En México la leyenda negra sobre el papel del Estado en la economía se comenzó a construir en la década de 1960 como consecuencia del enfrentamiento entre el gobierno y los empresarios por el papel del Estado en la promoción del desarrollo. Esto se empalmó con la ofensiva desplegada en todo el mundo contra el Estado interventor, que no tardó en establecerse casi como verdad canónica.
Lo que inició como un conflicto nacional se vio reforzado por una oleada revisionista en el pensamiento económico y en las tendencias de la política económica internacional. Más tarde, con la llegada de una acelerada globalización de las finanzas y, en menor medida, de la producción y el comercio, sobrevino un cambio radical, paradigmático.
A la transformación de la estructura y composición de la economía mundial se sumó una verdadera “revolución de los ricos”, a decir de Carlos Tello, una mudanza ideológica y cultural cuyo perfil no está definido. El desempeño de las economías políticas se empezó a evaluar con una nueva batería de valores y criterios: en lugar de pleno empleo y protección social se impuso la lucha contra la inflación, la estabilidad financiera y la reducción de los compromisos del Estado con el bienestar y la justicia social. Se dio así una profunda, en buena parte pasiva, contrarreforma económica del Estado, que afectaría sensiblemente el corazón de la economía política del propio Estado.
30 años de mudanzas, de vuelcos estructurales, de promesas incumplidas, de pesadillas vueltas realidad. La situación social y su déficit acumulado obligan a hacer valer un reclamo de justicia social postergado por los cantos de las sirenas globales. Habría que admitir que la gran apuesta aterrizó en un “estancamiento estabilizador”, condensado en la lentitud del crecimiento de la economía, la falta de los empleos necesarios y su precarización. La redistribución social ha estado ausente, nada más advertir las altas cuotas de pobreza y vulnerabilidad de la mayoría.
En nuestro caso, tras seguir la tutela de unas políticas orientadas a la apertura máxima del mercado y una contracción sistemática del papel del Estado en la economía, el saldo social difícilmente podría ser peor: 53.4 millones de mexicanos son pobres (43.6%). De ellos, 9.4 están en pobreza extrema (7.6%) y 8.6 millones se encuentran por debajo de la línea de bienestar económico (7%).1 En pocas palabras: solamente 27.8 millones de mexicanos (22.6%) no están en condición de pobreza ni de vulnerabilidad (ver cuadro).
En buena medida esto se debe a las malas condiciones del mercado del trabajo. Si bien es cierto que México tiene una de las tasas de desempleo más bajas de la región (dos millones), e incluso de la OCDE, lo cierto es que “el diablo está en los detalles” ya que si se suma a los desocupados, la población subocupada, más la población económicamente no activa, la cifra se eleva a casi 12 millones de personas con necesidades de empleo (ver gráfica).2
En lo que hace a la participación de las remuneraciones en el ingreso nacional, se pasó de 40.2% del PIB en 1976 a menos de 30% en 2014 de acuerdo con cálculos de Norma Samaniego.3 También es posible ver el deterioro en términos del ingreso de los ocupados: la población que en 2000 ganaba más de cinco salarios mínimos pasó de 11% a 5% en 2017. Asimismo, cerca de 50% de la población ocupada recibió una remuneración no mayor de dos salarios mínimos. Situación que tiene lugar en un contexto de cambios demográficos con tendencia al envejecimiento poblacional.
México necesita (re)pensarse. Tiene que llevar a cabo una modificación radical de sus políticas básicas; hacer una reingeniería del gasto; poner al empleo como objetivo central y articulador de las políticas y programas del Estado. De aquí la importancia crucial de recuperar el Estado y, desde luego, su independiencia y fortaleza fiscal.
Con un Estado maniatado por la penuria fiscal y el empobrecimiento institucional y administrativo y una economía sometida a renovadas tensiones en sus relaciones comerciales y financieras con el exterior, poco se puede imaginar para una política contracíclica a fondo y una estrategia de cambio estructural para el desarrollo “desde dentro”. Éste no será alcanzado mediante tijeretazos al gasto, sino con un Estado fiscal renovado y fortalecido.
Para darle consistencia al pacto social hoy fracturado habría que tener presente que los derechos sociales “imponen un deber de resultado […] el Estado mexicano tiene la obligación de satisfacer en forma inmediata sus contenidos mínimos y avanzar progresivamente en su protección”.4 Se trata de atender las reivindicaciones de justicia social, de modificar las condiciones de vida inaceptables en las que viven millones.
Para convertir a México en un Estado social, democrático y constitucional en las actuales circunstancias, éste tendría que ser un Estado desarrollista. Un Estado que diseñe, impulse y combine políticas capaces de articular demografía y economía, la ampliación ambientalmente responsable de las capacidades productivas de la economía y el fortalecimiento de la convivencia social dentro de los marcos de la democracia y el Estado de derecho. Ello supone una reforma fiscal del Estado, una reforma hacendaria, como condición para recuperar el crecimiento y sustentar acciones redistributivas.
En particular, hay que insistir en que para poder justificar socialmente un incremento en la recaudación, que es un componente irrenunciable de la reforma, ésta debe hacer explícitos sus fines sociales y productivos y, en especial, sus implicaciones en materia de pobreza y redistribución. Es preciso asumir compromisos claros sobre la utilización de los recursos y la rendición de cuentas, lo que implica la revisión y el fortalecimiento de las capacidades de investigación, control y evaluación del Congreso de la Unión y sus órganos de auditoría y fiscalización, así como las formas de intervención y participación de la sociedad civil organizada en el proceso de recaudación y asignación de los recursos públicos gestados por la reforma.
De lo anterior proviene otra proposición sustancial: la reforma fiscal no puede reducirse a sus fines contributivos y redistributivos. Debe extenderse al conjunto del cuerpo social mediante el gasto público que, a su vez, debe también ser la expresión clara del pacto social y estar siempre pensado y evaluado por sus efectos e impactos en la reproducción y el fortalecimiento del propio pacto. Al poner en el centro lo social, que como cuestión sigue siendo una intrincada combinatoria de pobreza de masas y concentración económica, de ingresos y riqueza, accesos y oportunidades, se reivindica el papel estratégico del mercado interno, del empleo y de la diversificación productiva.
Lo que está en juego, dicho en breve, es la capacidad nacional para reconocer que, sin garantizar los derechos sociales y darles un horizonte de cumplimiento efectivo, no puede haber cohesión social y nacional, ni legitimidad política democrática autosustentable. De aquí la importancia de los derechos vistos como un cemento universal básico de la cohesión social y de entenderlos como el acicate moral e institucional para modificar las reformas realizadas en la economía y la política. Así, el desempeño económico empezaría a evaluarse con criterios diferentes.
La cuestión social urge a sumar voluntades; sólo mediante la construcción de una sociedad más equitativa e incluyente se podrá aspirar a un crecimiento económico sostenido, que a su vez sea un factor para garantizar la estabilidad política y la consolidación de las instituciones democráticas, paso franco al régimen comprometido con los derechos humanos como lo establece la reforma constitucional de 2011.
Poner en acto una nueva pedagogía nacional, republicana y comprometida a fondo con la equidad entendida como un vector para avanzar en la búsqueda de una igualdad sustantiva, a la vez que funcional para el proceso económico y la evolución política. De esta reforma, orientada a hacer del Estado un verdadero Estado social pero también a modificar nuestras mentalidades y usos culturales, es que pueden surgir nuevas formas de articulación política e imaginación social y económica que den legitimidad a la “reforma de las reforma” vital para abandonar el estancamiento.
En palabras de la investigadora brasileña Celia Lessa: “El Estado de bienestar es una invención política: no es un vástago ni de la democracia ni de la socialdemocracia, aunque ciertamente es la mejor obra de esta última. La defensa de su actualidad se vincula con la defensa de lo mejor de la socialdemocracia: la sistemática resistencia a la disolución de los lazos sociales por los nexos mercantiles […]”.5
Vale la pena reiterarlo: la equidad y la justicia social no sólo son objetivos legítimos y centrales del desarrollo; también son condiciones esenciales de una estabilidad macroeconómica socialmente responsable y comprometida con el crecimiento económico. La consigna de “volver a lo básico”, apropiada y desnaturalizada por el canon neoliberal, debe convocar a redescubrir la pertinencia y la vigencia de un nuevo acuerdo que nos permita empujar la cohesión y la inclusión sociales. También, la de contar con un Estado capaz de crear y sostener financieramente regímenes de seguridad humana y protección del entorno.
La ruta para una economía y un desarrollo diferentes supone entender y asumir que la construcción de regímenes de bienestar y protección social, bajo un enfoque de derechos humanos, es tema central e impostergable de las agendas democráticas. Y, también, de las estrategias para un desarrollo concebido como un proceso de cambio social y pedagogía democrática. Nada más lejano que instalarse en el culto de una austeridad mal entendida.
Fuente.-Rolando Cordera Campos
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