Un gobierno que decide negociar la paz ante la fuerza de las armas del crimen organizado, es un gobierno que se rinde y capitula al sentirse rebasado y derrotado por la capacidad de violencia de los delincuentes. Pasamos así, con la inédita entrega de un presunto criminal que es devuelto a los grupos armados que exigieron su liberación a balazos y tomando y sitiando la capital de una entidad federativa, de un Estado que parecía fallido, a uno Estado rendido y sometido por la capacidad de fuego y desestabilización del narcotráfico.
Porque al haber entregado este jueves al hijo de Joaquín Guzmán Loera, Ovidio Guzmán, con el argumento de “garantizar la paz y la seguridad de la población”, el gobierno del presidente López Obrador y su gabinete de seguridad claudicaron a su obligación y facultad máxima y decidieron ceder el monopolio de la fuerza y la violencia, que les concede la Constitución, a los criminales que pudieron más con el poder de sus balas y su despliegue armamentístico y doblegaron a todas las fuerzas federales y estatales y a su comandante en jefe.
Si la detención de un hijo del Chapo desató tanta violencia por la innegable capacidad de fuego y movilización del Cártel de Sinaloa, el Estado y sus instituciones de seguridad debieron haber enviado todo su poderío para aplastar a los sicarios, que al tomar y sitiar este jueves toda una capital estatal, de uno de los estados más productivos del país, se convirtieron en una fuerza rebelde y sublevada a la que el gobierno debía haber enfrentado, sometido y derrotado con toda su capacidad y fuerza. No haberlo hecho, esgrimiendo que se quería preservar la paz y la seguridad, significa que este gobierno se reconoce impotente y débil para enfrentar una amenaza real a la estabilidad de toda una ciudad y sus habitantes.
Se manda así el peor de los mensajes no sólo a los grupos de crimen organizado y narcotráfico que ya de por sí llevan más de una década desafiando al Estado, sino a todo el mundo: en México el gobierno no puede ni quiere usar legítimamente la fuerza que la ley le concede para garantizar el orden y la prevalencia de la certidumbre y la seguridad de la población. Si eso pudo hacer, en unas horas, el dividido y fragmentado Cártel del Pacífico, que no es hoy el grupo más poderoso y violento del narcotráfico mexicano, ¿qué no podrían hacer otros Cárteles que hoy tienen mucho más poder logístico, de fuego y mayor presencia y control a nivel nacional que los sinaloenses, como por ejemplo el Cártel Jalisco Nueva Generación? Sólo pensarlo asusta y nos hace sentir una gran vulnerabilidad total como país.
Si López Obrador y su fallido gabinete de seguridad ya de plano se rindió y declinó usar la fuerza que legítimamente le concede la Constitución y le otorgaron de manera clara la mayoría de los votantes, entonces tendrá que tener otra estrategia, de combate al dinero, a la narcopolítica o a golpear y confiscar a fondo los bienes patrimoniales del crimen, porque si unos cientos de sicarios, armados eso sí hasta los dientes, pudieron desquiciarle una ciudad como Culiacán en unas cuántas horas, doblegarlo y obligarlo a rendirse y a entregar a un presunto criminal que había sido capturado legalmente, entonces el resto de los mexicanos estamos por nuestra cuenta y en la indefensión total con un Estado rendido.
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