La del delator es una magistratura de larguísima data. Sus orígenes se ubican en la Europa medieval del siglo XII; después, tiene una presencia más visible en la Inquisición Española o Tribunal del Santo Oficio, fundada hacia 1478 por los Reyes Católicos: Fernando e Isabel, y su descarnada aplicación se prolonga hasta 1834, en que es definitivamente abolida por las Cortes de Cádiz.
La función del delator era acusar, difamar, denunciar e inculpar. No era infrecuente que lo hiciera sin fundamentos. La autoridad, eclesiástica o civil, le creía a pie juntillas, asumiendo que actuaba fielmente en su favor y de la religión. Era un personaje realmente temible. Su palabra y su boca eran terriblemente destructivas.
Extrapolando esa figura, que se ha puesto en boga por la corrupción de años, pero que tuvo expresiones inimaginables durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, algunos de los encumbrados personajes de entonces que habrían incurrido en esa práctica, se muestran dispuestos a confesar “todo” lo que saben sobre los excesos y los abusos en los que también participaron.
La cruzada de la 4T contra la prevaricación del pasado, sobre todo el más reciente, ha puesto atención especial en la llamada Estafa Maestra y en el Caso Odebrecht, que comprenden miles de millones de pesos saqueados de las arcas públicas o provenientes de la extorsión, e involucran a personajes del más alto nivel de la anterior administración.
De esos delitos han surgido los nombres de exfuncionarios como Emilio Zebadúa, Emilio Lozoya, Rosario Robles y otros, quienes conocieron y/o ejecutaron las operaciones que constituyen uno de los más grandes atracos públicos susceptibles de documentar; y eso, sin considerar que, lo que muestran, sería apenas la punta del iceberg.
Imposibilitada para investigar sola todo lo que ocurrió, la institución competente está abriendo para algunos de los posibles inculpados la posibilidad de alcanzar beneficios que derivan del criterio de oportunidad a cambio de información consistente que la lleve a la raíz de lo que apunta a desvelarse como una amplia red de complicidades a todos los niveles que, sintetizada, configura un gobierno criminal o un cleptogobierno.
En la exhibición de traiciones, traidores y delatores, las ansias de “cantar” van de abajo hacia arriba; los subordinados, esgrimiendo la premisa de que delinquieron porque recibían órdenes, apuntan hacia sus superiores.
En ese escalamiento, la figura más importante es la del extitular de Hacienda, Luis Videgaray, quien lo era todo en el gobierno de Peña Nieto. Sobran testimonios de que su palabra era ley y que la imponía sin cuestionamientos.
Si por alguna razón el también excanciller tuviese que optar por el criterio de oportunidad, tendría que señalar al cenit de la corrupción con el mismo argumento de que “recibió órdenes”. En la cadena de corrupción, su exjefe sería el último eslabón.
Pero como según Rosario Robles contra él no dirá nada, Videgaray vive y sufrirá lo que jamás imaginó desde su otrora privilegiadísima posición. Él, inexorablemente, encarnará la sentencia latina que reza: “¡Oh Dios! ¡Cuánto me has elevado… para hacer más grave mi caída!”.
Fuente.-Ocar Mario Beteta/
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