Pido perdón por lo que voy a contar. Fui autorizado a hacerlo porque la víctima del secuestro que relataré a continuación no vive ya en México. No resistió la idea de que los hombres y las mujeres que la secuestraron circulen con libertad por la calle: detenidos en el tráfico en el auto de junto o bebiendo café en la mesa de al lado u ocupando tal vez una butaca en el mismo cine donde se lleva a cabo un estreno. No pudo con eso.
Mexico,D.F 30/Mar/2015 Voy a llamarla Irene. La secuestraron por error, pues la mañana en que todo comenzó ella tuvo la mala fortuna de llevarse, de último momento, el coche de su hermana. Los secuestradores habían vigilado los pasos de su hermana, pronto se dieron cuenta de la equivocación, pero de todos modos siguieron adelante con el plagio.
Irene salió a la escuela a las 6:45. Recorrió la calle estrecha que se extendía frente a su casa. Todas las historias de secuestro se parecen. Antes de alcanzar la esquina, vio que un Mustang rojo y un auto gris le obstruían el paso. Pensó que se trataba de un percance. Pero un hombre vestido de color oscuro se acercó por un costado y golpeó la ventanilla con una escuadra automática. Irene metió reversa, pero uno de los autos se impactó contra el suyo. El hombre vestido de oscuro rompió el cristal, abrió la puerta y la obligó a descender jalándole el cabello. Irene vio que detrás de ella se encontraba ya una camioneta tipo Jeep de color plateado.
La subieron a la parte de atrás y la acostaron en el piso. Vio junto a su cara unos tenis blancos muy sucios, y oyó la voz de un hombre joven que le preguntó si traía teléfono. En los asientos delanteros viajaban dos personas más: una de ellas, el que la había sacado del auto.
—No tengas miedo, todo va a estar bien —le dijo el de los tenis sucios.
Irene se puso a sollozar. El otro siguió:
—Tranquila, no te vamos a matar, no te vamos a violar.
A ella le dio un ataque de asma, como siempre que se ponía nerviosa. El hombre vestido de oscuro, que iba de copiloto, comenzó a pegarle con el puño en la cabeza, ordenándole que se callara.
—Espérate —dijo el de los tenis—, ¿no ves que no puede respirar?
Ella intentó tranquilizarse, logró que la crisis pasara. Los hombres hablaban por radio, tuvo la impresión de que cruzaron una caseta o un retén, porque de pronto le echaron una cobija encima y el que iba de copiloto dijo: “No te pares”. Sintió que la camioneta entraba en un camino de terracería. El viaje había durado unas dos horas.
Cuando la bajaron vio una pared de tabique gris y hierba que crecía entre la tierra. Una gallina cacareó. Le llegó un olor a pino. La metieron en una habitación con piso de cemento. “Está en obra negra”, pensó. La sentaron en un sillón e hicieron que se doblara sobre sus piernas. En esa postura escuchó las voces de otros hombres que preguntaban si todo había salido bien, y se ponían a hablar de trivialidades: uno dijo que había ido a una fiesta y no había dormido nada.
Los hombres que la secuestraron se despidieron. Uno de los que estaban dentro de la casa se le acercó y le cubrió los ojos con unas gasas. Mientras se las pegaba con microporo, le preguntó que a qué escuela asistía. Cuando Irene contestó, el otro exclamó: “¿Ya ves? ¡Sí tiene lana!”. Ese mismo sujeto le explicó que se la habían llevado por error.
—Queríamos secuestrar a tu hermana, la mayor, pero esos pendejos se equivocaron…
Esto provocó una discusión entre la gente que se encontraba en la habitación. El hombre los tranquilizó:
—No pasa nada. Es un error.
Luego le dijo a Irene:
—Es que nosotros no cometemos errores.
Se sentó a su lado y la interrogó sobre las propiedades y los ingresos de su familia. Si la respuesta no le satisfacía, le pegaba en la espalda con un bat:
—Como te portes te vamos a tratar. Así de simple.
Le enredaron una cadena alrededor de las piernas. Irene escuchó el clic de un candado.
—Es mejor que te portes bien —dijo el hombre—, porque a mí no me gusta tratar a las gentes como animales.
Le preguntaron si comía de todo y si era alérgica a algo. Dijo que a los camarones.
—¡Y nosotros que te habíamos hecho sopa de mariscos!
Le sirvieron un té que contenía un somnífero. En menos de cinco minutos se desvaneció. Cuando despertó, la empujaron a un colchón que se hallaba a unos pasos. Junto al colchón le pusieron una cubeta, por si le daban ganas de ir al baño. Ese día comió una torta de jamón. Le dieron agua simple en un vaso de plástico.
—¿Cuánto va a durar esto? —preguntó.
—Lo menos que vas a estar aquí son dos meses. Pero pueden ser 15 días si tu familia no mete a la policía y todo se arregla rápido.
Intentó aguantarse hasta que no pudo contener las ganas de orinar. No quisieron dejarla sola. La mayor concesión que le hicieron consistió en darle una cobija para que se tapara. El hombre que la interrogaba se acostó a su lado. Irene se apartó lo más posible. No pudo conciliar el sueño y notó que el otro tampoco lo conseguía.
Al día siguiente el hombre que la interrogaba le dijo que saldría a la calle y la dejó al cuidado de un sujeto de voz gangosa y acento norteño que se pasó el día entero escuchando salsa a todo volumen. El otro volvió por la noche. Irene le preguntó si había noticias.
—Cuando reciba la llamada te digo si hay noticias o no.
Pasó una semana. Increíblemente pasó una semana en la que ella tuvo todo el tiempo las gasas en los ojos y unos tapones que hacían que le dolieran mucho los oídos. El menú consistía en yogur, galletas y salchichas con cebolla. La obligaban a comer todo lo que había en el plato, aunque no pudiera más. Un día vomitó la comida. Además le dolían los ojos, todo el tiempo le dolían los ojos.
Una tarde, el hombre que la interrogaba le dijo: “Hueles mal” y le anunció que un par de mujeres irían por la noche a bañarla. Las mujeres la bañaron en una pequeña tina colocada en un rincón del cuarto. Una era de edad avanzada; la otra poseía la voz de una joven de veintitantos años. La vieja le preguntó si la habían violado, le recomendó que se portara bien, “para que no vaya a pasarte nada”, y le avisó que iría a bañarla un día y otro no.
En esos días Irene escuchó una voz nueva, la de un joven (le calculó 30 años) que preguntó a los otros si habían visto la película El aro.
Ese mismo día oyó una segunda voz, “una voz diferente y muy tranquila”, que le preguntó cómo se sentía, cómo la habían tratado, qué tal se portan contigo. Una voz que le preguntó:
—¿Con qué mano escribes?
—Con la derecha —respondió Irene.
Ese día ocurrió la primera amputación.
—Te voy a hacer unos piquetitos, no te va a doler, todo va a estar bien.
—¿Me van a sacar sangre? —preguntó la joven.
—No. Tranquila. No me voy a tardar mucho.
La sentaron en una silla y la obligaron a colocar el brazo izquierdo en una mesa. Sintió el calor del sol en las piernas. Luego, que una aguja le perforaba el meñique.
—¡Ay, ay! —se quejó— ¿Para qué es esto?
El otro no contestó. Cuando extrajo la aguja le preguntó a Irene qué clase de música le gustaba. Ella se lo dijo y él sintonizó Mix FM. Le volvieron a tomar la mano. Oyó un crujido.
“No sentí mi dedo, sentí que corría sangre, pregunté si me estaba cortando un dedo, y el hombre dijo: ‘sí… no, tú tranquila’. Traté de sentir mi dedo meñique pegándolo al dedo anular de la mano izquierda, pero ya no lo sentí”, recordó.
El que había mencionado la película El aro le apretó la mano. Irene tuvo una crisis. Le ordenaron que dejara de gritar. El sujeto que le cortó el dedo (ella se referiría a él como “el doctor” o “el médico”) le dio a oler alcohol y recomendó a los otros:
—Déjenla que saque todo.
Luego le cosió la herida, le puso una gasa y se retiró. Irene lloró como nunca lo había hecho. Cree que lo hizo durante hora y media. Pidió agua, le dijeron que no era recomendable. El joven que le había apretado la mano le dio una cápsula para el dolor.
Esa tarde apareció de nuevo el encargado de interrogarla. Irene le reclamó con rabia.
—¡No se vale! ¡Ustedes me habían dicho que no me iban a hacer daño!
—Yo no sabía que esto iba a pasar —respondió el otro—. Tus padres cometieron el error de meter a la policía… pero yo no sabía lo de tu dedo. Me sorprende que te hayan hecho esto.
Irene se desplomó en el colchón. Cuando se estaba quedando dormida, el secuestrador le dijo:
—No te preocupes. Lo de tu dedo lo hizo un especialista, un médico que sabe lo que hace. No te va a pasar nada.
Le practicaron varias curaciones. A los pocos días se le acercaron de nuevo el norteño de la voz gangosa y el secuestrador que la interrogaba:
—Mira —dijo uno de ellos—, tu padre no quiere pagar: metió a la policía. Así que el patrón quiere cortarte tres dedos.
Irene se encogió en el colchón. El secuestrador agregó:
—Te proponemos que en vez de tres, nomás sea uno. Y que a cambio hagamos un video que impacte mucho a tu familia. Pero lo tienes que hacer bien, porque esta caridad la estamos planeando por nuestra cuenta y si sale mal el patrón nos la va a cobrar muy cara.
Le dijeron que le iban a despeinar el cabello, que la iban a desnudar, que la iban a embadurnar con pintura roja que pareciera sangre, y que ella debía gritar y llorar. Que uno de ellos iba a simular que la penetraba por detrás, y que ella debía fingir, mientras tanto, que le practicaba sexo oral a otro de los secuestradores.
Irene se negó a hacerlo. La amenazaron con llamar al “médico” para que le cortara los tres dedos.
—No seas tonta, nada de eso va a ser real.
Escuchó que pegaban papel periódico en la pared y buscaban el mejor ángulo para hacer la grabación. Estaban las cuatro voces que ella había identificado hasta entonces: el norteño, el secuestrador que dormía a su lado, el muchacho que le había apretado la mano cuando le mutilaron el dedo y otro sujeto, callado, que por la voz parecía tener unos 27 años. Todo quedó listo. Pero entonces un tráiler tocó el claxon frente a la puerta. El secuestrador le dijo que no hiciera ningún ruido, que les había llegado una carga de droga y que si los recién llegados la veían, ellos sí le harían daño. Irene se quedó desnuda, sentada en el colchón, intentando no pensar, no pensar, no pensar. Las manos le empezaron a temblar.
—Pónganle pintura entre las piernas, también en la rodilla —dijo el secuestrador que dormía a su lado.
La despeinaron. Comenzó la grabación. El resultado no le agradó al que llevaba la voz mandante.
—¡Se tiene que ver real la violación! —dijo, y le propinó a Irene un golpe en la cabeza porque ella no había querido acercar mucho los labios al pene de su compañero.
—¡Va otra vez!
Hicieron una segunda toma. El secuestrador dirigía, el joven de 27 años manejaba la cámara. Se les ocurrió que el video saldría mejor si el norteño sacaba su pene por el orificio de una cobija y ella se lo chupaba. Cuando terminó aquel horror la dejaron bañarse. La joven que la bañaba le permitió quitarse las gasas, a condición de que mirara hacia la pared. Irene vio que la estaban bañando con agua turbia, sucia.
El “médico” volvió al día siguiente. Irene lo identificó porque él siempre olía a licor. Preguntó a los cuidadores qué le habían dado de desayunar a la muchacha, y los regañó al saber que frijoles:
—Carajo. ¡No le pueden dar frijoles! ¡Ya lo saben! No es esta su primera vez.
Ella entendió que los frijoles podrían hacer que la herida se infectara. Creyó que el hombre venía para revisarle la cicatriz, pero pronto se desengañó.
—Vine a cortarte el índice.
Irene tuvo miedo, rabia. Quiso gritarles que mejor la mataran, pero sólo dijo:
—El índice no, córtenme mejor el anular.
—No puede ser —respondió el “médico”—. El patrón necesita un dedo importante.
Irene pidió que por lo menos le pusieran más anestesia: “la otra vez me dolió horrible”. El muchacho que le había tomado la mano volvió a hacerlo, mientras el hombre que siempre la interrogaba sostenía los instrumentos. Hubo un nuevo crujido, oleadas intensas de dolor subiendo a lo largo del brazo.
—No le limpies la sangre —le dijeron al “médico”—. Vamos a tomar la segunda parte del video.
La empujaron al rincón, le ordenaron que gritara lo más que pudiera, que mostrara a la cámara la mano ensangrentada y le reclamara a su padre por no querer pagar.
Como la vez pasada, la primera versión no le gustó al secuestrador. Cacheteó a Irene, le dijo que no servía para nada y la dejó sentada el resto del día en un banco. Nadie le dirigió la palabra.
Al caer la noche le dijeron:
—Se te va a dar una segunda oportunidad.
El sujeto traía en mente esta innovación: meterle entre las piernas el dedo que le habían cortado.
—Este sí quedó muy bien —dijo complacido.
A Irene la sangre se le había secado y endurecido en la herida. Se la limpiaron mientras ella lloraba de dolor porque los efectos de la anestesia habían cesado. Al terminar la arrojaron como a un bulto en el colchón.
Los secuestradores avisaron que irían a bañarse y la dejaron a cargo del joven que tomaba su mano cuando le hacían las mutilaciones. Él se le acercó, le dijo que desde hacía tiempo quería estar solo con ella, y que quería tocarla, besarla, hacerle el amor.
Irene comprendió que había ingresado en otra fase del cautiverio. “Conforme iban pasando los días los cuatro sujetos que me cuidaban perdían distancia y respeto a mi persona”, recordó.
—Te entiendo, tú ya no tienes dignidad, pero aguántate porque pronto te vas a ir —le dijo esa noche el secuestrador.
No se fue. Antes le obligaron a “actuar” en otros dos videos, en uno de los cuales se le hizo hablar de las propiedades familiares y el dinero que tenían sus tíos. En los minutos finales la obligaron a suplicar a su padre que ya no la dejara sufrir.
El “doctor” regresó con su tufo a alcohol una mañana.
—Tu padre es un culero —le dijo—. Quiere más a su dinero que a ti.
En menos de 10 minutos le cercenó el anular.
El secuestrador la llevó al colchón y le dijo que si quería llorar, llorara.
—No, gracias —contestó Irene.
Era, efectivamente, otra fase del cautiverio. Los guardianes le decían:
—Prepárate, hoy va a venir el “doctor” y ya sabes lo que significa.
Ella esperaba aterrorizada durante todo el día. Pero el “médico” no llegaba.
Los encargados de cuidarla a veces la manoseaban, otras la nalgueaban, luego hacían como si no existiera. El secuestrador que dormía a su lado la cacheteaba cuando algo le molestaba; muchas veces lo hacía sólo por fastidiarla. Una cachetada, otra cachetada, otra cachetada.
El “doctor” regresó.
—Ahora vamos a empezar con los dedos de tu mano derecha —dijo.
Irene se opuso terminantemente.
—Eso no. Primero termínenme de cortar los de la izquierda.
—Está bien —contestó el otro.
10 minutos: “cortó mi dedo y se fue”, relató ella.
A diferencia de las veces anteriores, en que volvía para curarla, pasaron tres días y el “doctor” no regresó. Los puntos de la última mutilación se le infectaron. Irene se comenzó a quejar de dolores intensos. Los guardias se asustaron. Trataron de comunicarse con el “médico”, pero éste no contestó. El secuestrador que dormía a su lado resolvió:
—Voy a curarte yo, porque si te pasa algo no me la voy a acabar.
Le quitó las vendas y, sin anestesia, le exprimió el muñón con fuerza. Irene se revolcó de dolor.
—Ya te saqué la pus. Pura porquería te salió.
Le lavaron la herida con alcohol y agua.
—Ay, yo creo que terminarán por matarte —le dijo la mujer vieja esa noche, mientras la bañaba—. Se me hace que no sales de aquí, porque tu papá no quiere pagar.
Transcurrieron los días.
—Prepárate, hoy va a venir el “doctor” y ya sabes lo que significa.
Pero el “doctor” no llegaba.
Una semana después el norteño le advirtió que las negociaciones iban bien, que no sería necesario cortarle más dedos, que pronto todo terminaría.
Un viernes vinieron a hacerle la primera pregunta de prueba de vida. Ella tuvo la esperanza de que por fin todo hubiera terminado.
Para financiar la guerra que han emprendido contra el Estado, los grupos subversivos de los años setenta, entre ellos la Liga Comunista 23 de Septiembre, introducen y perfeccionan las técnicas del secuestro que la delincuencia común sigue empleando hasta la fecha.
Entre 1970 y 1985 —datos del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, A.C.— se registran en México 329 secuestros. Sólo 16% son perpetrados por la guerrilla, pero la publicidad que se desata a su alrededor (el caso más emblemático es el secuestro de Julio Hirschfield Ahumada) deja prácticamente sin atención los secuestros perpetrados por delincuentes comunes.
La característica de los plagios realizados por grupos subversivos es el alto monto de los rescates. Pero la segunda huella dactilar del secuestro político a la larga va a resultar fundamental: por razones de “justicia social”, y también como método de presión hacia la familia de los plagiados, los guerrilleros introducen el maltrato exagerado a las víctimas y endurecen el rigor del cautiverio. De acuerdo con José Antonio Ortega (El secuestro en México, Planeta, 2008), los grupos subversivos confinan a las víctimas en espacios estrechos, a merced del frío o faltos de ventilación; las atormentan con ruidos y amenazas de muerte; las privan del sueño y les impiden satisfacer sus necesidades fisiológicas; desatienden sus enfermedades y las amordazan y encadenan permanentemente.
A medida que se eleva el grado de maltrato, van creciendo también las cifras del rescate. El Consejo Ciudadano para la Seguridad y la Justicia Penal estima que en esos 15 años los plagiarios obtuvieron 806 millones de pesos en 177 secuestros.
Otra “aportación” de los grupos clandestinos es la sofisticación de las técnicas del secuestro. Perfeccionan cada fase del plagio, el seguimiento, la sustracción, la negociación y el cobro del rescate, y forman grupos encargados de garantizar cada una de ellas. Establecen, además, un sistema de compartimentación que llegado el caso impide a la policía seguir el rastro de otros eslabones de la cadena.
Cuando la “guerra sucia” extermina a los guerrilleros, entre la delincuencia común se ha impuesto ya la idea de que el secuestro es un negocio rentable. De los 329 plagios registrados en ese periodo sólo en 21% de los casos, afirma Ortega, las víctimas son rescatadas por la policía.
El secuestro que cierra esa etapa, al menos simbólicamente, es el del dirigente comunista Arnoldo Martínez Verdugo, ocurrido precisamente en 1985. La encantadora leyenda cuenta que Martínez Verdugo fue secuestrado por sobrevivientes de la guerrilla de Lucio Cabañas. Los viejos guerrilleros pretendían que el dirigente les devolviera el dinero que 10 años antes habían entregado al Partido Comunista, el cual provenía del secuestro del político guerrerense, senador entonces, Rubén Figueroa.
El problema era que Martínez Verdugo y otros líderes se lo habían gastado. Compraron una casa en la calle de Durango para montar ahí las oficinas del partido y varios autos que resolvieran sus necesidades operativas.
Se temía que Arnoldo Martínez fuera asesinado. Pero el capítulo cerró de manera sorprendente: para evitar que lo ajusticiaran, el gobierno de De la Madrid pagó la suma requerida por los plagiarios. Unos 150 millones de pesos.
En esos años se había consolidado la descomposición de las policías que estuvieron encargadas de combatir la guerrilla. Luego de aniquilar a los grupos subversivos, estas policías, la temible División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), así como la policía política del régimen, la Dirección Federal de Seguridad (DFS), aprovecharon las facultades omnímodas que habían tenido para administrar en su beneficio las actividades del hampa.
El secuestro ingresó entonces en su segundad edad. Al manual de crueldades básicas legado por la guerrilla, policías y delincuentes comunes agregan altas dosis de sadismo: la cultura de los separos.
En abril de 1989 se registra en la ciudad de México la primera mutilación relacionada con un plagio: a un comerciante de Popotla, Jesús Chacón Pérez, le cercenan el índice de la mano izquierda, y finalmente lo asesinan.
Ha comenzado la era de Andrés Caletri y Marco Tinoco Gancedo, los años en que una batería de apodos rimbombantes —El Papis, El Canchola, El Loncho, El Queso de Puerco, El Chelas, El Guamelotas— ocupará de manera ordinaria amplios titulares en la prensa.
Si de 1970 a 1986, 53 víctimas fueron asesinadas por secuestradores que ya habían cobrado el rescate, entre 1986 y 2006 la cifra ascenderá a 730 (Ortega).
El nivel máximo de horror llega en 1997. Ese año en que Ernesto Zedillo gobierna el país se registran por primera vez en la historia de México mil 47 plagios: 1.08 por cada 100 mil habitantes.
La figura central en esa galería siniestra es sin duda Daniel Arizmendi, conocido como El Mochaorejas. En 1995 Arizmendi secuestra al dueño de unas bodegas y exige el pago de cinco millones de pesos. La negociación es lenta. Dos meses más tarde la familia no consigue aún reunir el dinero. Una tarde, después de la llamada de presión, Arizmendi cuelga el teléfono y decide imponer a los morosos familiares un castigo ejemplar. Se dirige a la casa de seguridad, ordena a su hermano Aurelio que se siente en el pecho de la víctima, y a otro cómplice que la sujete de las rodillas. Luego, con unas tijeras para cortar pollo, le rebana una oreja.
“Hay cosas que hago muy locas y hay cosas que hago muy tontas. Entonces, no se sabe conmigo lo que va a suceder”, dirá después.
Concluida la mutilación, Arizmendi contacta a la esposa del secuestrado y le anuncia que hay un recado para ella en una jardinera cercana.
Es apenas el cuarto secuestro que realiza la banda de Arizmendi. De ahí en más, el grupo irá dejando un rastro de orejas cortadas en Chalco, Aragón, Iztapalapa, Ciudad Neza, Naucalpan…
Isabel Miranda de Wallace, presidenta de la asociación civil Alto al Secuestro —encargada de brindar atención integral a víctimas directas e indirectas de este delito— asegura que en todos los casos que han llegado hasta sus manos, quienes se dedican al secuestro mantienen un perfil semejante:
—Son personas de escasos recursos, sin educación, que tuvieron una niñez muy violentada. Por eso, en cuanto tienen bajo su poder a otro ser humano, tienen la necesidad de sobajarlo, de humillarlo.
Hijo de un alcohólico que maltrata a sus hijos de modo sistemático y cela a su mujer a niveles patológicos, Daniel Arizmendi crece en “el campo pavimentado”: esa costra de miseria, con cerros atiborrados de casuchas, que llamamos el Estado de México. Las golpizas del padre terminan por volverlo insensible al dolor, propio o ajeno. Se vuelve desconfiado, distante, silencioso, incapaz de expresar nada. Le estorban y avergüenzan, además, las enormes orejas de Dumbo con que lo escarnecen los muchachos de Ciudad Nezahualcóyotl.
La madre también descarga en los hijos su propia carga de veneno y violencia. Finalmente, abandona a la familia, dejando entre sus miembros una herencia de resentimiento.
Daniel naufraga en los estudios y entra a trabajar al taller de su padre (de maquila de ropa para bebé). El sueldo es miserable, pero permanece ahí casi 10 años. Se casa joven, abandona la manufactura de chambritas y prueba suerte en otros oficios. Maneja durante un tiempo una combi de pasajeros, pero el resultado siempre es el fracaso.
Mientras tanto, replica en su propio hogar lo que ha mamado: el alcohol le salta las venas del cuello y lo pone a bramar de furia; con la cara hundida en el cuello de la chamarra ronda el hospital en donde la esposa trabaja como enfermera con ánimo de encontrarla en supuestos actos de infidelidad (llega a matar a un compañero de trabajo con el que ella va a comer); no mantiene contacto alguno con sus hijos: no les habla, no los mira, no repara en ellos si no es para dejarles caer los puños.
Termina, desde luego, trabajando como policía judicial, pero una de las tantas purgas por corrupción lo pone en la calle. No importa: en los pocos meses que pasa en la dependencia aprende el arte de robar y remarcar autos. Es aquella la primera vez que conoce el éxito. En compañía de su hermano Aurelio integra una triunfante banda de robacoches que pronto establece vínculos con policías del DF, la PGR y el Estado de México; la banda opera sobre todo en estacionamientos de centros comerciales y es capaz de pagar, si es necesario, sobornos de hasta 100 millones de pesos (Humberto Padgett,Jauría, 2010).
En su “Análisis integral del secuestro en México” (2014), el Observatorio Nacional Ciudadano, con información que las autoridades obtuvieron al desarticular las bandas de secuestradores más conocidas, reproduce el esquema de la evolución criminal de los secuestradores mexicanos. Los miembros de las principales bandas invariablemente se iniciaron en el robo. Robo de autos, robo de casas, robo de carga. Todos se relacionaron en algún punto con policías y ex convictos. Un día transitaron hacia asuntos más pesados, como el robo de valores y el asalto bancario, y de ahí siguieron al secuestro: el doctorado de los delincuentes.
Arizmendi encuentra luego de unos años la puerta que conduce hacia actividades más rentables. En Morelos oye una historia que le interesa: le dicen que la policía está negociando por teléfono con los secuestradores de un joven la cantidad que la familia está dispuesta a pagar por su rescate. ¿La misma policía fijando lo que se va a pagar a los delincuentes? No puede existir trabajo más fácil.
“Mi primer secuestro fue el de un muchacho de nombre Martín, como de 30 años de edad, a finales de 1995. Era dueño de una gasolinera… Cuando iba saliendo de la gasolinera y a bordo de una camioneta Dodge, color blanca, Erick Juárez Martínez le cerró el paso”, declarará Arizmendi. La negociación, desde un teléfono público, dura tres días: Arizmendi recibe al fin en su taller de remarcado de autos una caja de jabón Fab llena de billetes de diversas denominaciones: nada menos que 600 mil pesos. Al encargado de recoger el dinero le paga 200 pesos por el servicio.
El expediente en el que El Mochaorejas deja constancia de sus atrocidades (21 secuestros) es el retrato de un México en el que el exhausto edificio priista exhibía a los cuatro vientos sus cimientos podridos por la corrupción; es, al mismo tiempo, uno de los autorretratos criminales más aterradores que existen.
—¿Por qué actuar así, Daniel? —le pregunta el reportero Roberto Garduño tras su detención en 1998.
—Tenía uno que ser enérgico para poder llegar a obtener algo… y porque me sale de mi mente hacerlo. Me nace, y es lo que yo pienso que se debe hacer, se hace.
—¿Para preparar un secuestro, usted qué necesitaba?
—Necesitaba la capacidad de dinero que tuviera esa persona para saber qué es lo que iba a pedir, para que fuera una negociación rápida, porque alguien que tiene 10 millones no te va a dar 10 millones, porque alguien que te va a dar 10 millones necesita tener 100 millones…
—¿Cómo se enteraba de que tenían esos millones?
—Había gente, se dice aquí, que pone el tiro. Hay uno que te dice, por ejemplo, yo conozco a Alejandra la de los camiones, a la que le corté dos orejas. Agarran y me dicen: “Tiene como 80 camiones, acaba de comprar 15 de la empresa El Águila, y los paga de contado”, tenía motos Harley, bodegas muy gigantes. Entonces cuatro millones, imagínate, para alguien que compra 15 camiones… prácticamente no lo afectas. Creo que ellos no tenían por qué haber hecho intervenir a la policía.
El secuestro de Raúl Nava Ricaño, cuyo cuerpo envuelto en una colchoneta fue arrojado en las inmediaciones de Iztapalapa, detonó la fundación de México Unido Contra la Delincuencia, organización civil que desde 1997 da seguimiento a las acciones gubernamentales destinadas a abatir el secuestro.
En la negociación de Nava Ricaño habían intervenido autoridades de primer nivel del gobierno de Zedillo. Pero la víctima no sólo fue ejecutada, permaneció en el Semefo durante casi un mes, en calidad de desconocida.
—En 1997 el secuestro emergió como una realidad que no era posible ocultar —explica Juan Francisco Torres Landa, secretario general de esa organización—. Ya despojados por completo del tinte político o ideológico que tuvieron en alguna ocasión, estos eventos se presentaron auspiciados por la incapacidad del Estado mexicano de proveer seguridad a los ciudadanos. Nunca sabremos cuántos se cometieron en esos días porque, de modo histórico, se trata del delito con la cifra de no denuncia más alta.
Vino entonces la caída del partido hegemónico, el tiempo de la transición, la llegada al poder del PAN.
—Con el ánimo de desarticular las fortalezas pervertidas del viejo sistema —prosigue Torres Landa— se rompieron algunos de los mecanismos de control de los fenómenos delictivos; no eran mecanismos que gozaran de legitimidad, no tenemos nada que extrañarles, pero existían, y mal que bien durante años habían contenido, incluso administrado, las actividades criminales. El problema fue que el nuevo gobierno no logró remplazarlos con algo que pudiera dar los mismos o mejores controles. La PGR fue desarticulada, a Gobernación le quitaron las funciones de seguridad, el CISEN quedó en desuso.
Agrega el secretario general:
—Todo eso creó las condiciones para que la delincuencia, que responde a estímulos, encontrara un campo fértil para seguir adelante con sus tropelías. Comenzaron a operar bandas temibles, formadas por verdaderos profesionales. Y al mismo tiempo se extraviaron otros controles: aquellos que impedían que los gobernadores se convirtieran en señores feudales. Así que la situación en el interior del país se volvió caótica.
Las cifras oficiales indican que entre 1997 y 2004 cada vez menos secuestros fueron denunciados. El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) estima que en 2004 la tasa de secuestros por cada 100 mil habitantes era de 0.30: había bajado de 0.75 en 1998, a 0.59 en 1999 y de ahí a 0.49 en 2000. De acuerdo con Torres Landa, el secuestro es un delito que en términos cuantitativos siempre se halla por debajo de los otros. Sin embargo, su onda expansiva es de las más amplias pues no sólo destruye a la persona retenida, también devasta el entorno familiar y social de la víctima.
—Esos incidentes se fueron dando de modo tan dramático que en 2004 la ciudadanía reventó y organizó una marcha multitudinaria que hoy es vista como histórica —recuerda.
Esa marcha, que el entonces jefe de gobierno del Distrito Federal atribuyó a “pirrurris” deseosos de golpear su proyecto, parecía echar por tierra las cifras de las autoridades. Los datos oficiales admitían, con todo, que en los últimos siete años se habían presentado cinco mil 158 denuncias de secuestro, y que en ese tiempo 420 personas habían sido asesinadas por sus captores.
Un conocimiento amasado durante 25 años había pasado de boca en boca entre los miembros de las bandas delincuenciales. Si Daniel Arizmendi era una especie de hombre orquesta que dirigía y controlaba personalmente todas las fases de un secuestro (captura, negociación, cuidado de la víctima, cobro del rescate, liberación o muerte), las nuevas organizaciones contaban con estructuras que ya no guardaban relación entre sí.
Francisco Rivas, presidente del Observatorio Nacional Ciudadano, señala que los grupos delictivos se volvieron entonces organizaciones complejas: había un líder, un emisario que transmitía las instrucciones de éste a los otros miembros del grupo, uno o varios facilitadores de vehículos, armas, casas de seguridad e información sobre la víctima; y había grupos encargados de efectuar la aprehensión, la vigilancia y la negociación.
De acuerdo con Rivas, este tipo de organizaciones llegaron a estar compuestas por unas 15 personas. Los miembros solían ser reclutados muchas veces en el núcleo familiar, por lo que no era raro que parejas y madres de los secuestradores tuvieran a su cargo el cuidado de la víctima.
—El segundo rasgo es que en todas las bandas detenidas aparecieron siempre policías o ex policías encargados de encubrir, informar o incluso operar para el grupo delincuencial —relata Rivas.
“Decidí separarme de mi esposa y mis hijos para no involucrar a mi familia en mis chingaderas”, dijo Cándido Ortiz González, El Comandante Blanco. Sus chingaderas eran al menos 25 secuestros, entre ellos el de Silvia Vargas Escalera, hija del empresario y ex funcionario foxista Nelson Vargas.
Ortiz González era un microbusero de la ruta Politécnico-CU que alguna vez había formado parte de las filas de la policía preventiva del DF. En 1993 se quedó sin empleo y en compañía de un cómplice llamado Serna se dedicó al robo de autotransporte en las calzadas Vallejo y Zaragoza. Su relación con Serna terminó dos años más tarde. Pasó los tres siguientes manejando un taxi, pero apenas sacaba para comer. En 1998, en un viaje al estado de Guerrero —su madre vivía en Ocotito— unas amistades lo invitaron a participar en un secuestro. La declaración ministerial que rindió al final de su carrera está llena de comentarios sobre sí mismo: “A mí no me gusta mezclar mis negocios, las mujeres aparte y los negocios aparte”, “a mí por lo regular no me gusta entrar a las casas de seguridad”; en el documento no aparece, sin embargo, una sola reflexión sobre los hechos en que participa; su extensa relación de atrocidades deja la impresión de que Ortiz se limita sólo a seguir estímulos: unas amistades lo invitan a secuestrar, y Ortiz secuestra. Lo que vive está dictado siempre por una oscura continencia: “Iba pasando y lo secuestré”.
Los cómplices del primer plagio en el que participa son asesinados “por rencillas personales”. El ex microbusero se une a otra banda. Realiza con ésta un secuestro en Cuernavaca y recibe 57 mil pesos. Por ese tiempo un amigo lo pone en contacto con dos delincuentes de Iztapalapa, José y Julio, que andan buscando gente para secuestrar. Con ellos plagia a un comerciante, al que matan después de nueve días. Del rescate le tocan 39 mil pesos. Secuestran luego a otro hombre en la colonia Roma; lo matan también.
Pronto Ortiz entra en contacto con unos mañosos de Michoacán que andan reclutando gente. Lo invitan a encargarse de los cobros, porque en los secuestros anteriores él aprendió a guiar por teléfono a la gente que lleva el rescate. Sabe retorcerles el camino, dejar señuelos, recoger el dinero en las carreteras y moverse de noche hasta el punto en que sus cómplices le han indicado. Al tercer secuestro el dinero del rescate no llega y los michoacanos lo acusan de habérselo robado. Envían a dos sujetos a matarlo: “Yo quería levantarlos, y ellos se dieron cuenta y se fueron”.
Cándido pertenece a una familia compuesta por varios hermanos: Miguel, Raúl, Óscar, Manuel. Para 2005 ya había conformado con ellos una “célula”. La policía bautizará al grupo como Los Rojos. Secuestran a un comerciante al azar, guiándose sólo por su vehículo: un BMW azul marino. Relata Cándido: “Fue secuestrado atrás del Hipódromo y pedimos un millón de pesos: estuvo siete días y nos pagaron 800 mil”. A Ortiz le pareció sencillo el método y siguió secuestrando al azar: “Se levantaba gente, se sacaba dinero de las tarjetas de crédito… y si se consideraba que podía dar más dinero, se le metía a un domicilio, de preferencia rentado”.
Los Rojos realizan ocho secuestros exprés. “Teníamos a las víctimas cuando más cinco días, porque cuando se comienza a dar tiempo, la situación se empieza a salir de control”, declaró el líder.
El chofer de un microbús presenta a Cándido con unas personas que se dedican al secuestro en el DF, y a las que les hace falta dinero. Uno de ellos es un joven robusto llamado Israel. Israel y cuatro cómplices lo citan en un parque, ahí se ponen de acuerdo: el grupo de Israel “trabajará” los levantones, el de Cándido la negociación y los cobros.
Secuestran a un comerciante y a un joven de 25 años. A él le corresponden 99 mil pesos por ambos plagios. En su declaración afirma que una tarde de 2007 Israel y su grupo lo citaron en el McDonald’s de Periférico Sur, en donde la “célula” solía reunirse para hablar de negocios. Ahí le comentaron que habían checado a una muchacha que tenía dinero e iban a “levantarla”. Era la hija de Nelson Vargas. (En realidad, uno de los hermanos Ortiz González, Óscar, que trabajaba como chofer de la muchacha, proporcionó los datos necesarios para el secuestro.) Le pidieron que se hiciera cargo de la negociación. Cándido estuvo de acuerdo.
Al día siguiente lo llamaron para que fuera a “la oficina”, como llamaban a la casa de seguridad que habían rentado. Vio a Silvia sentada en una cama, con los ojos vendados “con vendas de farmacia”, y habló brevemente con ella.
De acuerdo con su relato, se desanimó: antes de irse anunció a sus cómplices que prefería no intervenir en la negociación: “Les dije que el asunto era muy delicado, máxime que mi hermano trabajaba para el señor Vargas… les comenté que la negociación la hicieran ellos o que mejor la dejáramos ir”. El grupo acordó que otra persona conduciría esa fase del secuestro. Al ex titular de la Conade le exigieron un millón de dólares.
Ortiz asesoró a sus cómplices en algunas de las llamadas realizadas desde teléfonos públicos. En su relato afirma que “se comenzó a deteriorar la negociación porque de acuerdo a mi punto de vista ya estaba la policía, por la forma en que se estaba negociando”. Los secuestradores se empeñaron en exigir el millón de dólares. Tras 15 días de espera, Ortiz citó a Israel en el McDonald’s: “Le dije que no me iba a rifar, porque ya sabía que había policías, y que lo más sano sería dejar ir a la muchacha”. Quedaron que al día siguiente Silvia sería liberada. “La iban a sacar viva”, dijo.
La declaración afirma que en vez de eso Israel intentó cercenar un dedo a la muchacha “y las cosas no salieron bien”. Cándido volvió a “la oficina” y encontró a la víctima agonizando sobre la cama: “Ya no tenía pulso, había restos de vendas, estaba muy sacado de onda, traté de resucitarla dándole respiración de boca a boca, pero ella ya no reaccionó”.
Ortiz dice que cuando encaró a Israel por no cumplir lo acordado, éste respondió: “Yo no recibo órdenes de ningún pinche ruco”. Así que Ortiz decidió retirarse. Le dijo a su cómplice que fuera a tirar el cuerpo por el rumbo del estadio Azteca; el otro se comprometió a hacerlo. Cándido revisó las noticias durante las semanas siguientes y no halló noticia alguna sobre el hallazgo del cuerpo. Le marcó a Israel y lo citó en la Alameda de Santa María la Ribera. “Preguntándole que por qué yo no había visto nada en las noticias respecto de Silvia Vargas, me contesta que la había sepultado. Le comenté que qué poca madre tenía porque habíamos quedado en algo y no lo cumplió, él me contesta el insulto… echó mano a su cintura y sacó un arma de fuego, y yo respondí de la misma forma, ya que traía conmigo una pistola calibre nueve milímetros, y le ‘gané el brinco’ y lo herí en la parte del estómago… al herirlo, él se echa a correr y yo hice cuatro disparos más con intención de matarlo, dado que él también podía chingarme. De ahí jamás volví a saber de él”.
El paradero de Silvia Vargas permaneció ignorado hasta diciembre de 2008. Aunque desde las primeras horas Nelson Vargas había señalado al ex chofer Óscar Ortiz como probable partícipe de los hechos, la entonces Policía Federal Preventiva le indicó “que no tenía nada que la llevara a encontrar a mi hija”. Vargas hizo sus propias pesquisas y llegado el momento profirió una de las frases más emblemáticas de aquel periodo: “¿Esto es nada?: un hombre que trabajó cerca dos años con nosotros y después sabemos que sus hermanos son una banda que ya ha hecho secuestros. ¿Eso es no tener nada? ¡Eso es no tener madre!”.
Uno de los hermanos de Cándido fue detenido mientras intentaba cobrar una extorsión. La Policía Federal jaló el hilo y pudo detener a la organización completa. Sin embargo, ocho años después de la muerte de Silvia, sólo uno de sus miembros ha sido sentenciado. A algunos de ellos los han beneficiado, en cambio, amparos concedidos por los jueces que llevan el caso.
—A raíz de la marcha ciudadana de 2004 las autoridades comprendieron que el secuestro tenía un costo político importante, y echaron a andar políticas públicas que hicieron que los niveles de este delito se inclinaran notoriamente hacia la reducción —explica Torres Landa.
En 2005 se registró la tasa de secuestro por cada 100 mil habitantes más baja en muchos años: 0.26. Pero aquello no iba a durar. Estaba por venir lo peor. En diciembre de 2006 Felipe Calderón decretó el inicio de la guerra de su gobierno contra el narcotráfico. El país despertó en medio de una balacera.
—Todos los esfuerzos se desviaron al combate a las drogas —prosigue el secretario general de México Unido Contra la Delincuencia—: las unidades antisecuestro fueron desarticuladas o se les restó importancia, y se distrajo a sus miembros en otras actividades.
Son los días en que la violencia se desata en todos los frentes. Hay sirenas, estados incendiados, militares patrullando las calles, policías municipales y estatales copadas, y racimos de muertos en todas partes.
Simultáneamente, los índices delictivos llegan al espacio estelar.
En el primer semestre de 2007 se presentan 223 denuncias por secuestro; en el primero de 2008 la cifra sube a 371; en los seis meses iniciales de 2009 las denuncias se han elevado a 583, y entre enero y junio de 2011 están ya en 720.
En el primer semestre de 2013 —ya con Enrique Peña Nieto al frente del Ejecutivo—, el SESNSP presenta una cifra aterradora: 823 secuestros: la tasa por cada 100 mil habitantes se ha disparado 350% con relación a 2005: ahora está en 1.43.
Las estimaciones oficiales indican que 2013 terminó con mil 698 denuncias por plagio. México apareció como el país con mayor número de secuestros en el ranking mundial de Control Risks (seguido por India y por Nigeria). La realidad, como suele suceder, era mucho peor. Ese año el INEGI dio a conocer los resultados de su Encuesta Nacional de Victimización y Percepción: según el documento, en 2012 se habían cometido en el país no mil 317 secuestros, como decía el gobierno, sino 105 mil 682.
—Las autoridades se fueron rabiosas contra la encuesta —recuerda Torres Landa—. Dijeron que la métrica estaba mal hecha. Perfecto. Aceptemos que en las estimaciones del INEGI hay un margen de error. ¿Pero de cuánto puede ser? ¿De 50%? Aún así te quedan 50 mil secuestros contra los mil 300 que decían ellos.
—Una cifra negra de 98% sólo revela la desconfianza de los ciudadanos a las policías estatales y municipales —explica Isabel Miranda de Wallace—. Si a esto se suma que las cifras oficiales contienen sólo la información proporcionada por las procuradurías estatales, y no incluyen los casos de secuestro en los que intervienen la PGR, la Policía Federal y otras instancias, como la Marina y Ejército, es posible entender por qué hay un abismo, una disparidad semejante en las cifras.
Con las gráficas de este delito arañando un techo histórico, en enero de 2014 Renato Sales Heredia es nombrado coordinador nacional antisecuestro. Recibe la misión de abatir los números que el siniestro 2013 ha arrojado como escupitajo al rostro de los ciudadanos. El zar no tarda en descubrir que, a ocho años del inicio de la guerra de Calderón, el secuestro otra vez ha evolucionado, ha dejado de ser el mismo.
De golpe han desaparecido las bandas compuestas por secuestradores profesionales. El remolino calderonista se las tragó. Sus miembros están muertos o se encuentran presos. Otros fueron absorbidos por los grandes cárteles que, necesitados de recursos para luchar al mismo tiempo contra las fuerzas del Estado y los grupos rivales, se dedicaron a exprimir a la sociedad mediante el secuestro, el robo y la extorsión.
Es la tercera época del secuestro. Los Zetas comenzaron controlando las actividades criminales de los territorios donde se asentaban y terminaron por hacerse cargo del secuestro ellos mismos. Algunos jefes criminales de otros grupos dejaron que sus brazos armados hicieran negocios por su cuenta, para evitarse el pago de salarios o bien para allegarse recursos mediante el “derecho de piso”.
En la carnicería que fue el sexenio de Calderón los principales líderes criminales fueron detenidos o abatidos; al frente de las organizaciones quedaron jefes de segundo o tercer nivel que poseían cada vez menos capacidad operativa —y que al paso del tiempo también fueron eliminados—. Comenzó la pulverización de los cárteles, que traería consigo uno de los momentos más negros para la sociedad. Explica Sales:
—Los grupos que estaban o habían estado al servicio del narcotráfico perdieron a sus jefes y quedaron abandonados a su propio arbitrio. Tenían armas, así que fueron a buscar dinero rápido. En lugar de las viejas bandas de secuestradores profesionales, el país se llenó de pequeñas gavillas improvisadas, formadas sobre todo por jóvenes, que se mueven de un lado a otro como en un efecto cucaracha.
Concuerda Isabel Miranda de Wallace:
—Cambiaron los secuestradores y cambió el perfil de los secuestrados. Si antes se trataba de empresarios y comerciantes, de gente de algún poder económico, en los nuevos tiempos el secuestro se democratizó. Ahora secuestran a asalariados y a quien vaya pasando. Ya no investigan a las víctimas, porque los secuestros se hacen de modo aleatorio. Tampoco usan casas de seguridad, porque el tiempo del cautiverio se ha reducido: puede ser de unas horas, puede ser de unos días. El monto del rescate también cambió: secuestran por tres mil o cinco mil pesos, aunque también lo hacen por 20, por 30, por 100 mil. Ése es el fenómeno que ahora recorre el país y se presenta sobre todo en los estados en donde los grandes cárteles han sido fracturados.
En julio de 2014 la policía rodea una casa en Tulancingo, Hidalgo. Ahí detiene a un mesero del restaurante México Lindo llamado Miguel, a quien apodan El Niño. En compañía de otro cómplice, El Niño está cuidando a un hombre que tienen secuestrado. Se confiesa adicto a la cocaína y admite que ha trabajado como “halcón” para Los Zetas. “Halcón” es un decir, porque una vez Los Zetas le dieron un R-15 y se lo llevaron a trabajar durante varios meses. A él lo reclutó un sujeto llamado el comandante Lalo. Con ese comandante participa en varios secuestros: el de un transportista de Aguazotepec que a cambio de su libertad entregó dinero y seis tráileres; el de un traficante de indocumentados y vendedor de cocaína de Xicotepec, al que queman en diesel y cuyos restos, después de machacarlos a palos, tiran en un río; en el de un miembro de Los Zetas apodado El Pellejos que se quedó con dinero de los jefes.
De momento, El Niño no está trabajando para la organización, porque hace mucho no ve al comandante Lalo. Pero se aventó este secuestro por su cuenta porque una vez su amigoEl Chalán lo fue a buscar al México Lindo y le pidió 500 pesos prestados. Como El Niño le dijo que no traía, El Chalán le preguntó:
—¿Cómo ves a ese cabrón que viene conmigo? Tiene lana. ¿Cómo ves si nos lo llevamos?
El Niño se negó, “porque me iban a operar la vesícula”. El Chalán se fue, pero le siguió mandando mensajes de texto: “Vamos a levantar a ese cabrón”. La siguiente vez que se encontraron, “ante tanta insistencia”, El Niño le dijo que estaba dispuesto a hacerlo. El Chalán se ofreció a invitar a la víctima a beber “porque a él le gusta salir de fiesta muy seguido”.
El 20 de junio de 2014 El Chalán le confirmó por mensaje que Irving (la víctima) ya estaba bebiendo con él. El Niño esperaba aquella instrucción con tres amigos a los que había invitado para que los ayudaran a hacer el secuestro. El grupo se reunió en el Magic Town. Bebieron hasta las cinco de la mañana, pero cada quien en su propia mesa. Al ver que Irving se disponía a irse, El Niño y sus amigos salieron a la calle.
El plan consistía en pedirles a Irving y a El Chalán un aventón, y una vez a bordo de la camioneta de éste, inmovilizar al primero.
Todo salió como estaba previsto. La víctima fue conducida a una casa de Tulancingo. Les abrió la puerta la esposa de uno de ellos y metieron a Irving a la recámara. A la mañana siguiente El Niño abordó una combi, se alejó por 20 minutos del lugar y efectuó la primera llamada de negociación. Pidió tres millones de pesos. Luego le quitó al teléfono la pila y el chip. Imaginó que así no podrían rastrearlo.
La familia de Irving había realizado mientras tanto varias indagaciones y sabía que El Chalán era la última persona con la que la víctima había sido vista. Llegaron a ellos en pocos días.
“¿En qué otro secuestro has participado?”, le preguntan.
“Antes de éste me aventé el secuestro de mi novia. Se llamaba Olivia. Lo hice porque me di cuenta de que aparte de andar conmigo ella salía con un sujeto que iba por ella a bordo de una camioneta negra, y también salía con un intendente del IMSS de Chignahuapan. Decidí secuestrarla”, responde.
En julio de 2013 El Niño llamó a Olivia por teléfono para que lo acompañara a recoger una camioneta a casa de un compadre. “Pero no le digas a nadie”. Pasó por ella en un taxi, en compañía de dos amigos, Jorge y El Mojarra. “Ella llevaba un vestido rojo y su monedero”.
En un punto del camino El Mojarra agarró a Olivia por atrás y le dijo que no intentara nada. Olivia le preguntó a El Niño de qué se trataba, éste le contestó que se estuviera tranquila y no iba a pasar nada. La llevaron a la misma casa donde luego mantendrían cautivo a Irving. Llamaron a la familia desde el teléfono de la víctima. Pidieron un millón de pesos, “pero la negociación falló”.
El Niño propuso mantener a la muchacha retenida indefinidamente. Los otros se opusieron: si llegaba a escaparse terminaría delatando a todos. Decidieron matarla y que lo hiciera su propio novio.
Le cubrieron los ojos y las manos con cinta canela y subieron a la muchacha a un Topaz rojo que estaba estacionado en el patio. “Todos me dijeron que yo le diera piso, pero como que me faltaba la respiración”, recordó El Niño. Entonces El Mojarra se subió al auto y cerró la puerta. “Supongo que la estranguló con un alambre que había tomado momentos antes del patio, y sólo pude observar cómo se zangoloteaba el automóvil. Después de esto se bajó El Mojarra y nos dijo: ‘De volada tigre’. Es decir, que ya estaba”.
La sepultaron en el terreno de al lado. El Niño fue quien la cargó. Empeñaron su celular con un hojalatero de Xicotepec, “para obtener algo”.
Los cuatro amigos traían sobre la espalda el fantasma de varios secuestros. El de Rodolfo, al que mataron, y por cuya libertad pidieron un millón (sólo recibieron 50 mil). El del señor Jesús, al que secuestraron porque muchos años antes su hija Berenice le había mostrado aEl Niño un centenario de oro que pertenecía a su padre: “Imaginé que tenía mucho dinero y podíamos obtener buen pago”. Decidieron matarlo y destazarlo cuando la familia dijo que sólo había reunido 70 mil pesos.
Renato Sales dice, a un año de su llegada a la coordinación, las averiguaciones previas relacionadas con el secuestro descendieron 17.90%, mediante el simple recurso de establecer en cada estado grupos tácticos integrados por la Marina, la Defensa, la Policía Federal, el CISEN, la PGR y las procuradurías locales. Diversas asociaciones civiles afirman que las cifras estarán incompletas mientras no se les agreguen los casos en que participan instancias federales y se ignore el escandaloso más de 90% que alcanza la cifra negra. En lo que todos coinciden es en que el secuestro en México vive una tercera edad, impredecible y virulenta, en cuya turbulencia puede verse envuelto cualquiera.
—En muchos sentidos, la peor de todas las edades —dice Francisco Rivas— porque hoy como nunca las personas han dejado de ser vistas como tales, y el cuerpo es tratado como objeto, como cosa.
A pesar de miles de casos y miles de números, seguimos ignorando todo sobre el secuestro. En buena parte, porque duele asomarse a verlo; y porque en lo relacionado con él, callan las víctimas, callan las autoridades, callan los medios. Sólo sabemos de un modo fragmentario lo que sucede allá adentro.
Desconozco cómo termina la historia de Irene. Sólo sé que ella huyó de México, que algunos miembros de la banda que la secuestró fueron detenidos y que los otros muy probablemente estén cenando en sus casas, antes de encender la tele y sentarse a ver una película.
Fuente.-Héctor de Mauleón
Escritor y periodista. Autor de La perfecta espiral, El derrumbe de los ídolos y El secreto de la Noche Triste, entre otros libros.
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