La polarización
de dos posturas suele ser un truco para ridiculizar una de ellas.
Los diez años de la guerra contra el narco
han arrojado resultados tan cuestionables que el replanteamiento de la
estrategia de seguridad (interna o pública, como gusten llamarle) no puede
reducirse a un debate en el que se coloque la defensa de derechos humanos como
la causal del fracaso.
Las declaraciones del General Cienfuegos
cuando asume que el Ejército debe regresar a los cuarteles, pueden polarizar
las posibilidades si lo que busca es blindar las actuaciones de las fuerzas
armadas de manera que, en caso de incurrir en violaciones de derechos humanos,
cuenten con garantías que no les representen ninguna acción coercitiva.
Pedir que “todos” nuestros soldados vuelvan
a los cuarteles es peligroso. También pedir que sólo en condiciones de blindaje
absoluto se mantengan. Definitivamente en algunas regiones la colaboración del
ejército en el combate contra el crimen organizado ha devuelto la calma las
comunidades e inhibido la violencia del narcotráfico.
Sin embargo, normalizar las medidas de
intervención militar y argumentar la falta de facultades legales para ampliar
las garantías castrenses a expensas de las garantías individuales, no responde
a una reflexión de fondo que contextualice las diferencias regionales y que
reconozca los límites de actuación que requieren protocolos diversificados sin
obviar las sanciones cuando se trasgrede lo establecido.
La prisa por entregarles un marco jurídico
a las fuerzas armadas no es un asunto menor. A la víspera de la construcción de
una Fiscalía General de la República en puerta, la presión para la aprobación
de la propuesta del Diputado César Camacho del PRI para la Ley Reglamentaria
del artículo 29 de la Constitución, no es casualidad. Sobra decir que sus
contenidos ensanchan aún más la estrategia de seguridad que ha demostrado ser fallida.
Si los estados de emergencia normalmente vulneran los derechos fundamentales y
debilitan la división de poderes, este proyecto de Ley no contempla contrapesos
serios ni tiempos máximos para la suspensión de garantías. La iniciativa además
incluye definiciones laxas para justificar la declaratoria de estado de
excepción.
Por su parte, la propuesta del Senador
Roberto Gil Zuarth del PAN, recurre a conceptos difusos y discrecionales como
“resistencia” con los que pretende facultar al ejército para que haga “uso
legítimo de la fuerza; la utilización de técnicas, prácticas y métodos, por
parte de la Fuerza Armada Permanente o de la Fuerza Especial de Apoyo Federal
(de las que el cuerpo castrense sería integrante) para controlar, repeler o
neutralizar actos de resistencia no agresiva, agresiva, o agresiva grave bajo
la vigencia de una declaratoria de afectación a la seguridad interior”. Después
en su propuesta el Senador Gil hace una vaga acotación: “Conforme a los
principios de legalidad, racionalidad, proporcionalidad, oportunidad y respeto
a los derechos humanos”.
El Senador Gil no se rompió la cabeza con
su propuesta, sino que copió casi literalmente la que había entregado en su
momento Felipe Calderón. Así que no sólo reivindican los errores que de facto se
han cometido, sino que pretenden materializar aquellos que en su momento fueron
detenidos en el poder legislativo para que no sucedieran.
Pretender que una solución excluye a la
otra acelera la necesidad de quienes se han comprometido con las fuerzas armadas
para dotarlos de facultades meta constitucionales y dejar en sus manos
funciones que por su naturaleza no deben corresponderles. Con esa prisa van
presionando para que se apruebe de bote pronto un marco legal cuyas
implicaciones pueden ser catastróficas.
Para no sellar con una caricatura bicolor
la complejidad de un debate que merece todo el cuidado y la responsabilidad, se
requiere tiempo, deliberación profunda y equilibrio.
Promover un marco normativo para la
intervención de las fuerzas armadas es justo y necesario, pero la incomodidad
que para algunos de ellos generan las restricciones a la violación de derechos
humanos, no debe conducir a una normatividad represiva, omnipresente, invasiva
de la procuración de justicia, ni mucho menos promotora de suspensión de
garantías individuales a capricho.
Ni todos a los cuarteles, ni todos a las
calles sin restricciones. Fortalecer la legitimidad del Ejército implica
respetar su rango de protector de la seguridad nacional y mantenerlo
progresivamente al margen de los conflictos internos que ponen en entredicho
sus acciones y vulneran su imagen pública. Los legisladores tienen en sus manos
la posibilidad de diluir el falso dilema.
Fuente.-MaiteAzuela
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