Los asesinos abandonaron el cadáver del periodista Roberto Figueroa en la parte trasera de su vehículo, maniatado, el tiro de gracia como símbolo de la barbarie. La policía lo encontró cuando ya oscurecía.
Su familia había movilizado a los poderes del Estado de Morelos con la esperanza de que se tratara de un simple secuestro, algo aleatorio, solucionable. Tras varias llamadas, habían pagado un rescate y aguardaban su liberación. En la tarde, los captores habían dicho incluso donde encontrarlo, pero al final todo el esfuerzo había sido en vano. Era viernes, 26 de abril, y aunque en los días siguientes muchos colegas de la víctima exigieron justicia, una sensación acabó por imponerse: el miedo.
La situación de violencia desbocada que vive México desde hace casi 20 años ha ofrecido cantidad de oportunidades para usar esa palabra, miedo. Se ha empleado para describir la experiencia de familiares de personas desaparecidas, amenazadas y asesinadas en las búsquedas de sus seres queridos; funciona para dibujar las rutinas de pequeños empresarios en decenas de municipios de todo el país, víctimas de la extorsión; sirve para denunciar el desamparo de campesinos y ganaderos, rehenes de guerras de guerrillas por rutas migratorias y de contrabando, recursos naturales… Hasta hace un tiempo, resultaba extraño pensar en Morelos y en el miedo a la vez, pero las cosas han cambiado.
En los últimos años, el Estado, vecino de Ciudad de México, destino turístico recurrente para los capitalinos, se ha convertido en uno de los más violentos del país. Morelos lidera la tabla de secuestros por cada 100.000 habitantes de entre los 32 estados de la República y ocupa el segundo lugar en la de asesinatos. De enero a abril de este año, 615 personas han muerto asesinadas en la entidad, que tiene una población de alrededor de dos millones. Una media de cinco muertos al día. En los mismos meses del año pasado fueron 475, que ya era una cifra alta. El Estado encara ahora la renovación de alcaldes, diputados y gobernador. Asesinatos, masacres y secuestros conforman el escenario de la contienda electoral.
Parte del desastre en materia de seguridad es reflejo de la crisis institucional que atenaza a Morelos. En 2018, Morena llegó al poder en la entidad gracias al exfutbolista Cuauhtémoc Blanco, figura de gran magnetismo para el electorado. Los años previos habían estado marcados por la bronca política, con un enfrentamiento durísimo entre el gobierno de Graco Ramírez, del PRD, y la universidad pública estatal, a cuenta de varias denuncias por corrupción, entre otros. El Estado necesitaba calma y estabilidad, y Blanco, que venía de ser alcalde de Cuernavaca, trató de imponerse por la fuerza.Periodistas de Morelos exigen a Samuel Sotelo, gobernador interino, una reunión para exponer el caso del secuestro y posterior asesinato del periodista Roberto Carlos Figueroa, el 30 de abril.
La organización Morelos Rinde Cuentas, que monitorea temas de corrupción e inseguridad, señala que “las condiciones políticas no eran favorables cuando llegó Blanco. Graco Ramírez implementó una serie de medidas que impedían tener una buena interacción con el poder legislativo”. La organización matiza que Ramírez “redujo el número de diputados locales a 20, haciendo difícil generar mayorías. Además, aumentó el número de municipios de 33 a 36, elevando el umbral para hacer cambios a la Constitución local, del 50% al 75% de los municipios. Y le dejaron un fiscal anticorrupción y un fiscal general a modo”.
El desencuentro de Blanco y su Gobierno con el fiscal general del Estado, Uriel Carmona, merece capítulo aparte. Es difícil decir dónde empieza, pero uno de sus pilares fundamentales es la polémica sobre la foto divulgada de Blanco con un grupo de criminales locales, a principios de su mandato. En la imagen, el gobernador posa con ellos medio sonriente, como si fuera un grupo de aficionados al fútbol cualquiera. Carmona y la Fiscalía anunciaron una investigación que no llegó a nada, algunos de los fotografiados murieron poco después, pero la guerra era ya imparable.
Los resultados han sido terribles. “No hay una coordinación de la Comisión Estatal de Seguridad con la fiscalía o el Tribunal Superior de Justicia del Estado, se han dado con todo, se han amenazado… No hay prevención, ni persecución del delito”, señala Morelos Rinde Cuentas. Para ejemplo, el caso del obispo Salvador Rangel, desaparecido durante un fin de semana a finales de abril en Cuernavaca. Localizado en un hospital después de que la Iglesia católica diera la voz de alarma, todo ha sido una disputa después por el relato. La Fiscalía dijo que Rangel había sufrido un secuestro exprés, el jefe de policía sugirió que Rangel se había ido de juerga.
Huitzilac
El asesinato de Figueroa, de 40 años, biólogo metido a periodista, autor de mordaces cápsulas audiovisuales sobre política, ocurría en medio de esta decadencia de los poderes públicos. El suyo no era un asesinato cualquiera. Figueroa era un tipo querido en la profesión, crítico con el Gobierno de Blanco, principalmente por la crisis de inseguridad. El ataque engrosaba además una lista de objetivos de alto perfil, como el presidente del Instituto de Información Pública y Estadística del Estado, Marco Alvear, asesinado a tres minutos del Congreso local en marzo, o la diputada Gabriela Marín, tiroteada junto a un hotel jardín, famoso por sus bodas, año y medio atrás.
Ni en el caso de Alvear ni en el de Marín se sabe exactamente qué pasó, de dónde vino el ataque. Por qué. Pero eso, con el paso de los meses, ha pasado a segundo plano. La realidad de los ataques se impone. La certeza de que ocurren, a la hora que sea, en el lugar que sea, contra quien sea, dejan en un segundo plano la impunidad, la falta de castigo. Es la gran paradoja. El miedo borra un rasgo fundamental de una sociedad madura, la exigencia de que el poder cumpla. Cuando la sociedad ve que alguien puede matar a un periodista a plena luz del día, no hay exigencia que valga. Se impone el espíritu de supervivencia.
En las primeras horas que pasaron tras el hallazgo del cadáver de Figueroa, familiares y amigos aún albergaban dudas sobre lo ocurrido. Con el paso de los días, sin embargo, la hipótesis del ataque por su actividad profesional se fue robusteciendo. Muchos colegas en Morelos saben ya que la Fiscalía tiene vídeos en que se ve a tres personas llevándose a Figueroa, a punta de pistola, la mañana de su desaparición; que lo hacen en la puerta de su oficina, a tres minutos del centro de Cuernavaca. La cuestión es quién y por qué.
La familia del comunicador recibió varias llamadas aquel día. La primera llegó de su celular, a eso de las 8.00, poco después de dejar a los niños en la escuela, en Cuernavaca. Figueroa habló con su mujer y le dijo que reuniera el dinero que pudiera. Le dijo también que luego le volverían a llamar para darle indicaciones de dónde dejarlo. Dos horas y media más tarde, la mujer recibió otra llamada, esa vez de un número distinto. Eran los captores. Le preguntaron cuánto dinero había juntado y ella contestó que poco más de 20.000 pesos, unos 1.200 dólares. Le exigieron que juntara más y que volverían a llamarla.El depósito de venta de cerveza donde ocho personas fueron asesinadas durante un ataque armado en Huitzilac, Morelos, el 12 de mayo.
Lo hicieron de nuevo entre las 14.00 y las 15.00. Le dijeron que llevara lo que había juntado a un paraje de Ocuilan, a una hora de Cuernavaca, ya en el Estado de México. Para entonces, la familia había puesto el caso en conocimiento de la Fiscalía de Delitos de Alto Impacto, que inició la indagatoria. La mujer se fue para Ocuilan, ella sola. Dejó el dinero donde le dijeron y volvió, como le demandaron, a la oficina de su marido, en Cuernavaca. Allí le encontraría.
Pero no lo encontró y lo que sigue ya es el triste desenlace de un secuestro que era, en realidad, otra cosa. La mujer de Figueroa recibió otra llamada pasadas las 17.00. Los captores le dijeron que iban a dejar a su esposo, finalmente, en el kilómetro 45 de la carretera federal México-Cuernavaca, cerca de Huitzilac. La mujer tomó de nuevo su carro y viajó hasta allí. Lo hizo sola. Al fin y al cabo, Huitzilac era su hogar, el lugar en el que vivían, donde vivían sus hijos, su refugio. ¿Qué podía pasar?
Entre Ciudad de México y Cuernavaca, parada habitual de los viajeros, Huitzilac ha sido noticia estos días por la cantidad de ataques a balazos en el municipio, el último la semana pasada, cuando criminales acribillaron a los clientes de un bar, dejando ocho muertos. Esta semana, el mismo jefe de la policía del Estado, el marino retirado José Ortiz Guarneros, señalaba que seis bandas criminales actúan en esa zona, peleando por la tala ilegal de árboles y quién sabe qué otras cosas. Guarneros dijo también que pretenden influir en las elecciones de junio.
La esposa de Figueroa estuvo un rato dando vueltas por una región que conocía bien. Los captores le habían marcado un punto algo al sur de la cabecera municipal de Huitzilac, en Coajomulco. La mujer daba vueltas esperando encontrar a su esposo en cualquier esquina, detrás de cualquier puesto de comidas cercano a la carretera, habituales en Huitzilac. Al cabo del rato llegó personal de la Fiscalía que, por el riesgo, se la llevaron de allí. Poco después, la policía encontró el cadáver.
En los días siguientes, colegas de Figueroa sintieron que el Gobierno del Estado trataba de dibujar una historia que alejaba su actividad periodística del centro del asunto. “Esos cabrones quieren vincular lo que pasó con la promoción que hacía de la cultura cannábica”, dice un reportero, cuyo nombre no aparece aquí por seguridad. ¿Y no? En realidad, tiene algo de sentido. Si cultivaba plantas en su casa, quizá a alguien no le gustó, al fin y al cabo son seis bandas criminales en Huitizlac… La respuesta es tajante: “No, te aseguro que no”.
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