Como en México se entiende que si el acusado está en la cárcel hay justicia, y si está fuera de aquella es una muestra más de impunidad, desde el martes la cosa se puso de cabeza tras la salida de prisión de Emilio Lozoya, quien seguirá su proceso fuera de las rejas. “¡No es justu*!”, claman muchos.
Y no es que las y los mexicanos sean unos cabezotas duros de entendederas sin remedio. Todo lo contrario. Más que refractarios a los principios del derecho, son doctos en lógica: en México, quien tiene para buenos abogados, rara vez caerá en la cárcel o permanecerá largo tiempo en ella; quien no, y sobre todo aquellos nunca debieron estar en chirona, muy difícilmente hallarán la forma de salir de un penal, en el que además tendrán que pagar para al menos sobrevivir.
De ahí que sea fácil entender que el juicio a Lozoya, con sus más de cinco años de melodramáticos giros en los que negó, acusó, huyó, pactó, regresó, faroleó y lo entambaron, sea un ejemplo más de la injusta justicia mexicana. Tiene un poco de todo, incluido un fiscal que caso que agarra, caso que pierde.
Mas, ¿qué es lo relevante a destacar en este apunte para la fotografía de Emilio saliendo de la cárcel tras más de dos años de reclusión?
Hay que volver al principio: los Emilios de México no caen a la cárcel ni cuando deben caer.
Para mayor ejemplo, en las Lomas merodea otro peñista, tocayo de Lozoya, que desfachatado se desayuna en público como si la millonaria estafa maestra de la que fue uno de los protagonistas no hubiera desviado apoyos del erario para los más pobres.
Emilio Lozoya no tendría que haber estado en la cárcel. Emilio habría vivido todos estos años en Europa y se dedicaría a los fondos de inversión. Las capitales del mundo, incluyendo las asiáticas, y las alfombras para los finos zapatos, serían su lugar común.
Pero pasó lo que pasó y entonces se vuelve lógico su destino, cárcel y drama político incluidos.
Porque lo que sucedió es que Lozoya, una vez que, en mala hora, decidió hacer política como antes la hizo su padre, se volvió parte del equipo de Enrique Peña Nieto, donde el dinero manchó a muchos, y esos muchos luego encontraron en él y en Rosario Robles, los chivos donde expiarían su infamia.
¿Es el exdirector de Pemex inocente? Eso lo dirá un juez. Culpa tiene, eso sí, de haberse creído más listo que muchos, más fuerte que Luis Videgaray, más inalcanzable que EPN, más poderoso que los enemigos que se hizo al pactar con el fiscal Gertz Manero, es decir con AMLO, una acusación delirante.
Lozoya estaba en la cárcel por vanidad. Quien se presentaba como financiero digno de un Shark Tank internacional, nunca entendió que en el PRI se metió con tiburones que acordarían con AMLO un dorado exilio en EEUU o en España para dejarlo ahogarse solito al explicar las coimas de Odebrecht.
Esa vanidad se volvió soberbia cuando cantó en contra de PAN y PRI, y hasta de una periodista, a cambio de impunidad. Confundió, en tiempos de austeridad republicana, esa delación pactada con un salvoconducto para irse de martinis al Hunan (los mejores de la capital).
Aquí los ricos no van a la cárcel, a condición de no hacer de ello todo un alarde público. “¡No es justu!”, habría dicho esposado Lozoya. Y ahora, quienes lo saben en casita, claman exactamente lo mismo. Para ambos bandos, la ley —en efecto— no es la ley.
*Con el debido crédito a Chava Flores.
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