Los Estados modernos requieren de fuerzas armadas con la suficiente solidez para proporcionar seguridad ante las amenazas externas y para garantizar la paz interna. Sin embargo, algunos ejércitos han demostrado ser una amenaza para sus gobiernos y, en concreto, para la estabilidad democrática, lo cual debilita a los Estados y perjudica a miles de personas.
De aquí que la existencia de ejércitos poderosos subordinados a gobiernos civiles y democráticos resulte paradójica, más la excepción que la norma, ya que implica que aquellos que tienen el poder de las armas obedezcan a personas que no las tienen.1 La cuestión que surge es: ¿cómo crear fuerzas armadas limitadas por el Estado democrático de derecho sin exponer su poder, su esprit de corps, o su eficacia?
La disyuntiva planteada por la necesidad de contar con fuerzas militares poderosas al mismo tiempo que limitadas por la ley, permea las relaciones entre civiles y militares en todos los regímenes democráticos, y no se refiere tan sólo al riesgo de golpes de Estado que son un fenómeno bastante raro en estos días. No existe una solución fácil y permanente para este entuerto, por lo que las democracias han buscado diversos enfoques para conciliar ambos objetivos —incompatibles en apariencia— según el contexto y las circunstancias específicas. En algunas ocasiones se ha priorizado un lado de la ecuación, tener poderosas fuerzas militares, mientras que en otras se ha inclinado la balanza hacia el otro, contar con fuerzas limitadas por la ley. Lograr el equilibrio es un acto que demanda un alto grado de precisión: si se transfieren demasiados poderes a las fuerzas armadas, la democracia puede caer herida de muerte; por el contrario, demasiados límites al ejército pueden exponer a la democracia a una serie de riesgos en términos de seguridad. En resumen, encontrar un equilibrio entre los límites democráticos y la autonomía de las fuerzas militares es una tarea difícil pero fundamental para las democracias.
El dilema constitucional de la construcción de fuerzas armadas eficaces y limitadas por la ley, y la tensión que genera entre los gobiernos civiles y democráticos con sus fuerzas armadas, en gran parte se debe a la existencia de una zona gris, unos límites ambiguos, entre las esferas “civil” y “militar”. Al respecto, Huntington argumentó que “el problema no es la revuelta armada, sino la relación entre el experto y el político”:2 los militares demandan la deferencia, a veces total, de los que no conocen el mundo de la fuerza, mientras que los políticos democráticos reclaman la subordinación de todos, sin excepción, a las leyes y los principios constitucionales. La línea que separa los asuntos militares de los políticos se hace aún más delgada, y sus consecuencias son más trascendentales en las democracias contemporáneas con precedentes históricos de intervención castrense en la política, así como en aquellas donde el papel de las fuerzas armadas no se limita a la defensa externa sino que se enfoca en la seguridad interna.
Las porosas fronteras entre las esferas militares y las civiles generan tensión en su relación en parte debido a la incertidumbre que producen. En particular, hay tres tipos de incertidumbre en el centro del dilema: 1) la incertidumbre sobre las consecuencias legales de ciertas acciones de quienes ejercen la violencia por parte del Estado; 2) la incertidumbre sobre los límites de las excepciones y situaciones de emergencia permitidas por la constitución; 3) la incertidumbre sobre cómo equilibrar conflictos de principios o reglas constitucionales en situaciones particulares. Las cortes constitucionales, bajo ciertas condiciones institucionales, son un factor clave para reducir estos tipos de incertidumbre y, por tanto, para construir fuerzas armadas democráticas.3 Las tensiones no resueltas entre gobiernos civiles y fuerzas armadas pueden terminar por erosionar letalmente la democracia constitucional.
El primer tipo de incertidumbre se hace visible en aquellas democracias donde las fuerzas armadas están llamadas a hacer frente a una crisis de seguridad interna, y los miembros de las fuerzas armadas participan en combates que generan muertes. La cuestión sobre las consecuencias legales de la intervención militar se centra, entonces, en si estas bajas deben ser tratadas como homicidios a investigar y eventualmente castigar, o deben ser consideradas como muertes en combate, aceptables en los casos de conflicto armado, por lo que no deberían ser objeto de sanción. ¿Estamos, entonces, ante un potencial homicidio o ante una muerte en combate o un daño colateral?
La respuesta está condicionada a la existencia de un conflicto armado interno declarado de manera oficial, porque esto implica el uso del derecho internacional humanitario (DIH) que reconoce muertes en combate y daños colaterales.4 En ausencia de una declaratoria oficial de conflicto armado interno las bajas deben ser investigadas y procesadas a través de la legislación penal nacional y, por lo tanto, se consideran como potenciales homicidios. Hay resistencias para declarar la existencia de un conflicto armado interno y dudas sobre su pertinencia en situaciones concretas. Los gobiernos se resisten porque implica una mayor supervisión internacional y viabiliza el reconocimiento de la condición de combatientes a los grupos armados enemigos. Al mismo tiempo, los miembros de las fuerzas armadas instan a los gobiernos para que “no les aten las manos” con limitaciones legales inadecuadas.
El segundo tipo de incertidumbre se refiere al que resulta de los límites a las excepciones permitidas por la constitución. Muchas constituciones reconocen la jurisdicción militar como un cuerpo separado de leyes, fiscales y tribunales, creado para tomar en cuenta las particularidades de las funciones encomendadas a las fuerzas armadas, y que cumple con el propósito de proporcionar estabilidad a la institución y seguridad legal de sus miembros. Pero, ¿quién puede ser investigado y juzgado en los tribunales militares?, ¿bajo qué circunstancias? La jurisdicción militar puede ser amplia e incluir tanto a los oficiales como a los civiles y puede cubrir diversos tipos de delitos o, por el contrario, puede estar limitada a juzgar militares por delitos relacionados estrictamente con su función y durante un servicio militar. En un extremo, una jurisdicción castrense muy amplia puede servir como dispositivo de impunidad para cubrir delitos no relacionados con el servicio o la seguridad del país. En el otro extremo, la justicia militar puede ser abolida y reemplazada por un sistema de justicia unitario bajo el argumento de que la existencia de este cuerpo excepcional de leyes y funcionarios viola derechos y principios del debido proceso en materia penal.5
Por último, el tercer tipo de incertidumbre gira alrededor de la pregunta: ¿cómo balancear conflictos entre derechos o principios constitucionales en circunstancias particulares? Por ejemplo, la disciplina es mencionada a menudo como una condición necesaria para el funcionamiento eficaz de las fuerzas armadas. Lo anterior tiene importantes consecuencias en el juicio de militares por cuanto la disciplina se basa en la obediencia. En este plano, el principio de la disciplina entra en conflicto con el derecho individual a objetar una orden por motivos de conciencia, y con la obligación de no violar los derechos humanos. Otro ejemplo que nos regresa a la justicia militar: si se acepta que los juicios necesitan ser expeditos —en particular en situaciones de combate— ¿cuándo y qué tanto se pueden limitar aspectos básicos del derecho al debido proceso, tales como el derecho a conocer los cargos en su contra y el derecho a ser juzgado por un juez independiente?.
En suma, ¿cómo lograr que las fuerzas armadas no se sientan sometidas al Estado de derecho sino que más bien lo entiendan como el marco necesario de acción y el objetivo último de defensa y misión? ¿Cómo lograr que las autoridades civiles comprendan la especificidad de las fuerzas armadas y logren una mejor coordinación para que éstas cumplan sus misiones con eficacia? Estas preguntas se hacen más relevantes en el contexto actual de las democracias latinoamericanas que están marcadas por lo que Rut Diamint ha llamado el “nuevo militarismo”: una nueva intervención de las fuerzas armadas en los gobiernos y en la toma de decisiones políticas, principal pero no exclusivamente en temas de seguridad pública, ya no por la fuerza sino esta vez por invitación de los gobernantes democráticamente electos.6
Para evaluar el impacto potencial impacto de este “nuevo militarismo” en las democracias constitucionales latinoamericanas no sobra recordar la historia de intervencionismo militar e inestabilidad institucional desde el momento mismo de las independencias en nuestra región.7 En efecto, la relativamente prolongada fase democrática contemporánea en la que se encuentran la mayoría de los países de la región desde fines de los setenta es una anomalía históricamente hablando. Nuestra región latinoamericana sufre de una crónica inestabilidad institucional. Un dato relevante es que el 37% de transiciones hacia y desde la democracia han ocurrido en la región a pesar de que ésta incluye menos del 10% del total de los países del mundo.
La última ronda de autoritarismo e intervenciones militares en la mayor parte de países de la región tuvo lugar durante la Guerra Fría. De hecho, en 1970 todos los países latinoamericanos (con la excepción de Colombia, Costa Rica y Venezuela) eran regímenes autoritarios, muchos liderados por los militares. Esto comenzó a cambiar en 1978 con la transición a la democracia en República Dominicana, que fue seguida por Ecuador al año siguiente, Perú en 1980 y a partir de entonces prácticamente todos los países en la región (excepto Cuba).
En suma, uno de los legados de las intervenciones militares en América Latina es que las fuerzas armadas se acostumbraron a la falta de rendición de cuentas, debido a una malentendida y excesiva autonomía militar, e incluso en muchos casos simple y llana impunidad. Este legado es inaceptable en democracia y, en consecuencia, los países latinoamericanos desde las transiciones que comenzaron en 1978 han tratado de actualizarse y adaptarse a las exigencias del Estado de derecho.
¿Qué tanto el legado de las intervenciones militares está presente en el “nuevo militarismo”? ¿Qué tanto el “nuevo militarismo” puede convertirse en un factor desestabilizador de las democracias latinoamericanas contemporáneas?
La definición y misión de las fuerzas armadas en las constituciones latinoamericanas.8 La definición y misión de las fuerzas armadas muchas veces se encuentran en las constituciones y, por lo general, es una lista de las tres instituciones típicas que se consideran parte de ellas: el ejército (fuerza de tierra), la armada (fuerza de agua) y la fuerza aérea. El tema más sensible respecto a la definición de las fuerzas armadas es cuando la lista de instituciones que las componen se amplía e incorpora otras fuerzas generalmente encargadas de la seguridad interna. Este punto es sensible porque la finalidad o misión tradicional de las fuerzas armadas es por lo general la defensa de la soberanía y el territorio ante las amenazas externas, mientras que la finalidad de la policía, fuerza civil, fuerza de seguridad pública o gendarmería es la defensa ante las amenazas internas y el mantenimiento del orden y la estabilidad. Pero cuando ambas instituciones pertenecen a las “fuerzas armadas” son más probables las confusiones jurisdiccionales o de misión.
La misión de las fuerzas armadas según se establece en la constitución es clave y refleja en gran medida la concepción que el país tiene de las mismas y de su papel. La misión tradicional de las fuerzas armadas es la defensa de la soberanía y el territorio ante amenazas externas. Sin embargo, algunas constituciones ya incluyen entre las misiones de las fuerzas armadas también la participación en la seguridad interna. Por supuesto, incluir entre las misiones constitucionales de las fuerzas armadas la participación en labores de seguridad interna puede tener consecuencias muy importantes y no siempre deseables para la democracia y las relaciones entre los gobiernos civiles y los militares.9
En América Latina algunas constituciones añadían como parte de la misión de las fuerzas armadas la defensa de la soberanía o el territorio; o bien, la defensa de algo mucho más subjetivo y difuso como “la patria” o incluso del “honor u orgullo” nacionales. En términos del constitucionalismo contemporáneo se puede argumentar que la principal misión de las fuerzas armadas (además de la defensa de la soberanía y el territorio ante amenazas externas) es la defensa de la propia constitución a la que se deben tanto ellas como las autoridades electas por el pueblo.
En suma, una revisión de los países latinoamericanos revela que al menos en términos constitucionales no existe un claro consenso normativo que limite los potenciales efectos negativos del “nuevo militarismo”, como la desestabilización de las democracias de la región.
Consideremos ahora la participación de los militares en el gobierno. Puede haber uno o más ministerios o secretarías dedicadas a la defensa y los temas de seguridad. Cuando hay un ministerio para cada rama de las fuerzas armadas (ejército, marina y fuerza aérea) es más probable que los oficiales militares ejerzan influencia en áreas que son consideradas regularmente más “civiles”, como por ejemplo el transporte marítimo y los puertos o los viajes aéreos y los aeropuertos.10 Adicionalmente, cuando hay un solo ministerio de defensa se facilita la coordinación entre las distintas ramas de las fuerzas armadas, entre éstas y el gobierno civil, e incluso entre esos actores y las organizaciones civiles especializadas en temas de defensa. La creación de un solo ministerio de defensa es clave en el proceso de establecer vínculos democráticos entre los ámbitos civil y el militar. Ahora bien, la persona encargada de encabezar el ministerio de defensa puede ser un civil o un militar. Es más, un único ministerio de defensa liderado por un civil ayuda a enfocar los ideales y las metas de las fuerzas armadas, en tanto instituciones, dentro de un marco incuestionablemente democrático.11
Las democracias latinoamericanas también exhiben una interesante variación respecto del número de ministerios dedicados a las fuerzas armadas y a la identidad de las personas que los encabezan (es decir, militares o civiles). La gráfica 1 muestra los valores promedio de un índice de participación de militares en el gobierno para 18 países latinoamericanos durante el periodo 1978-2013. Los valores más altos del índice corresponden a una mayor participación de los militares en el gobierno, y por lo tanto a una mayor probabilidad de que los intereses de las fuerzas armadas intervengan en asuntos propiamente civiles.12
La gráfica 1 (panel izquierdo) muestra que Brasil es el país con el mayor valor promedio del índice y que Costa Rica y Panamá, donde no hay fuerzas armadas, tienen el menor valor promedio. Por supuesto, hay cambios en el tiempo en los niveles del índice (panel derecho). En Brasil, por ejemplo, desde 1999 hay un único ministerio de defensa encabezado por un político civil. En Perú, en contraste, un único ministerio de defensa fue creado en 1985 pero usualmente fue encabezado por un militar hasta 2003.13 Finalmente, en países como Argentina o Chile incluso se ha nombrado a civiles mujeres al frente del ministerio de defensa. El “nuevo militarismo” supone una subida en este índice (que por cierto no incluye militares en otros ministerios del gabinete presidencial), algo que por ejemplo se confirmaría en el caso de Brasil después de la elección del ex comandante Jair Bolsonaro como presidente de la república quien ha incluido a varios miembros de las fuerzas armadas en su equipo de trabajo.
La jurisdicción y la justicia militares son un componente clave de la autonomía militar y frecuentemente una fuente de tensión entre gobiernos civiles y fuerzas armadas. La jurisdicción militar refuerza la institucionalidad de las fuerzas armadas y sirve, entre otras cosas, para salvaguardar sus valores y principios específicos. Esta es una de las razones por las que las fuerzas armadas están tentadas a usar la justicia militar como una fuente de privilegios indebidos, incluso en democracias consolidadas, promoviendo valores o criterios que en ocasiones están en tensión o incluso son opuestos a los valores de la sociedad democrática. La pregunta relevante es qué tanta autónoma y qué tan amplia debe ser la jurisdicción militar.
La gráfica 2 muestra la amplitud de la jurisdicción militar en 18 países de América Latina según lo establece la propia constitución de cada país (desde 1978 hasta 2013). La amplitud de la jurisdicción militar se basa en un índice dependiendo de la respuesta constitucional a la pregunta ¿quién, y bajo qué circunstancias, puede ser investigado o juzgado en la jurisdicción militar? En esta gráfica las respuestas son obtenidas a partir de los artículos constitucionales que regulan la jurisdicción y la justicia militar.
Según esta gráfica, el promedio de la amplitud de jure de la jurisdicción militar es más alto en Paraguay, seguido muy de cerca por Perú, El Salvador, Guatemala y Chile. En contraste, los países con valores más bajos en el promedio de este índice son Venezuela, Costa Rica, Panamá, Bolivia y hasta abajo la República Dominicana. La distancia en el promedio de amplitud de la jurisdicción militar entre los países en el primer grupo y los del segundo es bastante grande. Sin embargo, como también lo muestra la gráfica, hay poca variación en la amplitud de la jurisdicción militar dentro de un mismo país a través del tiempo. Por supuesto, una cosa es la extensión de la justicia militar en la constitución y otra (a veces muy distinta) es cómo interpreta la Corte Constitucional los artículos constitucionales donde se regula dicha extensión. En términos del “nuevo militarismo” lo que resalta es que todavía en muchos países la constitución misma establece una jurisdicción militar que puede ser considerada demasiado amplia, en particular si tomamos como estándar la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre el tema.
La CIDH ha producido una buena línea jurisprudencial sobre la extensión de la jurisdicción militar, pero también lo ha hecho sobre su funcionamiento interno.14 Esta dimensión interna puede ser entendida como la forma en que el proceso judicial se lleva a cabo dentro del fuero militar. En esta dimensión se puede también hablar de un continuo donde en un extremo encontraríamos una jurisdicción militar cuyos procedimientos son iguales a los de un proceso en un tribunal ordinario, y en el otro extremo encontraríamos una jurisdicción militar totalmente autónoma con procedimientos y garantías distintas a las de la jurisdicción ordinaria y no sujetos a revisión por parte del poder judicial ordinario.
Desde su creación y hasta 2015 la CIDH ha decidido 140 casos relacionados con la materia penal y, de éstos, aproximadamente 12% tratan directamente el tema de la jurisdicción militar.15 En un desarrollo jurisprudencial notable desde la primera sentencia sobre este tema la CIDH ha dejado claro que: “En un Estado democrático de derecho la jurisdicción penal militar ha de tener un alcance restrictivo y excepcional y estar encaminada a la protección de intereses jurídicos especiales, vinculados a las funciones propias de las fuerzas militares. Por ello, el Tribunal ha señalado que en el fuero militar sólo se debe juzgar a militares activos por la comisión de delitos o faltas que por su propia naturaleza atenten contra bienes jurídicos propios del orden militar”.16 Asimismo, la CIDH ha establecido que “la jurisdicción militar no es el fuero competente para investigar a los autores de violaciones de derechos humanos, sino que el procesamiento de los responsables corresponde siempre a la justicia ordinaria”.17
Es decir, la CIDH ha establecido tres criterios claros para determinar el alcance o la extensión de la jurisdicción militar: 1) solamente los miembros activos de las fuerzas armadas, y nunca los civiles, pueden ser investigados y juzgados en el fuero militar; 2) solamente por los delitos que tienen una estrecha relación con el ejercicio de la función militar (i.e. delitos castrenses o de función) y que tengan lugar durante el desempeño de un servicio o misión específica; 3) nunca los delitos de lesa humanidad y aquellos en los que ha habido violaciones graves de derechos humanos.18
En cuanto a los procedimientos internos la CIDH ha señalado problemas respecto a la independencia e imparcialidad de los jueces militares. En específico, la CIDH ha establecido que cuando los juzgadores o fiscales en la jurisdicción militar son miembros en activo de las fuerzas armadas se compromete su imparcialidad ya que es probable que “tengan un interés directo, una posición tomada, una preferencia por alguna de las partes y que se encuentren involucrados en la controversia”19 debido a que las fuerzas armadas tienen la doble función de combatir militarmente a ciertos grupos y de juzgar e imponer penas a miembros de dichas organizaciones (que pueden ser los civiles implicados).20
A pesar del desarrollo jurisprudencial notable de la CIDH es importante notar que en cada país las regulaciones y jurisprudencia al respecto están ya sea por debajo o por encima de los estándares establecidos por la CIDH. Por otro lado, los tiempos, la velocidad y los patrones históricos que definen la existencia y los límites de la jurisdicción militar también exhiben una variación notable entre países. En otras palabras, al igual que con la presencia de militares en el gobierno y con la extensión de la jurisdicción militar, también se observa gran variación entre países de la región en términos del acatamiento a nivel nacional de sentencias de la CIDH o de la adaptación a sus estándares en materia de jurisdicción militar.
La regulación del uso de la fuerza letal no ha sido directamente analizada por la CIDH como parte de la jurisdicción militar. Sin embargo, esta Corte sí ha establecido algunos criterios relevantes al respecto. Por ejemplo, ha sentenciado que: “en tiempos de paz los agentes del Estado deben distinguir entre las personas que, por sus acciones, constituyen una amenaza inminente de muerte o lesión grave y aquellas personas que no presentan esa amenaza, y usar la fuerza sólo contra las primeras”.21 De igual modo, ha decretado que “el uso de la fuerza letal y las armas de fuego contra las personas debe estar prohibido como regla general, y su uso excepcional deberá estar formulado por ley y ser interpretado restrictivamente, no siendo más que el ‘absolutamente necesario’ en relación con la fuerza o amenaza que se pretende repeler”.22 Cuando los miembros de las fuerzas armadas participan en labores de seguridad interna es imperativo que tengan en cuenta estos principios del uso letal de la fuerza pues en general su formación y preparación difiere de aquellas de las fuerzas de policía que originalmente fueron pensadas para ese fin.
La participación de las fuerzas armadas en la seguridad pública es una tendencia creciente en América Latina, donde los militares influyen cada vez más en los gobiernos ya no por una intervención forzosa sino por invitación de los propios líderes electos. No debemos olvidar la historia de inestabilidad política del siglo XX latinoamericano, en particular en lo que se debe a los ciclos de intervenciones militares, gobiernos autoritarios, y debilidad consecuente de los gobiernos democráticos. El “nuevo militarismo” tiene formas más sutiles que los golpes de Estado y las intervenciones forzosas, pero puede ser igualmente desestabilizador. Sigue pendiente en nuestra región la construcción de “fuerzas armadas democráticas”, es decir, fuerzas armadas cuya misión principal sea la protección de la democracia constitucional que les da legitimidad y que actúen siempre bajo los principios constitucionales de protección a los derechos humanos.
Autor.-Julio Ríos Figueroa
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