En un lugar donde habían visto casi de todo, esto era demasiado. El cuerpo inerte de un bebé de tres meses entre los desechos de comida de una prisión estatal de Puebla, a dos horas en coche de la capital de México. Con una incisión en el abdomen y un brazalete del hospital que apuntaba a que había fallecido hacía solo cinco días —fue encontrado el 10 de enero— y sus apellidos.
Un interno que rebuscaba desperdicios entre la basura lo halló ahí, informó a las autoridades de la prisión, y durante casi dos semanas no había sucedido nada. Su aparición era un misterio: ¿había muerto en el penal?, ¿estaba ya muerto cuando entró?, ¿quién lo ingresó y cómo le permitieron salir sin él? Las autoridades de Puebla no respondieron nunca a estas preguntas, hasta la fecha no hay ningún detenido. Ha sido este viernes por la noche cuando la presión mediática hizo que una familia sospechara lo peor: su hijo, fallecido el 5 de enero y sometido a cirugías abdominales, no estaba en su minúsculo ataúd en un cementerio de la capital. Habían robado su cuerpo y lo habían arrojado entre los escombros de una prisión a 140 kilómetros de donde vivían sus padres.
El caso de Tadeo ha destapado el horror con el que convive México de una forma casi natural. La aparición del cadáver de un bebé en una cárcel no fue un escándalo, ni siquiera local. La realidad de las prisiones en el país, especialmente las estatales como esta —San Miguel en Puebla—, con un hacinamiento de más del doble de su capacidad, con algunos de sus funcionarios —entre ellos un exdirector del penal— condenados por corrupción, con señalamientos de ser el patio trasero del tráfico de droga y de personas, de contar con un recinto dedicado a la extorsión telefónica de decenas de presos a los que están fuera, donde también se han denunciado redes de prostitución que incluyen a las mismas internas del penal, ante este panorama, el cadáver de un bebé para muchos no fue ni siquiera una sorpresa.
En una nota del 11 de enero de un diario local de Puebla, Econsulta, que podía haber pasado desapercibida, se informaba del hallazgo. La organización Reinserta confirmó lo sucedido y comenzó una campaña mediática nacional para agitar a la opinión pública sobre el misterioso caso del bebé. Las autoridades estatales no se pronunciaron hasta casi una semana después. No había respuestas, solo una advertencia de su gobernador, Miguel Barbosa: “Va a aparecer mucha porquería en todo esto y la vamos a dar a conocer una vez que esté acreditado todo”.
La porquería a la que hacía referencia el gobernador abarcaba una gran cantidad de especulaciones que comenzaron a aflorar desde que la noticia esta semana se convirtió en un asunto mediático nacional. Y acostumbrados a mirar en contadas ocasiones el terror de las cárceles sobrepobladas y autogobernadas por criminales, sobrevolaron hipótesis también escalofriantes: ¿habían utilizado el cuerpo del niño para transportar droga?, ¿la herida abdominal confirmaba que ahí la ocultaban?, ¿lo habían asesinado en el penal sin que ninguna autoridad se hubiera percatado?, ¿el caso del bebé destapaba una red de tráfico de menores para tales fines?
Este viernes por la noche, la familia del niño desveló la realidad más trágica. El menor, nacido el pasado 4 de octubre en el hospital pediátrico de Iztacalco, en la capital, padeció fuertes complicaciones intestinales que lo obligaron a soportar hasta seis cirugías de abdomen. Y con solo tres meses, falleció el 5 de enero. Sus padres lo enterraron un día después en el cementerio de Iztapalapa, al sur de la Ciudad de México. Y al ver en las noticias la terrible historia de un bebé sin identidad, con una incisión abdominal, de una edad parecida a la de su pequeño, comenzaron a sospechar. Los apellidos del niño se filtraron a la prensa y con esa información, el padre acudió desesperado al cementerio. Lo habían robado.
Consultadas por este diario, fuentes de la Fiscalía estatal de Puebla y de la capital se han negado a hacer cualquier tipo de declaración. Tampoco desde la oficina del gobernador, Miguel Barbosa. A través de un comunicado el jueves, la Fiscalía de la Ciudad de México anticipó un posible carpetazo a la investigación al señalar que no habían encontrado ningún registro de un niño con esos apellidos reportado como desaparecido, en ningún hospital, cementerio o morgue. Un día después, tras la denuncia de la familia, ha quedado en evidencia que las autoridades solo buscaron reportes ante el Ministerio Público, no una búsqueda general que diera con el paradero de un bebé fallecido en un hospital. Este viernes se hizo pública su acta de defunción, tras la búsqueda de los padres.
La familia se encuentra amenazada y ha decidido no dar más declaraciones ante los medios, según la directora de Reinserta, Saskia Niño de Rivera, que está en contacto con ellos. Y aunque la identidad del bebé ha sido confirmada este sábado y también la causa de su muerte, el caso sigue siendo un misterio. ¿Por qué robaron a un bebé de un cementerio en la capital y lo trasladaron muerto hacia una cárcel en Puebla?, ¿qué buscaban hacer con su cuerpo?, ¿quién lo ingresó?, ¿cómo pudo alguien entrar a una cárcel con el cadáver de un niño y cómo pudo salir de la prisión sin que ninguna autoridad lo reclamara?
La verdad detrás de la tragedia de Tadeo revelará en cualquier caso una realidad terrorífica de las consecuencias de la corrupción y la impunidad que asola al país. Y el caso, que estuvo a punto de pasar desapercibido, que no representó en un inicio ningún escándalo, se ha convertido en un misil contra el Gobierno de Miguel Barbosa, de Morena —el mismo partido del presidente Andrés Manuel López Obrador—, obligado estos días a desentrañar el hoyo negro que representan las cárceles de su Estado.
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