acuerdo con al menos uno
de los testimonios, también de la delegación mexiquense de la Procuraduría
General de la República (PGR).
“Un gordito que dijo que era de la PGR de
Toluca, nos sacó de la caseta a una por una y nos cruzábamos la calle, en
frente de la bodega y nos interrogaba”, revelará Clara y dejará abierto otro
dato: personal federal habría conocido, desde el inicio de la investigación o
la simulación de ésta, la escena del crimen alterada por el Ejército mexicano.
El
Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, definió como
“asesinatos calificados” la ejecución de los 22 jóvenes. Foto: Cuartoscuro
Lo anterior quedará asentado en
declaraciones ministeriales, las mismas actuaciones útiles para incriminar a
militares de la tropa en los “asesinatos calificados”, según tipificación del
Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, “ejecuciones
extrajudiciales”, ha definido la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Pero lo descrito por el propio agente del
Ministerio Público del Estado de México da más clave. El abogado mexiquense da
cuenta de la presencia, anterior a su arribo, de un mando castrense:
“[El]
sitio se encuentra resguardado por personal militar, a cargo de tres camionetas
de la Secretaría de la Defensa Nacional [Sedena] al mando del Coronel del
Batallón 102 de Infantería, con sede en San Miguel Ixtapan, Tejupilco, Estado
de México, Raúl Castro Aparicio”, quien, momentos antes, avisó por teléfono al
Ministerio Público del Estado de México, instancia investigadora a la que
tocaba intervenir en primera instancia.
En adelante, la Procuraduría mexiquense
sostendrá la confiabilidad de su investigación en función del resguardo del
sitio realizado por el coronel Castro. La autoridad investigadora dependiente
del Gobernador Eruviel Ávila concluirá oficialmente:
“Por
las observaciones realizadas en el lugar de la investigación, se determina que
este fue preservado en su estado original momentos previos a nuestra
intervención criminalística, lo que se corrobora ya que a nuestro arribo al
lugar se encontraba resguardado por elementos del Ejército mexicano”.
En el documento existen más referencias de
la intervención del coronel en el sitio de la investigación. En algún momento
de la mañana, los investigadores descubren un pequeño arsenal en una de las
camionetas relacionadas con los supuestos criminales. Entre las armas, incautan
una granada con seguro y espoleta, “la cual por seguridad del personal de
actuaciones y por indicación del coronel del 102 Batallón de Infantería de
nombre Raúl Castro Aparicio le ordenó al capitán segundo de Infantería de
nombre Alberto Francisco Cruz Hernández que retira dicha granada y fuera
llevada a sus instalaciones militares para su desfragmentación”.
Raúl Castro Aparicio pidió a las
autoridades civiles la entrega de la camioneta militar involucrada en el
enfrentamiento. Las condiciones de este mismo vehículo luego del tiroteo
suponen otra contradicción, pues la Secretaría de la Defensa Nacional reportará
un número mayor de impactos recibidos al contabilizado en el sitio por la
Procuraduría del Estado de México.
Contrario a los discursos de apertura y
transparencia propagados por los gobiernos de la federación y mexiquense, el
caso Tlatlaya es una caja oscura hoy bajo reserva por la Procuraduría General
de la República y la Procuraduría General de Justicia del Estado de México
hasta el año 2026.
¿Qué ocultan el ejército mexicano y el
gobierno del Estado de México?
Muchas
claves están en un documento clave del caso obtenido por SinEmbargo, la acusación contra los únicos siete
militares presos hasta hoy por la madrugada de Tlatlaya, esas horas en que el
Ejército mexicano se abrogó el derecho de llevar al paredón a mexicanos
indefensos.
***
El militar hace un lado su fusil de cargo,
un largo, incómodo e inconveniente para el rifle alemán. Envuelve con su mano
el pistolete de este AR-15 estadunidense. Aprieta y suelta el gatillo por
primera vez. En los tubos y cajas de acero, el percutor se libera y golpea el
cartucho. La bala se expulsa y gira por los ranuras del cañón donde el pequeño
cono de plomo vestido de latón se raya de manera única e irrepetible: se
imprime la huella dactilar de esta arma que, para quien sabe usarla, es más
útil en espacios reducidos y aquí concurren ambas condiciones: la masacre de
Tlatlaya tiene por protagonistas a soldados del Ejército mexicano y por
escenario una bodega de apenas 400 metros cuadrados en un solo nivel.
El gas de la detonación inunda el túnel de
salida del rifle y mil luciérnagas parecen salir de la punta del conducto, pero
lo que sale es la muerte, exactamente, a 975 metros por segundo.
La culata golpea el hombro cubierto de
verde olivo. Dos, tres, cuatro, cinco veces más ocurre el retroceso y regreso
del cilindro del émbolo. Los cinco proyectiles atraviesan al hombre contra el
que dispara de lado alado, del pecho y el estómago a la espalda.
Los cinco casquillos empleados salen, uno
a la vez, expulsados hacia un lado, pero las vainas de cobre golpean en
silencio el suelo, que es de tierra floja. Cesan los lamentos de Miguel Ángel
Rodríguez Viviano, un chavalo de 17 años originario de Ajuchitán del Progreso,
Guerrero. Esto se sabe porque su madre lo reconocerá en pocos días con la
barriga zurcida de arriba abajo y los ojos abiertos a la nada.
El fusil recogido de entre los cadáveres
por el militar y utilizado para asesinar al muchacho es marca DPMS Phanter
Arms, una firma basada en Saint Cloud, Minnesota, proveedora de ejércitos y
policías. En Estados Unidos, por ejemplo, provee a la Patrulla Fronteriza. En
su publicidad, la compañía se dice “orgullosa de proveer a aquellos que pelean
por defender nuestra libertad” o lo idea que de esto tienen los militaristas
estadunidenses. Con este mismo rifle será asesinado en unos momentos Jesús
Jaime Adame.
Los soldados han conducido a Miguel Ángel
y otros cuatro hombres hacia el muro izquierdo de la bodega, un lugar en medio
de la nada o del infierno, como se quiera, y los colocan contra la pared.
Pero decir hombres es sólo un decir: dos
apenas han pasado los 20 años de edad, uno los 18 y, los dos restantes, 17.
Pero, para los militares, eso no importa. En el mejor de los casos para su
conciencia, son sicarios, cuando mucho niños asesinos cuya vida no sólo es
prescindible sino de erradicación obligada. En la peor de las posibilidades,
los militares están aquí para tomar la vida de esos “contras”, rivales de
negocios de drogas y secuestro y extorsión.
Nadie sabe bien cuáles son los motivos que
han traído hoy, 30 de junio de 2014, a ocho militares a este lugar en San Pedro
Limón, municipio de Tlatlaya, al sur del Estado de México.
Los soldados han entrado con la adrenalina
al tope. Vienen de ocho minutos en que a ese pedazo de la Tierra Caliente el
aire se le convirtió en fuego. Y ahora, ellos tres, un sargento y dos soldados
de infantería, están ahí dentro y lo que no huele sangre se oye a muerte.
Hasta 15 varones y una muchachita han
muerto o agonizan y los uniformados quieren más. Reúnen a los hombres rendidos,
al menos ocho, y los llevan a un cuarto interior, una caseta en que los
interrogan al vapor. Escogen a cinco de ellos que, sin las armas, no son más
que niños suplicantes.
Los llevan a la pared izquierda, orientada
hacia el norte del lugar. Los muchachos evitan los muertos regados en la tierra
floja.
Los militares hacen a un lado sus fusiles
de cargo, los largos rifles alemanes G3, y toman del suelo cuernos de chivo,
los favoritos de los pistoleros del narco mexicano. Introducen el dedo en el
guardamonte, a milímetros del gatillo. Ponen a los jóvenes contra la pared.
La súplica es el más doloroso de los
aguijones.
–¿No irá a rebotar? –duda uno de los de
verde.
El llanto de los chavos espolea la furia.
–No, no hay problema –resuelve otro.
Uno de los soldados se dirige a un grupo
de tres mujeres y dos hombres atados con cable de las manos en la espalda y
sentados sobre ladrillos.
–Agachen la cara, no volteen –ordena el
militar, pero es imposible cerrar los ojos, al menos una mujer que ha llegado
ahí para ver la muerte de su hija de 15 años decide no enceguecer.
–¿No que muy cabrones? –la voz del militar
es un relámpago golpeando la lámina galvanizada de la construcción.
¡Pum! El primer disparo se escucha como
una barda cayendo contra el suelo dentro de la cabeza de quienes escuchan.
–¡Aguanten la verga!
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!…
–¿No que muchos huevos, hijos de su puta
madre?
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!…
Los cadáveres yacen apilados y los
militares dan vuelta, porque el trabajo de paredón no ha terminado.
***
Desde febrero, Clara buscó a su hija Érika
con todas las angustias encima y todos los chismes detrás de la niña de 15 años
de edad.
A las tres de las tarde del 29 de junio,
la mujer recibió la llamada esperada en su teléfono celular.
–¿Dónde estás? –preguntó Clara a Érika.
–Vengo de Palmar y vamos hacia San Pedro
–respondió la jovencita.
–¿Qué estás haciendo ahí? –regañó Clara,
una maestra del Consejo Nacional de Fomento Educativo, institución de gobierno
dedicada a llevar escuela las comunidades más alejadas del país.
–Nada.
–Quiero hablar contigo. Yo voy por ti
–quiso exigir o suplicar Clara, pero la niña terminó la llamada.
Movida por un mal presentimiento, dirá
ella misma en una futura declaración ministerial, Clara toma un camión de
Arcelia, Guerrero, hacia el vecino pueblo de San Pedro Limón, ya en el Estado
de México. Desciende del ruletero, justo frente a una clínica, a las ocho y
media de la noche. La mujer busca asiento en la calle, sin idea de qué
dirección tomar para buscar a Érika.
Una hora después de morderse las uñas,
observa una camioneta Ford Ranger color gris con doble cabina. Reconoce a su
hija adentro del vehículo y este frena. La niña baja.
–Vámonos a la casa. Te voy a meter a un
internado –intenta ordenar la madre.
Tras 15 minutos de discusión, un hombre
joven abandona la camioneta y se acerca.
–No tienen mucho tiempo para hablar –dice
el muchacho con tono fastidiado y un fusil consigo. –Suban a la camioneta
–ordena.
Clara obedece. En la parte delantera de la
Ford, junto a Érika, se sientan dos jóvenes; en el asiento trasero quedan la
maestra y otro tipo, y, en la batea, se acomodan dos sujetos más. Todos los
hombres lucen armados.
Arrancan el motor y abandonan el pueblo.
Bajo la opacidad de la luna nueva, se internan en un camino con el asfalto
deteriorado. Reducen la velocidad al acercarse a una bodega. Son las diez y
media de la noche. El edificio tiene un frente de casi 20 metros de largo por
19.80 metros de fondo. La entrada, sin puerta, mide 11.60 metros de ancho y
está flanqueada por dos cuartos sin ventanas. El techo es una estructura
cóncava de lámina.
–Aquí no se permiten mujeres –reclama otro
hombre apenas se acerca.
–Yo vine por mi hija –habla Clara. –Me la
tengo que llevar, porque es menor de edad.
Por respuesta, el sicario toma su teléfono
celular y le extrae la tarjeta.
–Te lo quito, porque nos vas a echar al
gobierno.
–No… Yo sólo quiero llevarme a mi hija. No
quiero problemas.
–No te voy a dejar ir.
La construcción está en obra negra y el
piso es de tierra suelta y grava en el centro. El sicario ordena a Clara
arrellanarse sobre unos tabiques apilados al fondo e izquierda del sitio. En la
penumbra, por aquí y por allá, surgen voces y, en el fondo, se escucha música
de banda.
Adentro del lugar, además de la camioneta
en que llegaron, había dos más, ambas blancas y de doble cabina.
Hay 25 personas en la bodega, todas con
vida.
***
El
territorio de Tierra Caliente abarca al menos tres estados: Estado de México,
Michoacán y Guerrero. Foto: Google Maps
En la víspera, el teniente Ezequiel
Rodríguez Martínez, adscrito al Batallón 102 de Infantería advirtió a sus hombres
que estuvieran al pendiente y listos, que en algún momento saldrían a la noche
de la Tierra Caliente mexiquense.
Hacia las 4.20 de la madrugada, ya del 30
de junio de 2014, ocho militares rondan el sur del Estado de México. Es un
grupo atípico, pues estas patrullas suelen estar compuestas por 12 efectivos.
A orillas de la carretera Los
Cuervos-Arcelia, en San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, los militares
observan una bodega sin puerta ni ventanas. Algo reluce en la penumbra del
campo, tal vez el brillo de un cañón o unos ojos vigías, y el sargento segundo
de Infantería Roberto Acevedo López lo registra y grita desde la batea del
vehículo.
El
conductor de la unidad militar, una pick up Chevrolet con pintura pixeleada, esa cuadrícula de distintos tonos verdes y
cafés sobrepuestos, frena, mueve con energía la palanca de velocidad
velocidades y acelera en reversa.
Cynthia abre los ojos con el primer grito.
Sigue amarrada junto a Patricia y dos hombres jóvenes. La oscuridad es parcial.
– ¡Ríndanse, hijos de su puta madre!
¡Ejército Mexicano! –truena una voz afuera de la bodega, como un trueno
invertido porque el estruendo precede al resplandor.
–¡Ya nos cayeron los contras! –balbucea,
electrocutado por el miedo, alguno de los sicarios suponiendo la aparición de
forajidos rivales, quizá de Los Caballeros Templarios de Michoacán. ¿Cuántos
miembros de La Familia Michoacana había entre los 21 hombres y cuatro mujeres
que, en estos momentos, están en el interior? Las autoridades no han aclarado
esto, al menos no públicamente.
Las voces surgen por aquí y por allá en la
bodega de 400 metros cuadrados. La saliva es arena bajo el sol.
–No son los contras, son los militares
–tercia alguno de los hombres, atrapados en su propia ratonera.
–¡Ya les cayó la verga! ¡Ejército
Mexicano! –braman afuera.
–¡Despierten a todos! –reclama uno en el
interior.
–¡Vamos a rendirnos! –suplica una voz
joven.
–De todos modos nos van a matar –augura
otro.
–¡Ríndanse! Tienen 10 minutos para salir,
uno por uno, porque, si no, los vamos a matar como perros –ahora el futuro está
en la boca de un militar.
Lo que sigue después es controversial. De
acuerdo con dos de las tres testigos presentes en el interior del edificio, el
fuego provino del exterior: “Me despiertan los balazos provenientes de afuera
hacia adentro de la bodega”, dirá Patricia.
O, en la versión de Clara: “Alguien, de
afuera de la bodega, alumbró hacia adentro de la bodega. De inmediato escucho
disparos de afuera de la bodega hacia adentro y veo chispas de lumbre”.
Según la otra mujer sobreviviente,
Cynthia, y, en concordancia con las declaraciones de los siete militares
inculpados, la agresión inició en el interior de la cueva. Los siete
uniformados procesados dirán más o menos lo mismo. Así ocurre, en boca del
sargento Acevedo:
–¡Ejército Mexicano! ¡Ríndanse! –grita
Acevedo.
–¡Entren por nosotros, hijos de su puta
madre! –responden los criminales y a sus palabras sigue una ráfaga de AK-47 y
de AR-15. El soldado de sanidad presente, Rony Martínez Atilano, es herido en
un brazo y cae la caja de la patrulla al asfalto, lo que le salvará de morir,
matar, ir a prisión o vivir para siempre en el miedo, porque aquí y ahora no hay
más opciones.
Nadie duda que, durante los siguientes
ocho minutos, la bodega es una caja de fuegos artificiales a la que alguien ha
arrojado un cerillo encendido.
Clara se acurruca detrás de una de las
camionetas blancas, la estacionada con el frente hacia el fondo de la bodega.
–¡Hombre herido! –obvia uno de adentro.
El tableteo de los fusiles automáticos
acelera hasta imposibilitar el conteo de los disparos. Determinar el número de
tiros será tarea del médico forense.
En alguno de estos cuerpos, como en el de
un muchacho de 18 años de edad, el médico forense contará 17 heridas de bala,
una al lado derecho de su pecho, muy cerca de donde tuvo tatuado el rostro de
un bebé.
Imposible no pensar si se dibujó para
siempre la cara de su hijo o de su hija.
Los agujeros en un cadáver miden la
desproporción entre las fuerzas en combate: toda la camioneta de los militares
recibió 19 impactos, según un informe castrense, aunque los peritos del Estado
de México sólo registraron 12 , y el único soldado herido sufrió dos heridas en
el antebrazo izquierdo.
Silencio.
–¡Salgan, hijos de su puta madre, y les
vamos a perdonar la vida! –la bodega se llena con la voz.
Clara deja su escondite, detrás de la
camioneta blanca con el frente hacia el fondo de la bodega y descubre abierta
la puerta del copiloto abierta de la otra furgoneta blanca y corre con la
esperanza de guarecerse mejor dentro de la ratonera. Una luz, quizá uno de los
disparos guía lanzados por el Ejército, ilumina el lugar y descubre a su hija
en el suelo, bocabajo, junto a un joven, éste también con el pecho sobre la
tierra. Ambos se quejan.
Clara corre hacia la niña y siente su
respiración.
–¡Ya no disparen! ¡Nos rendimos! –grita
uno de los sicarios. El hombre sale, pero vuelve perseguido por los tiros del
Ejército. La lluvia de balas ahora es cascada y Clara vuela al primer
escondite.
El fuego se apaga, pero el silencio no
llega: la bodega es una caja de quejidos.
–¡Ríndanse, les vamos a perdonar la vida!
–ofrece el Ejército afuera.
–¡Sí, nos rendimos! –responde alguien
adentro y, de inmediato, es secundado por algunos más.
–¡Estamos secuestradas! –gritan Cynthia y
Patricia.
***
¿Cómo terminaron Cynthia y Patricia en la
tormenta de balas?
Cynthia
Estefany, de 20 años de edad, declarará por su voluntad o contra esta
–recuérdese que será detenida y acusada de acopio de armas–, que dos años atrás
conoció al Ochenta, un pistolero regional, y La Chaparra, quien la habría reclutado como prostituta
para los sicarios.
En
adelante, su vida dependió de La Familia Michoacana y trató con tipos como El Piza, El Chango y El Escorpión,
quienes tienen o tenían como jefe al Player.
En
una ocasión, El Piza y otros matones
aparecieron en una casa abandonada de uso frecuente de los hombres del cártel
en guerra por la frontera michoacana, mexiquense y guerrerense. A esa región se
le conoce, por razones históricas de clima, como la Tierra Caliente.
Aquella
vez, los asesinos llegaron con siete personas amarradas de pies y manos y la
cabeza cubierta con un trapo. El mismo Piza los formó
y ejecutó a cada uno. Luego embolsaron los restos y los dispersaron en el
monte.
El lugar funcionaba como escondite para
personas secuestradas, incluido un diputado al que Cynthia se referiría con el
nombre de Ángel o Adolfo.
El 21 de junio de 2014, ocho tipos armados
aparecieron en un balneario de Arcelia en que Cynthia descansaba con algunas
amigas. Sin mayores explicaciones, según la versión de la muchacha, los
pistoleros ordenaron a las mujeres subir a una camioneta Cheyenne blanca y las
llevaron por varias partes en la región.
La quinta noche del rapto terminó a las
cinco de la mañana en un sitio donde Cynthia debió asearse. El 29 de junio, a
las siete u ocho de la noche, la llevaron a la bodega sin que haya explicación
del destino de las demás. La encerraron dentro de un vehículo y después la
sentaron sobre unos ladrillos, amarrada de las manos.
La justificación de Patricia sobre su
presencia en la bodega no sería muy distinta. Apenas el viernes anterior, 27 de
junio, se había encontrado con su amiga Esmeralda, vecina de Arcelia, con el
plan de salir de fiesta.
Al anochecer, varios hombres las
recogieron en la camioneta gris Ford y, dirá Patricia, las llevaron y trajeron
contra su voluntad de un lado al otro por el monte de los límites de Guerrero y
el Estado de México hasta el domingo 29, cuando sólo ella –Esmeralda desaparece
de la historia– es llevada a la bodega de San Pedro Limón. Ahí la sujetan de
las manos con cable.
***
Silencio. El tiroteo ha cesado.
–¡Nos rendimos! –proponen desde la bodega.
Tras cuatro o cinco minutos de calma,
Clara corre y ocupa el asiento dentro de la camioneta blanca.
El teniente de Infantería responsable de
la patrulla, Ezequiel Rodríguez Martínez, ordena el ingreso al sitio. Un tubo
de luz entra al bodegón y evidencia volutas de polvo. En el contraluz de la
lámpara, surgen las siluetas del sargento Roberto Acevedo López y los soldados
de infantería Fernando Quintero Millán y Leobardo Hernández Leónides.
Clara escucha golpes sobre un cuerpo y
gritos del lado izquierdo de la primera camioneta.
–¡No nos maten, estamos secuestradas!
–suplican dos mujeres.
–¿No que muy machitos, hijos de su puta
madre? –se anuncian los militares.
Un soldado sostiene la luz contra las
pupilas súbitamente contraídas de Cynthia, Patricia y los dos jóvenes.
–¿Están armados? –averigua un militar.
–No… estamos amarrados.
–¿Tienen armas?
–No… estamos amarrados.
Uno de los tres hombres camina hacia el
centro del bodegón.
–Este, ni porque tiene la mano desmadrada
se dio por vencido –grita el tercer hombre a unos metros. –Dispárenle a todo el
que se mueva… –ordena.
–¿Qué estás haciendo ahí? –suelta el
uniformado al descubrir a Clara.
Ella intenta explicar algo, hablar de su niña,
pero el militar no le permite hablar y le exige que salga del auto.
–¡Mi’ja! ¡Mi’ja! –gime Clara y corre como
hacen las gallinas descabezadas. El hombre de armas la toma del brazo y la
lleva a sentarse sobre uno tabiques. La maestra nota la presencia de otras dos
mujeres y dos hombres jóvenes con las manos atadas detrás de la espalda. –¡Es
que… mi’ja! –suplica Clara, incontenible.
–¿Dónde está tu hija? –indaga un militar.
–Por allá –responde la mujer y endereza un
brazo hacia el centro de la bodega. El soldado la toma por el codo y caminan en
esa dirección.
–¡Ay! ¡Mi hija está muerta! –el grito de
Clara ahoga los gemidos de los rendidos, los heridos y los moribundos aunque
esta diferencia está a minutos de no tener importancia.
–Ese cuerpo de ahí –el hombre apunta con
el dedo hacia la niña tendida en la tierra–, ¿es su hija?
–Sí, ¿por qué la mataron?
–¿Por qué su hija trae un arma? ¿Por qué
está abrazado a ese chavo? –justifica el militar.
El uniformado vuelve con Clara y la sienta
otra vez sobre el tabique. Desata a Cynthia y Patricia. Clara posee una
posición privilegiada: observa una caseta interior al edificio a donde han
llevado a los supuestos sicarios rendidos. Escucha un breve interrogatorio en
que el Ejército mexicano averigua edad, lugar origen y apodo de los detenidos.
En la escena, según la testigo, están
presentes al menos cuatro y no tres soldados como luego dirá el Ejército cuando
se vea obligado a dar explicaciones.
***
La
posición de los cuerpos fue reconstruida con testimonios y evidencias.
[“Inmediatamente,
los militares metieron a las personas que se
habían rendido”, habla Patricia y aquí es necesario hacer un apunte: las
fiscalías civil y militar han presentado cargos por homicidio calificado contra
tres de los siete soldados procesados –el octavo, hombre herido, está libre–,
pero las declaraciones de las sobrevivientes hacen que los números de efectivos
involucrados directamente en las ejecuciones no cuadren. “También escuché
disparos del otro lado de la bodega”].
Los
dedos de los soldados vibran a milímetros de los gatillos de los cuernos de chivo
y las AR-15, armas impropias para los guachos¸ que en
correcto español significa cría sin madre, pero que aquí se refiere, quizá por
la experiencia, a quien es soldado, tal vez por la costumbre de dar como
sinónimos a los desalmados con los de poca madre.
Los militares forman a los hombres que se
han rendido al lado izquierdo de la bodega.
–¿No irá a rebotar? –duda uno.
–No, no hay problema –resuelve otro.
Uno de los soldados vuelve con el grupo de
tres mujeres y dos hombres.
–Agachen la cara, no volteen.
¡Pum! El primer disparo se escucha como
una barda cayendo contra el suelo dentro de la cabeza de quienes escuchan.
–¿No que muy cabrones? –reta un soldado a
los desarmados.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!… Disparan al pecho y al
abdomen.
El primero en pasar por las armas es
Miguel Ángel Rodríguez Viviano, un chavalo de 17 años originario de Ajuchitán
del Progreso, Guerrero. Los detalles personales se conocen porque su madre
asentirá con la cabeza cuando le presenten el cuerpo del muchacho sobre una
plancha y los ojos cerrados y el cuerpo remendado desde el pubis hasta el
cuello. Y que es el primero se entiende porque así resultará del cruce de las
declaraciones de las sobrevivientes con los estudios de criminalística de
campo. Por eso será identificado como “cadáver uno”.
Miguel es moreno, delgado y alcanza los
1.58 metros de estatura. Lleva el pelo cortísimo y teñido de rojo. Su frente es
chica, sus cejas pobladas, sus ojos cafés, la nariz es recta y es tan lampiño
como un trozo de madera. Viste playera rosa estampada con la leyenda
“Aeropostal Clasic”, pantalón de mezclilla gris, cinturón de tela con hebilla
metálica y botines beige de agujeta. Uno de los soldados levanta el cañón de
una AR-15 con la matrícula borrada. Le pega cinco tiros y todos lo atraviesan.
–¿No que muchos huevos, hijos de su puta
madre? –ruge un militar.
Sigue Álvaro Palacios González –cadáver
dos para los peritos o víctima dos para la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos (CNDH)–. Nació hace 20 años en San Miguel Totolapan, Guerrero. Lleva
barba y bigotes y usa zapatos negros de vestir marca “Pachecos”. De su cuello
cuelga una cadena con un dije color café con la imagen de la Santa Muerte.
Muere de seis balazos.
Tomás Domínguez Flores, de 17 años y de
Tlalchapa, Guerrero, muere de cinco impactos disparados con la misma AR-15 de
matrícula borrada que se acomodará debajo del “cadáver 10” o Ricardo Mendiola
Hilario, como su madre lo reconocería en la morgue junto a su otro hijo,
Aniceto, muerto en la misma madrugada mexiquense.
Otra AR-15 sirve para acribillar a Jesús
Jaime Adame o “cadáver 18”. Para ultimar a Jorge Andrés González Olarte o
“cadáver 17” se utiliza el AK47 sembrada a Francisco Armenia González o
“cadáver nueve”.
En la bodega de San Pedro Limón no quedará
hombre o niña muertos sin arma “de alto poder” al lado.
–¿No que muy cabrones?
José López Santos, de Arcelia, Guerrero,
apenas ha alcanzado la mayoría de edad. Luego de asesinarlo de cuatro balazos
lo arrastrarán lejos de la pila que su cadáver, el cuatro para efectos
técnicos, forma con los despojos de sus amigos. Será fotografiado junto a un
cuerno de chivo.
–¡Aguanten la verga! –en los insultos de
los asesinos existe un rastro de diálogo con sus víctimas. Si las súplicas de
los muchachos no quedaron registradas, del miedo sí quedó constancia en los
cuerpos: los balazos en las palmas de las manos y en los antebrazos serán
explicados por expertos como las “maniobras defensivas” de unos muchachos
pidiendo a la muerte que se detuviera.
Marcos Salgado Burgo, el “cadáver cinco” y
20 años de edad, ocupó una mayor descarga: ocho disparos. Luego del montaje
militar, Marcos yacerá bocarriba con su lágrima tatuada sobre la mejilla
derecha, la palabra “MOTA” en el brazo derecho y, en el izquierdo, la Santa
Muerte a cuyos pies se hizo escribir con tinta eterna “Mi Protectora”.
***
El muro derecho, hacia el sur, de la
bodega también es patíbulo. Contra los ladrillos de ese lado pierden la vida de
la misma manera Jorge Andrés González Olarte, “cadáver 17”; Jesús Jaimes Adame,
“cadáver 18”, y Ricardo Sarabia Guzmán, “cadáver 19”.
La siguiente es letra de la Procuraduría
General de la República:
“Se
advierte de manera contundente, que los hoy inculpados Roberto Acevedo López,
Fernando Quintero Millán y Leobardo Hernández Leónides, modificaron y alteraron
el lugar de los hechos (…) además utilizaron armas de fuego de los propios
pasivos para privar de la vida a otros tantos, colocando las armas utilizadas
posteriormente en cadáveres donde fueron “encontradas” por el Ministerio Público
que realizó el levantamiento de los cuerpos, lo que implica la alteración de
vestigios del hecho delictivo”.
En varios de los cuerpos se descubrirán
raspones en las piernas, las nalgas, la espalda, los brazos, la cabeza:
tallones en la piel por el arrastre de los cuerpos en calidad de bultos.
Los peritos de la Procuraduría General de
la República determinarán:
“Válidamente
se puede concluir que las personas que los militares colocaron cerca de la
pared izquierda de la bodega de referencia, a quienes les dispararon momentos
después, quedaron uno sobre de otro, posición que fue diferente a la que
encontró el agente del ministerio público del fuero común que previno”.
Por eso adquiere relevancia lo antes
resuelto por la dependencia a cargo del Gobernador Eruviel Ávila:
“Por
las observaciones realizadas en el lugar de la investigación, se determina que
este fue preservado en su estado original momentos previos a nuestra
intervención criminalística, lo que se corrobora ya que a nuestro arribo al
lugar se encontraba resguardado por elementos del Ejército mexicano”.
Casi el silencio. Los quejidos menguan
como si se bajara el volumen al radio del que salen. Silencio: Cynthia,
Patricia y Clara sólo escuchan su respiración y las pisadas de los ejecutores
en dirección de ellas.
Son las seis de la mañana y, en 40
minutos, saldrá el sol de verano sobre la Tierra Caliente.
Respecto de Érika, señalada por estar
abrazada a uno de los supuestos gatilleros, el estudio de los peritos
describirá a su cadáver solitario y con un fusil a varios centímetros. Un
detalle anotado en el dictamen de su autopsia, realizada al día siguiente de su
muerte, da idea del calor a mediados de año en el sur del Estado de México,
pero también de las condiciones de operación de la Procuraduría mexiquense:
“Presenta signos de muerte real y no
reciente en periodo de putrefacción en su fase de fetidez (…)”. Otro aspecto,
este presentado como una característica particular, muestra lo que para la
defensoría del pueblo es importante, más que las alteraciones de la escena en
que murió violentamente una adolescente de 15 años: “Presenta vello genital
rasurado”.
***
Los militares toman por los brazos a las
tres mujeres y a los dos hombres antes amarrados. El grupo camina. Cuidan los
pies para no pisar muertos. Patricia observa tres o cuatro ejecutados contra la
pared y, antes de entrar a un cuarto interior de la bodega, distingue otros dos
hombres tirados en el suelo, también cerca del muro.
Dentro del cubo, sientan primero a Clara,
a su lado a Cinthya, luego a Patricia y, a la derecha de ésta, a los dos
varones jóvenes. Los soldados efectúan una investigación exprés con los
sobrevivientes. Algo concluyen los militares que desamarran a quienes continúan
atados.
Sobre este momento, dirá Clara ante la
autoridad:
“Como a las siete de la mañana –ya con luz
del día–, llega una persona alta, de bigote, con uniforme diferente al de los
demás militares. Se acerca a los dos muchachos y les pregunta en qué trabajaban
y su edad. Les dice que lo acompañen porque les tomarán una foto. Sale esta
persona de uniforme distinto y los saca [a los jóvenes]. En eso, escucho
disparos provenientes de atrás de la caseta. Después de los disparos, la
persona uniformada entra otra vez, pero ya sin los dos muchachos”.
[Esta doble ejecución no será descrita en
las acusaciones federales. Las autoridades ministeriales y judiciales, civiles
y militares, presentarán cargos por homicidio contra un sargento y dos
soldados, cuyos uniformes sólo se distinguen en que el primero lleva dos cintas
a manera de insignias y los otros no, aunque este es un pormenor difícil entre
civiles ajenos a la milicia, además que en los trajes de campaña las
distinciones son camufladas].
–Esa pinche vieja no me convence –repite
uno de ellos sobre Clara.
–¡Si no quieres cooperar, yo veo que te
metan 10 años a la cárcel! –la amenaza el militar de vestimenta diferente.
–¡Me violaron! –solloza Cynthia.
–Vamos a buscar al que te violó –propone
un soldado y ambos salen del lugar. A unos pasos, Cynthia reconoce, inertes, a
los tipos interrogados segundos atrás.
Más balazos. Patricia imagina al joven
rostro de Cynthia con los ojos abiertos sin que nadie se compadezca en
cerrarlos y ayudarle a descansar en paz.
Pero no, Cynthia vuelve con una cuenta en
mente: en medio del matadero humano, ha observado, además de los ejecutados
afuera del cuarto, ocho muertos y, del lado izquierdo del lugar, otros cinco,
estos encimados como borregos antes de partir con el tablajero.
El militar responsable de transmisiones
contacta con la zona militar y más personal castrense llega al sitio. Hacia las
12.30 del día, cerca de ocho horas después de la masacre, se presentan
funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México y, de
acuerdo con al menos uno de los testimonios, también de la delegación
mexiquense de la Procuraduría General de la República.
“Un gordito que dijo que era de la PGR de
Toluca, nos sacó de la caseta a una por una y nos cruzábamos la calle, en
frente de la bodega y nos interrogaba”, revelará Clara y dejará abierto otro
dato: personal federal habría conocido, desde el inicio de la investigación o
la simulación de ésta, la escena del crimen alterada por el Ejército mexicano.
***
El
Gobernador mexiquense Eruviel Ávila Villegas ordenó que el expediente sobre
Tlatlaya permanezca como reservado. Foto: Cuartoscuro
El Ejército y el gobierno del Estado de
México mantendrán, en los días posteriores a la masacre, la versión de que el
total de 22 muertos, incluidos dos varones de 17 años de edad y una niña de 15
años, fallecieron durante el curso del choque. Otros 14 murieron antes de
llegar a los 30años de edad.
Una
persona cercana al caso comenta a SinEmbargo:
“Lo de Tlatlaya tuvo que ver con la
dinámica del crimen organizado guerrerense y michoacano, estados colindantes
con el Estado de México en la zona de Tierra Caliente. De esta manera, el
gobierno de Eruviel Ávila hizo suyo, en su esmero por encubrir al Ejército, un
problema que a su estado le es un tanto ajeno.
“Con respecto del Ejército, vale la pena
recordar las palabras del Procurador Murillo sobre el cercano caso Ayotzinapa
cuando quiso desmarcar al Ejército y dijo que los soldados no se mandan solos.
Si los militares se mantienen en obediencia, ¿quién ordenó a la patrulla
militar asesinar a las personas que, entendiéndolas como miembros del cártel de
La Familia Michoacana, ya estaban rendidas y a merced de ser presentadas ante
el Ministerio Público federal? ¿Cuál fue el móvil de la masacre? ¿A qué otra
parte del crimen organizado benefició el ejército mexicano en Tlatlaya?”.
Hasta el momento se ha consignado y
dictado formal prisión a siete militares implicados en los por las probables
responsabilidades penales de ejercicio indebido del servicio público, abuso de
autoridad, homicidio calificado agravado, alteración ilícita del lugar y
vestigios del hecho delictivo y encubrimiento. El octavo uniformado, herido en
la reyerta, está libre.
Hasta hoy se desconoce la existencia de
otros procesos contra más elementos militares que acudieron luego del
enfrentamiento y aseguramiento de la bodega y, que de acuerdo a testimonios
asentado por la CNDH, habrían participado o al menos presenciado algunas de las
ejecuciones extrajudiciales.
Tampoco existe conocimiento si se investiga
o no a funcionarios de alto nivel del gobierno del mexiquense por su
participación en probables actos de encubrimiento.
Por el contrario, los gobiernos federal y
local resolvieron colocar en reserva la información relacionada con los hechos
de Tlatlaya, ya considerados por organismos internacionales, incluida la
Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y la
Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, como de lesa humanidad.
Esto es lo que en su defensa ha dicho el
sargento segundo de Infantería Roberto Acevedo López:
“Todo de lo que me están acusando es
totalmente falso. Yo repelí una agresión que nos hicieron los sicarios. Yo
defendí mí vida (…) yo defendí la vida de las personas que manifestaron estar
secuestradas (…) Estoy muy molesto por la acusación, porque ¿cómo es posible
que se me esté acusando de homicidio calificado? pues esa gente estaba armada y
traía armas del uso exclusivo del ejército y yo sufrí una agresión.
“Yo
estoy muy molesto, porque nosotros cumpliendo con nuestro deber se nos acuse de
eso, ¿qué hubiera pasado si a mí me hubieran herido y yo hubiera muerto? Nadie
hubiera hecho nada por mí”.
Nota:
Este texto está elaborado en apego al
exhorto 311/20141, deducido del diverso 1552/201411, derivado de la causa penal
81/2014, del índice del Juzgado Cuarto de Distrito en Materia de Procesos
Penales Federales en el Estado de México que incluye las siguientes
actuaciones:
· Informe de
puesta a disposición del 30 de junio de 2014, signado por Ezequiel Rodríguez
Martínez, Fernando Quintero Millán, Alan Fuentes Guadarrama, Roberto Acevedo
López, Leobardo Hernández Leónides, Julio César Guerrero Cruz y Samuel Torres
López, con el que informa al Agente del Ministerio Público adscrito al turno
único de la Agencia del Ministerio Público de San Pedro Limón, municipio de
Tlatlaya, Estado de México.
· Declaración
ministerial de 1 y 4 de julio y de 1 de octubre de 2014 de Cinthya Estefany
Nava López.
· Declaración
ministerial de 1 de octubre de 2014 de Patricia Campos Morales o Rosa Isela
Martínez Catalán.
· Declaración
ministerial de 7 de octubre de 2014 de Clara Gómez González.
· Declaración
preparatoria de Alan Fuentes Guadarrama.
· Declaración
preparatoria de Julio César Guerrero Cruz.
· Declaración
preparatoria de Roberto Acevedo López.
· Declaración
preparatoria de Samuel Torres López.
· Declaración
preparatoria de Ezequiel Rodríguez Martínez.
· Declaración
preparatoria de Fernando Quintero Millán.
· Declaración
preparatoria de Leobardo Hernández Leónides.
· Dictámenes
médicos de los 22 cadáveres elaborados por médicos forenses de la Procuraduría
General de Justicia del Estado de México.
· Dictamen en
materia de criminalística de campo, emitido el 30 de junio de 2014, por peritos
de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México.
· Dictamen que en
materia de balística forense, emitido el 8 de octubre de 2014, por peritos en
la Procuraduría General de la República.
· Dictamen en
materia de genética forense, emitido el 8 de octubre de 2014, por peritos de la
Procuraduría General de la República.
· Averiguación
previa PGR/SEIDO/UEITA/174/2014.
Los hechos descritos se apoyan en los
resultados de la investigación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos
que motivó la recomendación 51/2014, emitida el 21 de octubre de 2014, para la
Secretaría de la Defensa Nacional; la Procuraduría General de la República, y
el Gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila.
También
ocupa datos del Informe preliminar de actividades del Grupo de
Trabajo plural de la Cámara de Diputados para coadyuvar con las autoridades
competentes en la investigación de los hechos ocurridos en el municipio de
Tlatlaya, Estado de México, fechado el 17 de diciembre.
fuente.-SinEmbargo.