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domingo, 20 de diciembre de 2020

"EL BIGOTES,CACHETES y el GACHUPIN HOMICIDA": LOS CRIMENES MAS SONADOS de HACE 200 AÑOS en la CDMX...ayer como hoy,nada parece cambiar.



Hay cosas que parecen no cambiar: eran los primeros años de la vida del México independizado, y la falta de dinero, las numerosas necesidades y la inseguridad eran cosa de todos los días en la vida pública. 

En los barrios “peligrosos” de la capital del país, residían personajes que no por ser delincuentes, ladrones y asesinos, renunciaban a la notoriedad. Y, como sigue ocurriendo hasta hoy, los problemas de la adecuada administración de justicia estaban presentes: no faltaban quienes aseguraban que las leyes se aplicaban con sabiduría sólo para aquellos que tenían con qué aceitar las manos y las cabezas de quienes decidían en la materia.

Muchas cosas había por hacer en el México recién independizado. Y si bien había pasado el breve imperio iturbidista, a don Guadalupe Victoria, presidente en funciones y antiguo insurgente, muchas cosas le agobiaban: como país joven, muchas necesidades había, y se tenía que reinventar todo. Como se vio al paso de los años, esas reinvenciones tardaron mucho, o no funcionaron, o funcionaron
a medias.

En la incipiente república de las letras que empezaba a configurarse, algunos escritores y periodistas tenían cosas que decir acerca de la forma en que los nuevos ciudadanos se convertían en criminales, y de infractores de la ley pasaban a convertirse en peculiares personajes públicos que despertaban miedo,
pero también asombro, al ver la tranquilidad con la que se movían en los terrenos de la ilegalidad.

No faltaba quien insistirá: era un asunto de valores, de buena crianza. Uno de esos opinadores era don José Joaquín Fernández de Lizardi, que llevaba dos novelas (El Periquillo Sarniento y La Quijotita y su Prima) donde aseguraba que, sin educación, cualquier hombre o mujer de la república, por talentoso que fuera, corría el riesgo de perderse, tirándose al vicio o al crimen, sin una buena formación.

A don Joaquín, que solía firmar sus papeles como El Pensador Mexicano, o simplemente El Pensador, para los amigos, le conmovió en extremo el caso de un joven soldado, Celestino Ramírez, soldado de caballería del noveno regimiento, y que, llevado por la ira y la ceguera, había cometido un homicidio en Guanajuato, y otro en Jalapa. Allí, la víctima era don Guadalupe Mendoza, un sargento de su compañía.

Acusado de asesinato cometido con alevosía, murió fusilado en 1822 y al buen Pensador no podía menos que ocurrírsele que, en mejores condiciones, el criminal no lo sería: “…si hubiera tenido mejor educación, es probable que hoy no hubiera muerto fusilado en la temprana edad de 21 años… y si hubiese tenido un
talento más despejado, él lloraría la causa de su ruina con palabras más tiernas y enérgicas de las que yo pongo en su boca…”

Lizardi se refería a un poema que el triste caso de Celestino Ramírez le inspiró: le llamó “Unipersonal del Arcabuceado” —el sentenciado era muerto con disparos de arcabuz—, donde ponía al criminal ajusticiado a lamentarse de su suerte, señalando las causas de sus crímenes: la rabia, la ceguera, el impulso violento:

…Ya llegué al cruel lugar,
Ya en el banquillo me atan,
Y ya, según advierto,
Las armas a mi muerte la preparan-
¡Ojalá que con ella
Muchos escarmentaran
Y en sus pechos no dieran
Lugar a la ira, al odio, a la venganza!
Apunten, dicen…¿Qué oigo?
Mi espíritu desmaya…
Dios piadoso, favor,
Pues en tus manos encomiendo mi alma…

Pero no. Pocos eran los que orillados por la miseria o por el deseo de sacar mucho provecho, atendían a las lecciones de los ajusticiamientos en público, que pretendían, con su espectacularidad, que se remontaba al virreinato, a constituirse en un ejemplo edificante, en una abierta advertencia: a quien robara o matara; a quien se internara en los oscuros caminos del crimen.

Inspirado en las voces que escuchaba en las calles de la Nueva España, Lizardi llegó a producir curiosos diálogos entre delincuentes, que se ufanaban de vivir en la impunidad, porque la justicia era poca y era lenta, y a veces se ensañaba en quienes tenían la menor parte de responsabilidad.

“La ley liberal y justa tiene por objeto corregir a los hombres, no exterminarlos” —decía Lizardi en boca de sus ladrones, que, hasta eso, eran simpáticos— “El reo infame, ya sin ideas de honor, jamás se corrige; luego que se ve libre, se dedica con más furor y precaución a sus vicios, como que tiene menos que perder, y el muerto queda incapaz de ser ni malo ni bueno”.

Así hablaba el ficticio delincuente apodado El Cucharero. Su compinche, compañero “del arte” —así se decía de los dedicados a robar—, El Chape, remataba con su escepticismo respecto de la educación: “cansados estamos de ver ladrones en todos tiempos que han sabido leer y escribir, y contar y algo más. Conque ya ves que ese remedio es inútil”.

Pero lo cierto es que hace 200 años, cuando el país empezaba a ser independiente, la delincuencia que robaba y asesinaba era mucha, y los sesudos textos de Fernández de Lizardi no necesariamente eran escuchados por las autoridades. Entonces, la protesta surgía en forma de hoja suelta, producida en
alguna de las varias imprentas que funcionaban en la ciudad de México, y que de repente daban cuerpo a la queja colectiva y la demanda de justicia:

Ya el hambre no calculada
Ni ve visiones;
Siempre pagan el pato
Los pobres pobres
Mátese el hambre,

Y dése a los ladrones
Suplicio infame.

Así decía una hoja, la Bolera de los Ladrones, que imprimió en el mismo 1822 la imprenta de don José María Ramos Palomera. Pero no por eso disminuyeron los crímenes y los robos, y puestos a “hallarse las cosas antes de que sus dueños las perdieran”, hasta a las iglesias entraban a robarse ornamentos y ricas piezas del culto. Gran alboroto hubo cuando, algún ratero entró a robar a un templo, y se llevó una rica custodia de plata, dejando, cuidadosamente colocadas, las hostias que contenía, con un educado recado: “no han sido tocadas”.

Serían todo lo ladrones que se quisiera, y no vacilaban en matar a quien opusiera resistencia, pero una cosa era eso y otra muy diferente era ser descreído y hereje, como se vio después.

BIGOTES y CACHETES. Por un asesinato, el del artillero Mariano Olazcoaga, una noche de febrero de
1824, fue que las autoridades se decidieron a perseguir y dar con célebres ladrones, tan impunes y tan vistosos, que se habían vuelto personajes de la vida pública de la capital mexicana. Uno de ellos era Manuel Márquez, conocido como Bigotes, de 23 años, y lo había ayudado en el asunto su compadre El Negro, Cresencio Ballesteros, de 22. Otros dos cómplices, Agustín Solano, de 19 años, conocido como El Güero Carrocero, y José María Álvarez, que tenía el extraño apodo de El Padre Torres, eran cómplices en el crimen.

Los asesinos se habían escapado de la ciudad, pues esa ocasión, la justicia sí los buscaba. A Bigotes lo aprehendieron en Toluca con Agustínn, que era su cuñado. A Ballesteros lo atraparon en México, y a Álvarez la misma noche del homicidio, porque, no contento con la fechoría, había ido a meterse al cuartel del segundo batallón a robarse un fusil.

Tales personajes eran parte de la crema y nata de la criminalidad capitalina de 1824, pero eran también muy conocidos el llamado Cachetes, El Orejas de Oro, Cocodiente, El Tuerto Manuel, que era el jefe de los ladrones que operaban en los rumbos de la iglesia del Carmen. Otro muy notorio era Guasapo, que dirigía una banda a la que armaba y conseguía caballos para asaltar los caminos cercanos a la Ciudad de México.

A todos esos, y a algunos más, como el llamado Brazo de Oro, otro más apodado Pies de Plata, uno más llamado El Gavilán, y otros a los que los vecinos llamaban Héroes de la ladronera, se les podía ver en el barrio de San Sebastián, cerca de un horno de vidrio, donde se reunían a tramar sus operaciones.

A Bigotes lo caracterizaban, en efecto, aparatosos bigotes. Cuando fue capturado, mucho dieron de qué hablar, y no faltaron los que promovieran la discusión pública acerca de la pertinencia o no del uso de bigotes entre los militares. Muy descuidada andaría en aquellos días la higiene, porque se afirmaba que,
embigotados, los criminales resultaban irreconocibles, de tan abundantes que eran, con los inconvenientes de que, de tan frondosos, solían “criar sus piojillos”, y estar permanentemente engrasados porque siempre iban por delante, hacia el plato, a la hora de comer.

Pero el que definitivamente llamaba la atención era Cachetes, no por sus mofletes aparatosos, que seguramente fueron el origen del apodo, sino porque robaba y robaba, y gastaba y gastaba con enorme largueza. ¿En qué? Nada menos que en sus sorprendentes zapatos, que eran literalmente deslumbrantes.

Eran tan llamativos los zapatos de Cachetes, que merecieron el comentario en las hojas sueltas de la época, por lo lujosos que eran: “de estilo vaquero, de baqueta, picados y bordados de oro y plata de realce.” Apresado en los mismos días que Bigotes, causaron sorpresa los zapatos, aparte del lujoso bordado estaban forrados de terciopelo verde con ribetes de galón, y hebillas de plata. “Ninguno de
los que crucificaron a Cristo se presentó más guapo, pero ninguno, tampoco, fue más ladrón que Cachetes”, y razón tenían, porque el ladrón gastaba con liberalidad el fruto de su “arte”, pues engalanar aquellos zapatos, que se decía, pretendía lucir en Toluca durante la Semana Santa, le había salido caro:
solamente los bordados de oro y plata costaban la nada despreciable suma de ciento ochenta pesos.

Pero así como personajes como Cachetes y Bigotes llamaban la atención por su desenfado y por su violencia, los sectores ilustrados se quejaban de que la justicia, tonta y lenta para pescar ladrones, era más expedita cuando se cebaba en casos con circunstancias que atenuaban el delito, y detrás del cual había historias conmovedoras.

Tal era el caso, hacia 1825, de un español, Juan Galindo, a quien sus vecinos tenían por hombre de bien, y señalado como culpable de un homicidio alevoso, rasgo adicional que mandaba al culpable, sin muchas contemplaciones, a la muerte por arcabuz.

Galindo iba camino de la muerte por echar de su hogar a un fulano, un tal Juan Cruz, que insistía en entrar y disponer como si fuese su casa. Cuando Juan Galindo mató por fin a Juan Cruz, era porque estaba harto de correrlo de su casa, donde siempre pretendía colarse.

Galindo dormía una siesta, una tarde de julio de 1825, cuando Cruz llegó a su casa. Quiso entrar, le exigía a la esposa de Galindo fuego para su cigarro, y como ésta lo corriera, se volcó en insultos contra ella. A las voces, Galindo salió a correr al impertinente, pero éste, confiado en que el español era manco, pretendió atacarlo con un puñal. Galindo se defendió; intentó responder con un sable, pero no lo pudo manipular. Ciego de rabia, tomó una lanza, y entonces Juan Cruz decidió que era mejor escapar. Galindo lo persiguió y le arrojó la lanza, que lo alcanzó y mató a varios metros de distancia.

Por haberse clavado la lanza en la espalda de Cruz, es que acusaron al español de matador alevoso, Pero los defensores de Galindo hablaron del carácter, del efecto cegador de la cólera; hasta de la famosa teoría de los humores, según la cual el español era flemático y poco dado a la ira, y en cambio, el difunto era de temperamento bilioso, agresivo y criminal por naturaleza.

Pero por una ocasión, clamaban sus defensores; por una ocasión, la justicia se había apersonado y pretendía condenar a muerte a Juan Galindo. Bien decían las voces críticas, que a criminales como Bigotes y Cachetes se les trataba con algodones, porque a poco de apresados andaban de vuelta por sus rumbos de siempre, y a los pobres diablos que se defendieron en un mal momento de cólera, les esperaba la muerte de los asesinos más oscuros.

fuente.-

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