-¿Usted puede regresar a su país?
-No.
Eso contestaron 164 personas en este pandémico mes de marzo, cuando les preguntaron en Tenosique, Tabasco, allá por la frontera mexicana con Guatemala. No se trata de turistas varados por el cierre de fronteras derivado del coronavirus. De hecho, esos “no” secos, contundentes, nada tienen que ver con el coronavirus. Fue lo que contestaron 164 migrantes indocumentados que han llegado al albergue La 72. Dicen que si vuelven a su país, y la gran mayoría se refiere a Honduras, alguien los espera para hacerles daño.
En estos momentos, cuando todo viajero es sospechoso, el extranjero es malquerido y el quédate en casa un eslogan global, hay gente que cruza fronteras por el monte. Total, ¿de qué sirve estar sano si alguien va a matarte?
En estos tiempos de crisis, sociedades enteras sufren y se desvelan pensando en el panorama trágico que esto depara. Pero es claro que no se sufre igual en la zona hotelera de Tegucigalpa que en las colonias obreras donde los balazos son un sonido habitual. Suena obvio, pero el aislamiento parece sumir a muchos en una radical introspección: yo, yo, yo y mis circunstancias. No es lo mismo una pandemia si no tenés qué cenar. No es prioridad cumplir una cuarentena si en esos días alguien te prometió tu muerte. El norte de Centroamérica está repleto de barrios dominados por pandillas que pueden aterrorizar mucho más que cualquier virus.
El coronavirus se ha convertido en una valiosa oportunidad para recordarnos algo que está demostrado hasta la saciedad, pero que desaparece de las agendas públicas con una facilidad supina: los migrantes son tratados como escoria.
Este 26 de marzo llegaron tres nuevos migrantes a La 72. Todos de Honduras. Un hombre de 46 años, una madre de 35 y su hija de 15. Para el formulario de registro se les preguntó hacia qué ciudad iban y la respuesta fue la más inverosímil posible: San Pedro Sula. Usualmente eso contesta un hondureño cuando se le pregunta de qué ciudad huye. La razón se supo pronto: no iban, volvían. Fueron capturados tras cruzar el río Bravo, en la frontera entre México y Estados Unidos. El hombre solo duró cuatro horas del lado estadounidense antes de ser deportado a México. La mujer y su hija pasaron un día en la heladera de la Border Patrol y fueron expulsadas. Valga un recordatorio: México no quiere migrantes centroamericanos, incluso creó una Guardia Nacional para evitar que entren desde el sur. Eso sí, si vienen del norte y deportados, México acepta recibirlos. Solo Estados Unidos tiene suficiente encanto como para convencer a México de que, en pleno repunte del coronavirus, reciba a los centroamericanos que la potencia de arriba desecha.
En Reynosa, relataron los hondureños en La 72, las autoridades mexicanas de Migración los subieron en un bus con otros como ellos y, durante tres días, los condujeron hasta El Ceibo, en la frontera con Guatemala. Una vez ahí les recomendaron que cruzaran hacia
Centroamérica por el monte porque, como ya todos sabemos, las fronteras están cerradas por el letal virus. O sea, tras embutirlos en un bus con otros centroamericanos deportados desde Estados Unidos, el país con más casos confirmados en toda América, y pasearlos por todo México, los arrearon al monte. La mujer y su hija lo intentaron, pero unos militares guatemaltecos las repelieron hacia México. Ahora, cumplen cuarentena en La 72, aisladas de los otros 150 migrantes que sobreviven ahí.
La historia de estos migrantes empezó cruzando fronteras por los montes y así terminó.
Al final de toda la odisea, expulsados por unos, expulsados por otros, repelidos por los últimos, los tres migrantes encontraron, como siempre, un solo resquicio de humanidad en todo México: un albergue. La 72 continúa haciendo, a pesar del coronavirus, lo que hace desde 2011: atendiendo migrantes, curando heridas, recogiendo testimonios del horror, acompañando en las denuncias, asesorando en el asilo. Es uno de los pocos albergues en todo el país que continúa recibiendo a los que lleguen, aunque deba confinarlos a una habitación de cuarentena por precaución.
“Estamos en una situación muy vulnerable. Tenemos muchos abuelitos, mujeres embarazadas, personas con VIH, con problemas respiratorios, una mujer que está a punto de dar a luz. México ya dijo que si llega a ocurrir un caso confirmado, pero leve en síntomas, esa persona debe hacer cuarentena en su casa. Nosotros somos la casa de toda esta gente. Si aquí llega el contagio estaremos jodidos”, dice Emelie Viklund, coordinadora del área de derechos humanos de La 72.
No es raro. Ningún gobierno mexicano ha sido aliado de los albergues. Esos lugares han sobrevivido a fuerza de humanidad y sacrificio. Existen, en buena medida, a pesar de los gobiernos. ¿Por qué iba a ser diferente durante la pandemia?
Muchos dicen que esta crisis ha desatado la solidaridad. Si es así, esa no ha alcanzado a llegar a las vías del tren ni a las riberas del río Bravo ni mucho menos a las breñas fronterizas de Tabasco. No alcanzó la buena voluntad humana para detener el envío de deportados desde Estados Unidos. Ni el más emotivo de los tuits ha sido capaz de que el viaje de los que huyen de la muerte sea menos humillante.
Consigo que me conteste el teléfono una mujer hondureña de 24 años. Ella está tramitando su asilo en un punto de la frontera sur mexicana. Apenas llegó. Hace 12 días cruzó la frontera junto con sus dos crías: uno de un año y una de tres. Huye de Honduras.
“Estoy aquí por amenazas de los mareros. Yo vivía en una colonia dominada por la Mara Salvatrucha, y uno de mis primos era cabecilla de ellos, pero por algún problema que tuvieron a él lo querían matar ellos mismos. Así que mi primo se vino para México. Los mareros me pedían que les dijera la ubicación de él, porque era mi primo y éramos vecinos. Ellos creían que yo sabía. Recibí varias amenazas de muerte en contra de mis hijos. Con todo esto del coronavirus, viendo que iban a cerrar el país y cosas así, me decidí a venirme antes de que nos pasara algo. Salí dos días antes de que cerraran la frontera en Honduras”, me contó.
En estos tiempos raros hay temores tan disímiles: mucha gente teme que el virus y su muerte se cuelen por las fronteras. Esta mujer temía que el virus le cerrara la frontera y eso le trajera la muerte.
-¿Cómo fue el viaje? –pregunté a la muchacha.
-Caminando la mayor parte, por ratitos que alguien nos daba aventón, pero caminando un montón. Ya en la frontera de El Ceibo, hicimos lo que toca, nos tiramos por el monte.
Hay cosas que no cambian.
Fuente.-Diario Español/
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