Miguel Ríos García volvía desde Monterrey hacia Nuevo Laredo, en Tamaulipas, cuando recibió una llamada de su hijo, que trabajaba en ese momento en su negocio de reparación y venta de teléfonos celulares. En la llamada, Miguel solo alcanzó a escuchar: “Papá, papá…” cuando se cortó la comunicación.
Apenas pudo contactarlo, escuchó las amenazas de los soldados hacia su hijo y empleados. Entonces, comenzó a publicar en su cuenta de Facebook para que la gente de la zona le informara en qué puntos de la ciudad se movían los vehículos oficiales, responsables del atraco.
Comenzó una inusual escena: ciudadanos enfurecidos, guiados por la transmisión en vivo de Ríos García, persiguieron y acorralaron el camión blindado hasta lograr detener a los militares.
La transmisión duró más de una hora y llegaron a conectarse a ella más de 20.000 personas en directo. Este aparente arrebato de valentía por parte de Miguel Ríos estaba motivado por el hartazgo.
Durante los primeros momentos en los que se decide a comenzar a grabar desde su camioneta, en compañía de su esposa, una de sus hijas y una sobrina, Ríos va contando cómo es la “segunda o la tercera vez” que los militares le roban dinero de su negocio.
Pese a que su esposa le dice que es peligroso continuar, Ríos, enfurecido, asegura que no se va a dejar y que los perseguirá hasta que le devuelvan su dinero. Mientras, miles de ciudadanos, vecinos de Nuevo Laredo, alentaban a Ríos y algunos se trasladaban a los sitios de la ciudad —fronteriza con Estados Unidos— donde iban registrando la presencia de los militares. Varias decenas de ellos llegaron al lugar y cerraron el paso al convoy militar. “Pinches ratas, culeros, hijos de su puta madre”, se le escucha decir a Ríos.
Ante el asedio de los pobladores —algunos de ellos también afectados por extorsiones y robos de militares y policías de otras corporaciones— los soldados bajaron de sus vehículos y comenzó una negociación entre Ríos y su familia con los elementos de seguridad. “Cuando llegamos, ya se habían repartido el dinero”, asegura Ríos. Poco después, llegó el comandante David González Carrasco, quien le prometió a Ríos que le devolvería el dinero. Sin embargo, el comerciante fue amenazado en varias ocasiones —algunas de ellas quedaron grabadas— de que si no borraba los videos no le devolverían su dinero.
En una entrevista, el representante legal de Ríos aseguró que, además de los más de 3.000 dólares robados por los militares al hijo de Ríos y sustraídos de las ventas de una semana del local, los daños a su camioneta en la que persiguió a los soldados ascendían a poco más de 100.000 pesos (5.300 dólares). La defensa del vehículo fue dañada durante la persecución, cuando uno de los coches oficiales, un modelo táctico usado por el Ejército mexicano (el Ocelot) golpeó el coche de Ríos.
La noche del 28 de julio, dos días después de los incidentes, Ríos volvió a transmitir en vivo. Dijo, en su camioneta, que los militares estaban condicionándole el pago de su dinero a que no interpusiera una demanda y prometió que al día siguiente acudiría a denunciar.
Horas después, el video de la transmisión de la noche del 25 de julio fue borrado de su página de Facebook y Ríos confirmó, este miércoles, que llegó finalmente a un acuerdo con las autoridades.
De acuerdo con la más reciente información, Miguel Ríos no interpuso ninguna denuncia, y en sus redes quedan algunos extractos de la transmisión de la confrontación con los militares. Esa noche, según ha asegurado en varias declaraciones, padres y madres de personas atracadas, extorsionadas y de personas desaparecidas, se acercaron a Ríos para agradecer su valentía y a su abogado para buscar ayuda en sus casos. En todos ellos, señalaron a miembros de la Sedena, policías estatales y Guardia Nacional de los delitos.
En la cuenta de Facebook de Ríos, la más reciente publicación es también una nueva denuncia: “Elementos del Ejército Mexicano y Guardia Nacional allanaron la madrugada del martes, al menos dos hogares en la cuadra 6900 de la calle Canales y robaron cerca de 30.000 pesos (1.600 dólares), joyas, ropa, botas, teléfonos celulares, objetos personales y hasta el modem de la empresa Izzi. Las familias afectadas acusan un uso desmedido de la fuerza y actos de rapiña por parte de los uniformados”.

Quienes son estos traidores al uniforme multisolapados por otros traidores
Conceptuar a estos individuos que, ataviados con el uniforme del Estado, perpetran el robo con la insolencia de quien se sabe impune, exige un rigor lexicográfico y una dignidad civil que no admite eufemismos: son, estrictamente, traidores a su investidura, depravados por el poder que juraron servir, y emblemas palmarios de la corrupción institucionalizada.
La acción de estos militares —privar de sus bienes a ciudadanos indefensos, amenazándolos y, al verse sorprendidos y acorralados, devolver simbólicamente una fracción del botín— no solo configura un delito común, sino que representa un acto de felonía civil y moral.
Han pervertido la función del orden transformándose en agentes activos del desorden y la injusticia. Su conducta, negada primero y parcialmente confesada solo ante el peso imborrable de la evidencia social, es la de quienes han degradado el uniforme a mera coartada de la rapiña sistemática y el abuso impune.
El manto de impunidad que los cobija —la ausencia de procesos disciplinarios, la negociación espuria de la “reparación” y el silencio cómplice de los mandos— es la síntesis de un aparato estatal que abandona su razón de ser: no es ya garante de la ley, sino protector del atropello, usurpando su investidura para lucrar con la indefensión de los gobernados. La reiteración de estos hechos y la falta de sanción efectiva los hace, acaso, más deleznables que el delincuente común; pues el soldado que roba, extorsiona y amenaza es doblemente infame: traiciona a la patria y abomina de la ética militar que proclama.
No es facil encontrar el término más exacto, dentro del acerbo de la lengua, que “perjuros” y “desleales”; son traidores a la función civilizadora y protectora del Estado, artífices de una infamia doble porque atropellan con el escudo de la autoridad. Su actuación demanda no solo censura social sino un castigo ejemplar; pues la institucionalización de su impunidad corroe la legitimidad misma del orden público y de cualquier atisbo de justicia en la república.
Todo lenguaje es insuficiente ante el ultraje, pero la dignidad exige nombrar el abuso con toda la luz y dureza que el idioma concede: criminales en uniforme, verdugos de la confianza pública, y deshonra viviente de la patria que simulan servir.
Con informacion:DIARIO ESPAÑOL/ELPAIS/ERIKA ROSETE

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